Tiró a un costado las sábanas y caminó desnuda hasta el baño, dejando sobre la cama al hombre que roncaba con la boca abierta.
Se dio una ducha, se enjabonó una y otra vez ahí donde el tipo había depositado su virilidad. Frotó el espejo empañado y se miró a los ojos. La piel extremadamente tersa y su cara de nena no revelaban sus treinta años. Dio unos pasos atrás, y logró verse el torso desnudo. A pesar de reconocerse hermosa la inseguridad la acechaba, como siempre.
No le alcanzaba con hacer voltear a todos los hombres que se cruzaban en su camino, ni con sentir la admiración recargada de envidia de sus amigas. No concebía otra manera de reafirmar su autoestima, que cayendo ante impulsos ajenos.
Y ahora, cuando la noche tocaba a su fin, llegaba la culpa, el sentirse una cosa, el saberse innecesariamente fácil, el prometerse que no volvería a caer de nuevo, sabiendo que se mentía. La melancolía persistente se convirtió en una depresión, que sólo podría evadir con pastillas.
Se secó, y se envolvió con una toalla. El tipo seguía durmiendo. Sólo se veía su cabello gris que sobresalía del cubrecama. Pensó que al otro día se pavonearía con sus amigos, contando su conquista. Les diría que conoció a una chica en un bar. Una chica joven, solitaria, en una noche aglomerada. Una chica linda como el atardecer, y veloz como la luz.
Le dio cierta repulsión mirar al cincuentón dormir plácidamente, pero en unas horas se iría. Cambiaría las sábanas, y esa cara de galán vencido se tornaría difusa. Él la atosigaría con mensajes, con la fantasía de repetir la noche, pero se encontraría con que llevársela a la cama por segunda vez era imposible.
El hombre giró, y abrió los ojos soñolientos.
—Te queda bien la toalla. —Dijo.— Acercate que te la voy a quitar.
—Ya no tengo ganas de nada. —Dijo ella.— Voy a dormir en el sofá. Cuando te vayas no me despiertes Marcos.
—Me llamo Franco. —Dijo él.
—Franco. —Repitió ella.
Se fue al living, caminando en la oscuridad. Extendió su cuerpo sobre el sofá. Pensó en su padre. Se enojaría mucho cuando se enterara de que tuvo que vender el auto para pagarle al banco. Pero qué le importaba. Ella no tenía la culpa de que sólo le demostrara su afecto a través del dinero.
Cerró los ojos. Pero la presencia silenciosa de Franco la inquietaba. Hubiese preferido que respondiera a su desdén con un insulto, pero sólo parecía preocupado por hacerle recordar su nombre.
Pensó en todos los nombres que ya había olvidado, y luego otra vez en su padre, y en el silencio inquietante de Franco. Pensó que podría ser su padre. Que su pelo gris la atrajo. Algo debería saber que ella no sabía, algo podría enseñarle de la vida, más allá de tantas poses sexuales. Se fue durmiendo, despacio, su cuerpo húmedo pesaba como pluma.
Se prendió la luz del living. Cuando ella abrió los ojos Franco estaba en cuclillas, y sus rostros a la misma altura, muy cerca.
—Así que sos de esas loquitas. —Susurró. Tenía los dientes apretados, su mano se cerró en un puño, y las venas de los brazos se marcaron.— Así que sos de esas loquitas. —repitió. Y entonces ella entendió: Ahí terminaba su camino de autodestrucción, la eterna necesidad de aceptación, la búsqueda incansable de una imagen paterna. Ahí culminaba todo. Es sería su última noche.
Dedos gruesos y ásperos se cerraron en su cuello. Los ojos de la muerte brillaban, eran verdes. Le costaba respirar. Sus ojos lagrimeaban. Deseó que su padre venga a rescatarla. Que por una vez alguien la proteja de sí misma. Pero no se defendió, dejó ir cada aliento de vida con resignación, dispuesta a convertirse en un número más en las estadísticas de fatalidades. Luego escuchó un fuerte portazo y se despertó. El perfume de Franco todavía estaba en el aire, mezclado con el olor del sexo.