Una vez que has sido infiel, no hay marcha atrás. Lo repetirás una y otra vez hasta saciar tu sed.
Transcurrieron las horas durante las cuales mi marido estaba trabajando y yo no paraba de pensar en que le acababa de ser infiel con el señor de la tienda. Pero ¿por qué infiel? ¿Acaso sentía algo por don Óscar? Para nada. Solo disfruté tanto de una buena cogida que hacía tiempo no me propinaban y, siendo una ninfómana de lo peor, quería otra.
Mis quehaceres del hogar los dejé a un lado por estar pegada al teléfono celular y espiar los perfiles de las redes sociales de viejos amigos, personas populares y sobre todo, de algunos compañeros del trabajo de mi marido con los que me llevaba bien. De pronto, despertó en mí el interés por tener relaciones con alguien que conociera a mi esposo, ¿la razón? No la sabía exactamente.
En la soledad de la casa me tomé varias fotos sexys y las subí a mis redes sociales, configurando que únicamente ciertas personas las pudieran ver, exceptuando a mi esposo, obviamente. No tardaron en llegar las reacciones de los hombres que quería que reaccionaran, incluso me escribieron en la caja de mensajes y con toda la actitud coqueta les contesté.
Así fue como decidí con quién progresaba la charla y con quién no, al punto de citarme al siguiente día con un goloso y enérgico muchacho de 23 años, llamado Guillermo, compañero de trabajo de mi esposo. Nada mal para comenzar, pensaba yo al respecto de su edad.
Llegó el día, mi marido salió a trabajar y una hora después yo salí hacia el hotel donde quedé de verme con Guillermo, quien no se presentó al trabajo por cuestiones de salud puestas como excusa.
En ese entonces yo tenía 29 años, le llevo 6 años solamente, pero el hecho de que fuera más pequeño que yo me hacía sentir una señora y fue justo como me arreglé, con el cabello recogido, las cejas bien marcadas, los pómulos brillantes, un top halter guinda, una faldita entubada negra y zapatillas de tacón. El joven fue con un pantalón de mezclilla azul y una camisa polo a rayas horizontales, justo como lo pensé para que siguiera imponiéndose en mi imaginación la idea de sentirme mayor que él.
Muy tímido el muchacho, me llevó del brazo todo el tiempo hasta estar en la recámara, donde dejé de hacerme pasar por una señora educada a comportarme como la sucia que soy, iniciando con acariciar su pecho y tomarlo de las caderas, pero no veía acción de su parte.
L: ¿Te sientes bien?
G: Sí, solo estoy nervioso.
El lindo joven invitó el cuarto, pero se quedó sin dinero para algo más, así que puse de mi parte y solicité unas bebidas a la habitación. La plática fue fluyendo hasta poder estar acostados de lado, mirándonos uno al otro y comiéndonos a besos, sintiéndome de 23 años como él y siendo su pareja amorosa, en sentido figurado, aunque no por nada lo elegí a él, ya que tenía las cualidades que me encantan en un hombre, alto, corpulento, gordito como yo, fortachón, cachetón, nalgón… Justo como mi esposo, pero con vigor sexual.
Los besos ya nos habían prendido mucho y en mi caso, ya estaba muy mojada, por lo que decidí quitarle el cinturón y bajar su pantalón. Le sostuve su rica verga gruesota y le pedí que me la metiera. Guillermo me tenía ya abierta de piernas bajo él, así que se apresuró a quitarme la tanga por debajo de la falda y me dejó ir su polla suavemente, resbalando sin dificultad por mi concha ya húmeda.
L: ¡Ay! Se siente bien gruesa, mmmm.
Comenzó a embestirme con velocidad moderada y yo le agarraba las nalgotas mientras me cogía sabroso. Sus manos me apretaban los pechos por encima de la blusa de una forma tan violentamente rica que me hacía gemir extra.
L: ¡Ay, sí! ¡Ay, sí! ¡No pares, papi! ¡Hazme tuya!
Cada vez más se hacía enorme el deseo de sentir su vergota hasta lo profundo de mí, de forma que empujaba sus nalgas con todas mis fuerzas para que permaneciera con el pene dentro de mí por largos instantes.
Lo detuve un momento para terminar de encuerarme y de encuerarlo a él y me volví a poner abierta de piernas, comenzando a frotar mi clítoris por mi cuenta, ya que estaba llegando a mi primera corrida de la tarde.
L: ¡Uy, sí! ¡Me estás haciendo venir! ¡Ah! ¡Ahhhh!
Volví a sostenerlo de las nalgas para que dejara todo su miembro en mi interior y así correrme a presión bastante sabroso. Mi respiración y latidos cardíacos se aceleraron demasiado que tardé en volver a incorporarme, pero fue tan satisfactorio venirme así con su verga bien adentro.
Continuamos follando así un rato hasta que cambiamos de posición, ahora me puse en cuatro y experimenté lo salvaje que un chico de su edad puede ser con una madura. Me hizo recordar mi primera vez, que justamente fue con un joven de 23 y por lo que me volví adicta al sexo.
Nalgadas, sujeción de caderas y cabello rudas y penetración intensa me llevaron a emitir gritos de placer, a inclinar completamente mi cuerpo hasta tocar la cama con mi cara y sentir que los viejos tiempos habían vuelto, cuando era libre y gozaba de acostarme con quien quería hasta que se me ocurrió la gran idea de casarme.
De repente, sentí que me bañaba los glúteos y la espalda con su semen. Tuvo una eyaculación enorme y se reflejó en sus gestos de placer inmenso. Guillermo quiso descansar un poco, pero luego de ese rato, me aproveché de él para subirme en sus muslos y meterme su grueso y ardiente pito en la cuca.
Me di de sentones con la intensidad y clase de una prostituta de cinco estrellas, como nunca en mi vida y gimiendo en cada impacto de lo delicioso que se sentía clavarme su enorme pija.
G: Me encanta cómo te mueves, ¡uf!
L: ¿Si, chiquito? Es que la tienes bien rica, ¡mmmm, me fascina!
Pasó un rato largo. Para sorpresa mía no experimenté cansancio ni aburrimiento, sino que llegué a provocarle su segunda corrida y fue en mi vagina. Fue un deleite sentir su calientito y abundante semen escurriendo desde mi interior y por mis labios vaginales. Me llevé los dedos a mi concha para recoger semen y probarlo con mi lengua, tenía un sabor agradable y como vaso de yogur me estaba acabando el semen que me depositó.
G: Quiero hacerte un oral, pero primero tendrás que asearte ahí, no quiero probar mi semen.
L: Claro, papi. Igual yo me quiero comer tu vergota.
Sin embargo, vi la hora en mi teléfono. No podía creer que habían pasado tantas horas y tuve que disculparme para tomar una ducha y correr a casa. La lección que aprendí fue que no debía irme a un hotel o una casa muy lejana de la mía, pero ya no me serviría de nada esa lección, pues llegué y ahí estaba David, mi marido.
D: ¿Dónde andabas, amor?
Con las fachas en las que te estaba y mi olor a baño reciente, no podía ocultarlo.
L: Tenemos que hablar.