Ya lo sé. Soy una mujer mayor. Pero aun así terminé eligiendo esa blusa ajustada, lentes oscuros y una falda bastante corta para encontrarme con ese chico.
Trabajo como maestra. Desde hace tiempo, al terminar cada clase, estuve descubriendo unos mensajes anónimos en que se me calificaba como “la mejor maestra” colocados debajo de mis carpetas. Al principio me hacían gracias, pero el tono de los mensajes fue cambiando. Ahora se me llamaba “la más dulce y hermosa”. Tras la sorpresa, admití haberme sentido bastante halagada. No porque no esté consciente de mi buen aspecto, sino porque es algo que solo he escuchado de mi esposo en mucho tiempo.
Llegó un momento en que decidí averiguar de una buena vez quien era el autor de esos anónimos. Tras varias llegadas sin avisar al aula, logré ver al responsable: era Eddie, un joven guapo de dieciocho años, piel oscura y actitud alegre, el que dejaba las notas bajo mis carpetas.
¿Por qué Eddie? Nunca ha sido muy notorio en clase. Siempre se le ve respondiendo bien las preguntas y platicando en voz baja con sus amigos en el recreo. No parece del tipo que se ponga a adular a alguna mujer, en especial a alguien mayor que él.
Sin embargo, un día al terminar la clase, esperó a que me quedara sola para invitarme a salir.
—No olvides que soy una mujer casada —tuve que aclarar.
—Es tan solo una salida para conocerla mejor. Le prometo que se va a divertir —respondió sin perder la calma. Así que acepté.
Lo que no comprendo es por qué elegí vestirme así, de una forma que destacara mi exuberante figura. Era solo un muchacho, y yo alguien con marido. Lo que debo reconocer es que todo el tiempo estuve pensando en su mirada, y en su voz tranquila.
Nos encontramos en un centro comercial. Vestía informal, pero con buen gusto. Al verme, no pudo disimular su admiración. Me llevó a un café y ahí me preguntó muchas cosas. Lo que me gustaba, lo que hacía en mí tiempo libre y lo que pensaba del mundo y la vida. Su interés era genuino, pues no dejaba de poner atención, a menos que lo ajustado de mi blusa le distrajera. Él demostró ser muy maduro en la conversación, haciéndome reír con muchas ocurrencias.
La salida fue tan bonita que terminamos intercambiando números de teléfono. Los siguientes días nos mandamos mensajes esporádicos, como sus saludos de buenos días y buenas noches, y unas selfies mías tras haberme maquillado en las mañanas.
Pero llegó el temido momento en que yo cedí.
“Puedes visitarme mañana a las cuatro. Estaré sola”, escribí.
“Genial. Ahí estaré”, respondió unos minutos después.
La emoción de sus mensajes había reemplazado al tiempo de calidad con mi esposo como lo mejor del día. Por eso terminé rindiéndome a la posibilidad de que pasara algo con ese chico.
Tal como le pedí se presentó puntual, con la misma gracia al vestir de la otra vez. Yo por mi parte vestía unos shorts blancos y una blusa holgada.
Le dejé entrar y cerré bien la puerta.
La plática fue breve. Tras un torpe intercambio de palabras, terminé acercando mi rostro al suyo innecesariamente, y ello derivó en un suave beso por parte de ambas bocas. Sus manos empezaron a acariciar mis sonrosados muslos, y yo hice lo mismo con su rostro moreno oscuro.
Tras varios minutos de la faena, tumbados en el sofá de la sala, preguntó:
—¿Entonces, mami? ¿Vamos a hacerlo?
—Así es —respondí, al descubrir el lado sucio de su actitud, y el cual empezaba a gustarme.
Lo tomé del brazo y lo guíe hasta mi habitación. Apenas acabábamos de entrar cuando me puso contra la pared y continuó besándome y acariciándome. La sensación de sus manos recorriendo mis pechos y mi trasero fue terriblemente excitante, y el sonido de su respiración no hacía más que disparar mi pasión hasta el cielo.
Empezó a desabotonar mi blusa, para dejar al descubierto mi busto en un sostén negro. Eso le hizo detenerse.
—Siempre soñé con acariciar su cuerpo. Me ha encantado desde que la vi. —confesó con algo de timidez.
—Hoy podrás hacerlo todas las veces que quieras —respondí, y a continuación dejé caer mis shorts. Quedé luciendo mi conjunto de ropa interior negra, uno muy fino que había conseguido hace poco… Pero que estaba estrenando para Eddie. Me alejé un poco y le modelé como lo haría una profesional. Casi le imaginé babeando ante el espectáculo.
La sesión de besos continuó, pero ahora el manoseo era más intenso. Empecé a desvestirle: ya era tiempo de admirarle a él sin ropa. Lo dejé en calzoncillos, y aproveché para sacar su miembro. Mucho más grande de lo que esperaba. Me agaché y procedí a darle la mamada de su vida. Le oí respirar ruidosamente, como conteniendo un placer arrebatador. Un agradable aroma de semen juvenil inundó mi habitación.
—Guarda un poco. Vamos a necesitarlo —le aconsejé.
—Genial —comentó el lindo Eddie.
Lo puse en la cama y lo dejé desnudo por completo. A continuación, le di el espectáculo de su vida al quitarme la poca ropa que usaba. Me senté sobre su pene, despacio, para que mi enorme cuerpo no le dañara. Noté como la sensación le dibujaba una enorme sonrisa de placer al chico. Procedí entonces a subir y bajar: primero con lentitud, luego a una velocidad frenética, dejando que él me estrujara los pechos con sus manos. Si nunca había probado a una mujer de verdad, en ese momento le di un banquete de reyes.
Luego me tocó acostarme boca arriba para que él se encargara de atacar mi clítoris. Toda la energía del chico se enfocó en hacerme gemir y pedir más, y vaya que lo logró.
Se vino dentro de mí. Fue delicioso.
Ratos después, ambos yacíamos desnudos y viéndonos a los ojos en silencio. No había nada que decir. Todo lo habíamos transmitido con nuestros cuerpos.
Al llegar mi esposo, Eddie ya estaba lejos. Y seguramente como yo, ya estaba preparando la segunda cita.