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Noche de pasión en Lisboa (XIII): Io Saturnalia
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Tiempo de lectura: 6 minutos

Primer día después de las Saturnales de un año próximo al MMDCCLXVIII a.U.c. (ab Urbe conditas) – 24 de diciembre de un año próximo al 2.015 a.D. – Primera Navidad de casados en la quinta.

Hace días, mientras estudiábamos los preparativos para la celebración de la Navidad, comenté en la mesa el hecho de que las actuales celebraciones derivaban de una serie de celebraciones ancestrales, que poco o nada tenían que ver realmente con el nacimiento de Nuestro Señor. Esto, dicho así y cerca del santuario de Fátima, casi me costó la fulgurante excomunión por parte de Marta y Paulinha, Amália comprendió lo que yo estaba diciendo (aquí sí que jugaba en mi equipo) y me vi obligado a relatar cómo es que diversos mitos habían llegado hasta nuestros días y cómo se habían ido incorporando a nuestras tradiciones.

Al referirme a las saturnales, y los festejos que se celebraban en la antigua Roma, la que más atención prestaba al relato era Paulinha. Sobre todo a la parte en la que los papeles se invertían, y los esclavos se vestían con la ropa de sus amos y viceversa, siendo además aquellos, servidos a la mesa por sus señores, en un intercambio de roles.

No bien terminé de relatarlo, cuando Paulinha nos hizo saber que ese año celebraríamos las saturnales en la quinta, al más puro estilo romano. La salvedad era que lo haríamos en la comida del día veinticuatro, ya que a la cena de Nochebuena ella no asistiría, al celebrarla con su familia.

Miré hacia Amália, y ésta, cerrando los ojos y encogiéndose de hombros me transmitió el mensaje: “es Paulinha, ¿qué esperabas después de contarle todo eso?”. Así que esto fue el motivo de por qué, esta mañana, estemos como estamos.

Amália está en la cocina preparando la comida, vestida con ropa de trabajo. Yo estoy montando el Belén (Presépio como se conoce en Portugal) vestido con mis peores galas, y Marta y Paulinha están adornando el árbol de Navidad, ambas vestidas con ropa de Amália. En un remedo bastante realista de lo que harían los esclavos originales, se han colgado todas las joyas de mi esposa que han encontrado. Incluso Paulinha lleva en la muñeca mi cronógrafo. Marta casi es capaz de rellenar el pecho del vestido que lleva, pero mi nieta ha tenido que meterse calcetines en el sostén (que intuyo que también es de mi mujer), para poder dar un mínimo de forma al vestido que ha escogido.

Como reina de las saturnales, aunque no ha sacado el haba, ni falta que le hace, que para eso es Paulinha, su primera medida de gobierno ha sido ordenar que vayamos todos tocados con un gorro de Papa Noel.

Amália me entregó a primera hora de la mañana unas cajas de cartón, en las que, protegidas por plástico de burbujas, están las figuras del presépio, así como el portal que completa la escena. Conforme las he ido desembalando, me he sentido maravillado por el grupo escultórico que he ido descubriendo. Las figuras, de una talla exquisita, no son de arcilla, son de madera estucada y pintada. No sabría aquilatar su valor, ni su origen cierto, pero calculo que deben ser de principio o mediados del siglo XIX, y su factura es comparable a la de las imágenes que he visto en pasos de Semana Santa, aunque lógicamente mucho más pequeñas. El Portal es un edificio en el que el Hijo de Dios jamás habría nacido, ya que quiso nacer como pobre. Representa un trozo de un castillo o palacio con los sillares de piedra escuadrados y sostienen el tejado del pesebre dos columnas gemelas de orden corintio, realizadas en malaquita, cuyo lujo es incompatible ya no con el concepto de pobreza de El Salvador, si no que es imposible que fuesen erigidas para sujetar el techo de una cuadra. Semejante conjunto debería estar permanentemente montado y expuesto, protegido por una urna de cristal. Lo comentaré con Amália, es un pecado o por lo menos delito grave, el tener semejante obra de arte embalada.

Mientras estoy manipulando las piezas, oigo a mis espaldas el teclear suave de unas uñas sobre el piso. Al girarme me encuentro a Bolacha, sentado mirando hacia mí con cara de humillación, mientras emite un gañido. Sobre la cabeza lleva atados unos cuernos de trapo, en lo que supongo que representa uno de los renos de Santa Claus. Debe ser producto de la magia de la Navidad, porque inmediatamente en mi cabeza escucho con toda claridad la voz del perro, recitando en perfecto español los primeros versos del primer soliloquio de Segismundo en “La vida es sueño”:

– Apurar, cielos, pretendo,

– ya que me tratáis así,

– que delito cometí

– contra vosotros, naciendo.

Llevado por la situación, y aún no se bien el por qué, entablo una conversación con el perro:

– No te quejes, mírame a mí. Soy el patrón y me ha obligado a ponerme este ridículo gorro. Y tú te has salvado de tener que llevar un collar con brillantes. Además, da gracias a Dios de que Paulinha te recogiese del contenedor de basura donde te tiraron cuando eras un cachorro. Créeme, mejor dueña no ibas a encontrar y para ser un perro, tienes una vida envidiable.

Sin contestarme, el can se levanta, y con el rabo entre las piernas y la cabeza gacha en actitud humillada, se va hacia la cocina. Supongo que va a quejarse a Amália, pero no creo que se libre de los cuernos de trapo, de momento.

Por supuesto en la quinta no hay un triclinio, así que Marta y Paulinha, en un alarde de imaginación han convertido el Chesterfield de cuatro plazas y la mesa cafetera en un improvisado refectorio de la antigua Roma y pretenden comer tumbadas en él al más puro estilo patricio.

En un latín macarrónico, llevan todo el día refiriéndose a mí como “Alfredus”, ignorando que mi nombre es de origen germánico, pero con los nombres femeninos el cochino les ha salido mal capado y no han sido capaces de latinizarlos.

Mientras les sirvo la comida, Paulinha, como reina de las Saturnales, me exige que me dirija a ella con el apelativo de “Domina”, tratándome con una displicencia tal, que hay momentos en que tengo que meterme las manos en los bolsillos para no soltarle una colleja. Estoy seguro que desde que empezó a maquinar todo esto se ha visto completas las películas: Ben Hur, Espartaco, Quo Vadis, y que se yo cuantas más ambientadas en el Imperio Romano. Cada vez más me recuerda a Peter Ustinov en el papel de Nerón. Io Saturnalia.

A media tarde, ya recuperados nuestros roles modernos y una vestimenta más adecuada, Paulinha se despide de nosotros deseándonos que pasemos una feliz Noche Buena. En el coche, le hago entrega de una caja de vino tinto español para que su familia la disfrute a nuestra salud y después de confirmarme que verá a su novio antes de la cena, le envío a éste un estuche de tres botellas con el mismo motivo. Ella en ese momento, mirándome con el cariño con que miraría a su abuelo, por primera vez desde que nos conocemos, me posa un beso en una mejilla, repitiéndome el deseo de que pase felices fiestas.

Hoy cenaremos juntos Amália, Marta y yo. Mi cuñada pasará la Navidad con su hija Magnolia, lo que me da un respiro y me tranquiliza, ya que supongo que beberemos más de lo aconsejable, y por lo menos, me veré libre de sus maniobras. Como terminaremos tarde y Marta está sola, han preparado una habitación para que duerma en la quinta, con nosotros.

Mientras ellas dos permanecen en la cocina, haciendo los preparativos para la cena, yo entro en el dormitorio de Marta para preparar la sorpresa con la que quiero hacerle nuestro regalo de Navidad.

Desde que supe que Marta compartiría la cena con nosotros, ya que su marido no vendría hasta el segundo turno de permisos, que incluye las fiestas de Año Nuevo, he maniobrado en secreto con mis contactos en la quinta para averiguar la compañía en la que trabaja y el nombre del barco. Al ser un barco factoría dispone de todas las comodidades que se pueden tener a bordo. Una de ellas es una conexión a internet. Con el permiso de la compañía, me he puesto en contacto telefónico con el capitán del buque, y le han preparado un camarote individual al esposo de Marta con un ordenador portátil y lo han dejado listo para tener una video conferencia. Yo estoy en la habitación preparando el portátil de Amália para establecer la conexión y permitir que tengan un vis a vis en el día de hoy, en la intimidad. A las seis de la tarde, hora portuguesa, establecemos la conexión y mientras en el barco buscan al marido, yo bajo a buscar a Marta. Cuando la llevo al dormitorio, en compañía de mi esposa, y ve en la pantalla el rostro de su esposo, se le anegan los ojos en lágrimas y solo puede cogernos una mano a cada uno y darnos un apretón agradecido. Le comunico que disponen hasta de dos horas para estar juntos, ya que su marido tiene que atender luego a sus obligaciones en el barco, y la dejamos sola, con el recado de que si tiene algún problema en la conexión, me avise y trataremos de solucionarlo lo más rápidamente posible. Después de exprimir hasta el último segundo de la conexión, Marta se reúne con nosotros en la cocina. Viene con el rostro encendido y los ojos enrojecidos. Intuyo que no se han limitado a hablar, pero eso no es de mi incumbencia. Marta besa a Amália en las dos mejillas y asombrosamente, delante de mi esposa, poniéndome una mano en la mejilla, me besa en los labios, mientras me dice:

– No se confunda. Ya sabe… y muchísimas gracias a los dos.

– Ya sé, Marta. Ya sé. Y no tiene por qué darlas.

Para beber durante la cena, he preparado algo que hacía muchísimos años que no realizaba. En una olla grande, he metido dos litros de vino, endulzándolo con miel, y con unas varas de canela, lo he puesto a calentar. Les he explicado que era algo que hacían mi abuelo y mi padre en las cenas de estas fiestas, desde la Nochebuena hasta la de Reyes.

Ya en la mesa, con la cena dispuesta, les sirvo una copa a cada una de este brebaje caliente, y antes de que pueda advertirlas, ambas se meten entre pecho y espalda el contenido, sin respirar, diciendo al unísono: “que bueno está esto”. Les aviso que esa bebida es peligrosa y tengo para mí que no me hacen demasiado caso. Que sea lo que Dios quiera.

Mientras cenamos, me han ido comentando las costumbres portuguesas y las particulares de la quinta en esta celebración, y yo les he ido comentando cómo recuerdo yo las celebraciones en España. El nivel del vino caliente baja peligrosamente, y yo no he sido. Yo sé las consecuencias que trae y me he ido reservando. Al terminar, voy a por la cafetera y al volver, me encuentro que las dos mujeres se han cambiado de lugar y se han sentado en el Chesterfield, dejándome un sitio entre las dos.

Sirvo el café y me siento entre ellas. Al terminar de tomarlo, Amália me empuja hacia el respaldo y pasando mi brazo por detrás de su espalda, apoya su cabeza en mi hombro al tiempo que lleva mi mano a su cintura. Marta, me pide permiso y repite la acción del otro lado. Ambas, con lengua de trapo a causa de la estocada que llevan, me piden que les cuente más cosas de España. No han pasado ni diez minutos, y me doy cuenta que estoy hablando solo. Las dos se han quedado dormidas sobre mi pecho. Al sentirme sólo, empiezo a pensar cómo llevar a Marta a su dormitorio. Esta noche va a tener que dormir vestida. La descalzaré y la meteré en la cama, pero no me atrevo a desnudarla. Luego me llevaré a Amália a nuestra habitación y a ella sí que la desnudaré.

Lo siguiente es despertarme anquilosado por la postura, las dos mujeres continúan durmiendo en la misma posición en la que se habían quedado. Por la ventana comienza a clarear el día.

Paz en la Tierra a los hombres de buena voluntad. Feliz Navidad a todos.

CONTINUARA… Agradezco sus comentarios, tanto a favor, como en contra. Son todos bien recibidos.

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