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Mi amiga Feli me llevó hasta él (3): Mi vida con Abel
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Tiempo de lectura: 11 minutos

Acabé mis estudios de violín. Uno de mis profesores me ofreció trabajo de concertista. Éramos siete -un septimio, también llamado septeto, con violín, viola, violoncelo, clarinete, trompa, fagot y contrabajo, el chico del contrabajo también tenía un conjunto donde él era percusionista y se había arreglado una batería múltiple. Todas las semanas teníamos dos sesiones de ensayos, luego tenía que trabajar por mi parte en casa.

Ese fue mi gran problema con mis padres y hermanos, pues les molestaba que «todo el día estuviera dándole el dichoso violín», decían ellos. Una o dos veces al mes teníamos conciertos y se iban incrementando, de modo que a veces llegaban a tres conciertos, viernes, sábado y domingo. Todo esto aumentaba mi estudio particular y ya estaba cansado de salir al campo para ensayar.

Propuse a mis padres, arreglar insonorizada mi habitación y se negaron del todo, sin darme mayores razones que una: «yo no era el único hijo; los demás también tienen derechos». No entendí nada porque me lo iba a pagar yo. Llegó el momento en que se me hizo irresistible vivir con ellos, a la vez que necesitaba más tiempo para mis ensayos. Feli descubrió, buscando donde tenía yo conciertos, que había anunciado la necesidad de alquilar una vivienda y las condiciones. Entonces me dijo que insonorizara la habitación de su casa que yo quisiera y que ensayara ahí.

Acompañado de ella vimos lo que era mejor, respetando su habitación aunque me la había ofrecido. Y ella eligió dos habitaciones, lo dijo así:

— Esa para el violín y esta para el violinista. Insonoriza esa y cuando te canses y necesites descanso pasas a esta para dormir.

Me puse feliz, poco a poco iba llevando ropa mía a casa de Feli. Recordarán que era vecina de la vivienda de mis padres. Sin darme cuenta, lavaba allí mi ropa en una vieja lavadora que pronto cambié por una nueva y mejor, gracias a que iba teniendo algunos ingresos por los conciertos. Lo mismo pasó con la cocina. Ocurrió que un día que me iba a dormir a casa me preguntó:

— ¿No te gusta la habitación?

— Sí, ¿por qué?

— ¿Por qué te vas?

— Por no incomodarte, Feli, que ya te molesto bastante.

— No me pongo en contra de nadie, pero tu vida no está ahí al lado…, esta es tu habitación, ese tu estudio, tienes un baño aquí…, ¿qué más necesitas?

No cabía decir palabras. Entonces hice un cartel pequeño para la puerta que decía: «PUEDES PASAR». Primero lo hice en papel, luego lo mandé que me lo hicieran en acrílico blanco, para que no me preguntara más si podía entrar. En la parte trasera del acrílico decía: «SILENCIO, POR FAVOR». Así Feli podía escuchar cada día mis conciertos en directo y de presente. Cuando yo estudiaba, era silencio, cuando ensayaba podía pasar.

Un día me pidió que le hiciera un cartel similar para la puerta de su habitación, pero en su lugar hice un conducto eléctrico desde su dormitorio al mío y sonaba el timbre y conectaba con el estudio donde se encendía una luz roja, pues había veces que tenía náuseas y podría auxiliarle y si sonaba el timbre o se encendía la luz iba a ayudarle sin llamar a la puerta, caso contrario la dejaba en sus asuntos.

Había vaciado mis cosas de la habitación de la vivienda de mis padres y la había dejado sin decir nada. Un día mi madre y yo nos encontramos para bajar de casa en el ascensor. Una vez dentro y estando los dos solos dijo mi madre:

— Si ya te has llevado todo y te has ido, podrías darme la llave, ya que vives con una mujer en su casa.

No le respondí a sus impertinentes palabras, me callé y salíamos; justo en el momento que entraba mi padre por el portal, yo me retrasé respecto a mi madre y cuando mi padre llegó a mi altura, mi madre salió a la calle, aunque nos miraba a través del cristal de la puerta; entonces le dije a mi padre:

— Muchas gracias por haberme dado la existencia, haberme criado y haberme querido, papá; pero tu mujer me ha pedido la llave de casa y, como tú me la diste, aquí la tienes, —extendí la mano para darle la llave que saqué del llavero — toma también la del portal, ya me haré otra.

Me devolvió las dos llaves, pero solo acepté la del portal que volví a unir a la llave de la puerta de Feli. Mi padre estaba lívido, no sabía qué decirme. Lo abracé, lo besé e intenté tranquilizarlo. Lo subí a la casa de Feli, se saludaron y le mostré mi habitación y el estudio: Esto es lo que no me quisisteis dar, papá, pero Feli me lo ha propiciado, ahora ella ha pasado de ser amiga a convertirse en mi hermana mayor, ella es mi familia. Mi padre se puso a llorar, le pasé las manos por su cuello lo besé y lo acompañé hasta su puerta diciéndole:

— Papá, tú has de vivir con tu mujer.

Ya nunca más he pisado la casa de mis padres. En los días previos a la Navidad siguiente mi padre y mi madre se asomaron a la puerta al escuchar ruido desde el ascensor a casa, estaban subiéndome una cama nueva, grande, no lo vieron, solo los paquetes de la ropa de cama. Yo estaba sujetando la puerta abierta del ascensor al transportista que iba a montar la cama, salieron y me invitaron a pasar la noche y el día de Navidad con ellos, solo les dije:

— Lo siento, pero esos días me los paso con mi familia.

Les sonreí y me metí en casa. Cerré la puerta y me fui a ayudar al empleado de los almacenes donde compré. Cuando acabó, firmé los papeles y le acompañé al ascensor.

Desde que me mudé a vivir en la casa de Feli, la llevé todos los domingos a misa, aunque yo no entendía mucho, me gustaba ir a acompañarla, además me encantaba escuchar los cantos pausados y solemnes que allí se hacen, sin ensayo, por un coro de pueblo no concordado y diseminado por los bancos, nada de profesionales, eso me apasionó. Lo comparaba con los karaokes desentonados y gritones y me inclinaba por los de la iglesia, moderados, al unísono e interpretados mientras hacían otras cosas, cuando se daban la paz, cuando iban a comulgar o después de leer. Para mí era tan desconocido que nunca había imaginado eso; siempre pensé que para cantar era necesario que hubiera un coro o grupo con director o se cantaba mal e individualmente.

También iniciamos una costumbre entre Feli y yo. Ella me acompañaba a los conciertos, yo la llevaba en mi coche que tenía apertura vertical de la puerta trasera para que entrara Feli fácilmente con su silla, gracias a un dispositivo que la elevaba. Siempre venían con nosotros dos músicos y los demás iban en el coche de otro de los músicos. Feli entraba con nosotros y buscábamos un lugar para ella. Esto fue así hasta que conseguimos entre todos una furgoneta donde pagamos 8, pues se habían acostumbrado a Feli. También a la furgoneta mandé ponerle un dispositivo elevador y sustituir el asiento por las pinzas para la silla de ruedas.

El día que me buscaron para una danza por haber enfermado uno de los bailarines, me la llevé al camerino para no dejarla sola. Ese día se acabaron los tapujos, porque nos vimos allí los dos cara a cara y tuve que vestirme las mallas. Me vio en silencio todo el tiempo, luego vino una muchacha, era la maquilladora. Luego la acompañé a bambalinas, a un lugar donde no molestara a los actores y pudiera ver bien. Cuando hube acabado, me la llevé al camerino, me duché, me vestí y me pidió ir al baño, la acompañé y le ayudé a sentarse. Esperé afuera hasta que me llamó. La sostuve para sacarla en brazos, la senté a la silla y salimos al coche.

Ese día íbamos solos y le dije que nunca se pusiera en peligro al levantarse o ir al baño que yo la acompañaría. Se convirtió del todo y para todo en mi hermana. Cuando la mujer, Antonia, que venía a vestirla, no lo podía hacer, la vestía yo, cuando salíamos de viaje, le ayudaba a ducharse y luego la vestía yo. Mandé hacer una plataforma para que accediera a la cocina y pudiera cocinar cuando lo deseara. Nuestra vida se convirtió en una armónica fraternidad de dos hermanos que se necesitaban. Todo fue gracias a unas chocolatinas y bombones que me daba siendo ella más joven y yo un niño.

En cuanto Abel supo que me había pasado a vivir a casa de ella porque le contamos en una de nuestras visitas, se alegró porque habíamos mejorado nuestra vida. También nos dijo que le habían dado un nuevo destino a una población más cercana a la ciudad con lo que también nos alegramos porque podríamos ir quizá con más frecuencia. Entonces nos dijo que también él tendría que ir a la ciudad con más frecuencia para asuntos varios. Entonces insinuó si podría venir a vernos a casa. Miré a Feli y nos entendimos. Feli le dijo:

— Abel, tienes la puerta de casa abierta y no tienes nada que esconder; Izan me lo ha contado todo, toma las llaves, —se las dio— no necesitas avisar, si estamos ya somos tres, si no estamos a causa de los conciertos te acomodas, es tu casa.

Desde entonces nuestra casa fue su casa; razón por la cual cambié una cama que necesitaba reparación por una nueva donde cupiéramos los dos.

Todas las semanas venía Abel a la ciudad. Se había programado los lunes libre, venía los domingos en la noche, le esperábamos para cenar, estábamos un rato en la televisión y yo acompañaba a Feli a su cuarto, le ayudaba a desvestirse, le ponía su pijama y le ayudaba a acomodarse en la cama, como hacía a diario, luego Abel y yo nos íbamos a nuestra habitación. Lunes en la mañana hacía sus gestiones, si las había, y martes después del desayuno se iba al pueblo para seguir con su habitual trabajo. De modo que los lunes le hacía otro los oficios y el otro compañero tomaba vacación otro día de la semana.

Dos noches en compañía de Abel era como un refrigerio en tiempos de dificultad. Yo veía y veo desnuda a Feli cuando le ayudo para bañarse o acostarse. No siento otra cosa que piedad y cariño por una hermana, como un médico con el enfermo, como una madre con su hijo pequeño, como un enfermero con su paciente. Sabía y le constaba a Feli que no había ninguna pretensión. Pudo haberla, pero no es nunca mi caso. Jamás consentimos que Abel hiciera mi tarea con Feli. Ni siquiera él se ofreció, pues sabía por donde iban los tiros. Para que Abel siguiera en su camino y no se desviara hacia ningún lado que pudiera llamar la atención o ser escandaloso, lo sabíamos los tres. Yo sabía satisfacer a Abel suficientemente hasta agotarlo. Dos noches con él y ya podíamos aguantar él y yo el resto de la semana sin molestar a nadie más.

Ahora bien, tener sexo con Abel era fatigador, porque costaba de saciar. La noche del domingo nos daba el alba revolcándonos en nuestra cama, era insaciable. No es que yo me excuse, que también soy insaciable, pero cuando Abel se encontraba a solas conmigo era como el agua en el barro, podía provocar un tsunami amoroso devastador. Había veces que a la mañana dolían nuestras pollas y en nuestros comentarios decíamos que había que poner remedio, pero remedio sobre remedio significaba follar, follar y follar.

Alguna vez, cuando se iba Abel, me comentaba Feli que lo habíamos pasado bien, porque los gritos se escuchaban desde su habitación. Se me ocurrió pensar que igual se escucharían desde la vivienda de al lado que era la de mis padres. Resonaban en mis oídos las voces de mi madre protestando al pensar que el depravado de su hijo se estaría follando a la paralítica. Cuando le contaba estas cosas a Feli se reía llena de felicidad y me decía: «Es que si fuera conmigo, no sería así, sería peor». Feli llegó a descubrir que había un triple amor. Mi fraternidad con ella que la desbordaba cuidándola, la de ella conmigo de agradecimiento y el ánimo que me daba para que fuese un exitoso concertista y el amor que nos teníamos Abel y yo. Feli y Abel siempre tuvieron una amistad distante, de cariño familiar, pero sin demasiado entusiasmo. Feli le veía como quien era y Abel la veía como su ex novia. Entre ellos se había cortado el plus de la vida, quedaba el respeto mutuo y la amistad, pero yo me había convertido en el puente entre los dos.

Un día, a las cuatro de la mañana, me llamó Feli y pensé lo peor, porque llamaba insistentemente. Al despertar y sentir tal vehemencia en el timbre, acudí tal como estaba, desnudo, a auxiliarla, y me dijo que llamaban a la puerta. Fui, abrí la puerta y me encontré a dos hombres vestidos con uniforme policial. Me disculpé por cómo iba y los hice pasar, me metí a mi habitación y me vestí rápido para atenderles. Lo que me contaron fue aterrador.

Al parecer alguien del pueblo se volvió loco o no sabían lo que había pasado, que prendió fuego en la iglesia, tras abatir una de las puertas de acceso. Abel se levantó de la cama, accedió a la iglesia, lo vio y lo llamó para apagar el fuego, ni corto ni perezoso el sujeto le disparó varios tiros con un arma y dos de las balas encajaron, una en un hombro y otra en el muslo atravesando el fémur que al parecer quedó quebrado y lo dejó como medio muerto. El incendio fue extendiéndose y despertaron muchos hombres que entraron en el templo y descubrieron a Abel tirado en el suelo en muy mal estado y apretando la zona de dolor del muslo. Llamaron a la ambulancia y lo han llevado al hospital politécnico de la ciudad. La policía había podido hablar muy poco con él en donde sacaron unas raras características del culpable y les indicaba que me avisaran urgentemente.

Me vestí algo mejor, avisé a Feli que no se moviera que yo vendría, le conté lo mínimo y me fui con los policías a ver el estado de Abel. Le habían intervenido y tenía su brazo en cabestrillo por rotura de clavícula y la pierna enyesada. No se podía mover, pero me indicó la chaqueta del pijama que tenía en el armario ensangrentada y que sacara lo que había envuelto.

Lo desenvolví y había una copa dorada y dentro de la copa que me mandó abrir muchas hostias. Me dijo:

— Ahora mismo vas al obispado y entregas esto de mi parte al obispo, es el que manda, no expliques nada, avisa donde estoy.

Eran ya las 9 de la mañana, me había esperado dos horas hasta que despertara y fue en lo primero que pensó y enseguida sentí que era algo importante. Me fui de inmediato en un taxi. Llegue al obispado. Nunca había estado allí. Se asustaron de ver el envoltorio ensangrentado y dije que quería ver al que mandaba. Vinieron varios curas con su sotana y otros sin ella, a todos preguntaba quien mandaba allí. Por fin salió un personaje que llevaba una cruz en el pecho y me dijo:

— ¿Qué pasa?

— Me manda Abel, don Abel Fernández, para que le dé esto y le diga que está en el hospital clínico.

Allí mismo, con cierto temor desenvolvió el contenido, vio la copa y la abrió y se puso de rodillas. Todos se arrodillaron, a mí me dio una especie de mareo, me caí y perdí el conocimiento. Al despertar estaba sentado junto a una mesa. El señor se me presentó como el obispo y recordé todo, era el que manda. No me preguntó nada. Había un médico a mi lado, me dieron azúcar y el obispo me invitó a comer algo en una especie de apartamento o vivienda. Con tanta tensión y hambre no podía ni comer. El obispo, que al parecer ya sabía más que yo de lo que había pasado, me preguntó cómo es que yo había traído la copa y no la policía. No supe contestarle mas que lo siguiente:

— Sabía Abel con certeza que yo la traería aquí sin que faltara nada; la policía me despertó, fui al hospital y lo que quería era darme esa copa y que no lo tocara nadie ni yo tocara lo de dentro, él sabe que todo lo que me pueda pedir en la vida lo cumpliré con exactitud. Eso hizo él, fiarse como siempre de mí, y eso hice yo, cumplir sus deseos a rajatabla.

Luego el obispo llenó de elogios a Abel, que allí donde iba lo querían, que era muy responsable, etc., etc. Para mi satisfacción era suficiente. No añadí más ni dije más, es un mundo que desconozco.

Vino una persona con una camisa limpia para que me cambiara, lo hice delante del obispo sin recato, la otra estaba ensangrentada y bajamos una escalera. Había mucha gente, cuando llegamos todos callaron, pero veía en sus ojos cierta admiración por mí que yo no entendía. A la puerta había un coche con un cura joven que me hizo subir y me llevó al hospital. Vi a Abel mejor, más repuesto, y me acordé de Feli. Me disculpé de Abel y me fui a casa.

Había ido Antonia y estaba Feli sentada en su silla, preocupada, esperando que yo fuera. Me senté a su lado y le conté todo lo que sabía y lo que había hecho.

— ¿Te dio la copa y la llevaste al obispo?

— Sí, ¿qué pasa?

— ¿Sabes lo que hay dentro?

— Sí, hostias.

— ¿Sabes que son?

— Eso que coméis cuando comulgáis que significa Jesús.

— No; para nosotros es Jesucristo, Dios mismo.

— ¡Anda ya…!

Ella insistió en que lo creyera, pero es muy duro de creer que una cosa como un papel sea Dios. Aunque ella me dijo que no era papel sino pan ácimo porque está hecho de harina sin azúcar, ni levadura, solo harina y agua y que lo consagran y es Jesucristo. Con sus explicaciones entendí que el obispo y todos los de allí se arrodillaran, pero no comprendí cómo eso puede ser. Pero sí capté que era muy importante y que Abel arriesgó la vida para salvar esa copa y su contenido del incendio. Creció mi amor por Abel, al reconocer su valentía y su convicción y llamarme a mí para asegurarse de que aquello iba a llegar completo a su destino.

Cuatro veces estuvo Abel en quirófano en manos de los médicos para salvarle la pierna. Le pusieron un clavo para sujetarla debido a la rotura en varios trozos del hueso. Aseguraron que se recuperaría. Fuimos al pueblo para recoger sus cosas y nos lo llevamos a casa después de un mes que salió del hospital. El otro cura que había en el pueblo fue destinado a otro lugar y allí iban los domingos a decir una misa en una ermita desde otro pueblo vecino por un tiempo indefinido. Me explicó Abel que esa situación duraría varios años. Noté cómo lo sentía cuando me lo explicaba.

Lo tuvimos tres meses metido en casa y muy aburrido, vinieron a visitarlo sus hermanos y varios curas. Yo ya sabía por Feli que sus padres habían muerto ya hacía algunos años. Ninguno de los hermanos habló de llevárselo, con lo que no me produjeron ninguna pena de separación. Tenía en mi casa mis dos amores, mi hermana y el más que mi novio, ¿qué más podía desear?

Cuando el médico le quitó el último vendaje y le hizo caminar normal nos fuimos los tres de viaje a Agios Prokopios, en Naxos, con el fin de relajarnos, sobre todo por Abel, pues los tres habíamos vivido un largo periodo de tensión. Desde Agios Prokopios visitamos Atenas y algunas islas griegas. Excepto los días de visita por las islas que hacíamos en barco, lo pasábamos descansando y tomando el sol en la playa nudista al norte de la larga playa de Agios Prokopios, otras veces íbamos al frente del aeropuerto, la llaman Laguna Beach y esta es en gran parte una playa naturista. Está al lado del lago Aliki de Naxos.

Al salir de casa vestía a Feli con un bañador y un gran pareo. La ponía en la silla con un bolso colgando donde había otros pareos y las cosas de Feli. La subíamos entre los dos al coche alquilado, y doblábamos la silla. Íbamos en el coche al lugar más cercano de nuestras playas, para poner a Feli en su silla y luego llevarla al borde del mar que no era cosa fácil, pero lo conseguimos siempre.

Allí nos desnudábamos y al “agua patos”. Yo me fijaba en Abel y vi que nadaba bien, moviendo perfectamente las piernas. El primer día que vi esto decidí que ya estábamos listos para hacer el amor sin tanta precaución como hasta entonces.

Algunos días tomábamos a Feli entre los dos y la metíamos un rato en el mar. Era una gozada cuidar de Feli, siempre agradecida y sonriendo como si no pasara nada. Pero lo que más le divertía era vernos nadar, jugar, correr, incluso le gustaba —eso nos dijo— vernos besarnos sobre la arena o dentro en el agua. El día que lo dijo ya no lo hacíamos por casualidad sino queriendo que nos vea para hacerla feliz.

Los domingos acudíamos a una iglesia de la ciudad y ese día no íbamos a la playa, para pasear y comer en la ciudad.

Cuando regresamos, ya repuesto Abel del todo, le dieron un nombramiento en la ciudad. Pero ya no se salió de nuestra compañía. Compramos una vivienda más céntrica y pusimos en venta la vivienda de Feli. Fue cuando ya dejé de estar cerca de mis padres y ya no sufrí más impertinencias en el ascensor o entrada de la casa. Abel vivió permanentemente con nosotros y solo lo dejábamos aislado cuando yo tenía conciertos, lo que cada vez era más frecuente.

Cuando regresaba de mis conciertos, Abel no lo resistía más y yo tampoco, ya que con frecuencia eran tres días sin vernos. Entonces hacíamos el amor. Abel recuperó toda su fogosidad y yo estaba más animado por lo bien que iban nuestras cosas.

También comencé a dar clases de solfeo y violín en el Conservatorio. Los ingresos ya eran sustanciales y la vida comenzó a ser algo más holgada.

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