Lentamente, pero con energía, voy agitando la cazuela de barro. La salsa ha de quedar emulsionada pero sin burbujas, demostrando que no se ha utilizado el artificio 'del colador' y con la consistencia de una mayonesa suave. El bacalao ha de quedar separado en lascas, pero sin deshacerse la tajada. A mi lado, repitiendo mis gestos, un cocinero me ayuda a preparar las sesenta raciones de degustación que he de presentar. Frente a mí, ayudada por otro cocinero, Marta prepara otras tantas raciones de degustación. Las mías son de Bacalao al pilpil, las suyas de Bacalhau com natas. Es un duelo a muerte entre ambos y las apuestas han sido muy altas. Cincuenta personas van a juzgar cuál de las dos es la mejor receta para la preparación de bacalao.
Todo comenzó hace un par de semanas, durante la cena. Marta había preparado Bacalhau à Narcisa, una de las mejores recetas portuguesas de bacalao. Ante los elogios por la cena, Marta se fue creciendo con la ayuda de las otras tres mujeres, y empezaron a presumir de que en Portugal podrían poner a la mesa una receta diferente cada día, sin repetirse, durante más de un año, y que no había ningún país que pudiese competir en bondad contra ellos. Ahí se me calentó a mí la boca y aseguré que la mejor receta del mundo, sin asomo de dudas, es la del bacalao al pilpil. Salieron a relucir las pistolas y me vi yo solo frente a las cuatro fieras que compartían mesa conmigo. Entonces Amália dijo que era hablar por hablar ya que no había forma de dilucidar cuál era la mejor preparación, a lo que Ana María contestó que se podría hacer un concurso y dar por bueno, al menos a nivel de la quinta, el resultado del mismo.
Para que el fallo fuese lo más justo posible invitaríamos a todo el personal de la quinta a una cena de confraternidad, aprovechando que se acercaba el final del año. Antes de la cena se procedería a la degustación de ambas recetas y un jurado votaría cual era la mejor a su criterio. Marta y yo estuvimos de acuerdo en batirnos en duelo y ante la bravuconada de que yo no tenía ninguna oportunidad, saltándome mis reglas (nunca apuesto) le di a Marta la ventaja de escoger su receta y propuse que nos apostásemos algo.
Las cuatro arpías que tengo en casa se confabularon y me propusieron que si yo perdía, tenía que invitarlas a cenar en el restaurante de Lisboa que ellas escogiesen, sin atenerse a presupuesto. No hablaron en ningún momento de que yo ganase. Por lo que pregunté:
—¿Y si gano yo?
—Escoge el premio –me dijo Amália con suficiencia, al tiempo que las otras tres asentían.
En ese momento, ya con la caldera a punto de explotar, subí la apuesta a lo más duro que se me ocurrió, en la creencia de que se echarían atrás.
—Si yo gano, tenéis que cenar las cuatro conmigo, aquí en casa, completamente desnudas, y yo puedo ver y tocar todo lo que me apetezca.
Al oír mi propuesta plegaron velas un tanto. Yo aproveché y cargué las tintas para que acabaran de achantarse:
—Y además, para que el jurado no se vea influido por la apuesta, los términos de la misma no pueden salir de aquí –dije, dirigiéndome en particular a Marta.
Para mi sorpresa, no bien acabé de decir lo anterior, Marta poniéndose en pie, me ofreció la mano extendida y me contestó:
—Por mi parte, acepto la apuesta.
Aceptación que fue seguida por el inmediato asentimiento de las otras tres mujeres. En ese momento debería haberme dado cuenta de que en algo me había equivocado, pero ni se me ocurrió que me fuesen a correr la mano. Contra mujeres no se puede apostar. El caso es que después de dos semanas de preparativos, ahora estamos batiéndonos a cara de perro, y ninguno de los dos estamos dispuestos a dar el brazo a torcer.
Al escoger el jurado, han incluido mujeres y hombres a partes iguales, y como presidente del jurado, con voto de calidad, ha sido nombrada la mujer que por mayoría han considerado la mejor cocinera de las que aquí se encuentran. En el caso de producirse un empate, ella lo deshará con su voto. Por la paridad del jurado ha quedado conformado por cincuenta personas, veinticinco de cada sexo.
Servimos las sesenta raciones para que todo el mundo las pruebe, y los componentes del jurado, después de la degustación, proceden a depositar en una caja que hemos preparado, a fin de mantener el secreto de voto, el papel con el nombre de la receta que consideran mejor.
Por el apretado tanteo de cuarenta y ocho a dos, el bacalao al pilpil es nombrado la segunda mejor receta del mundo.
No lo entiendo. Mientras estaban probando, se me ha acercado mucha gente diciéndome que “el bacalao con nata español” estaba espectacular. Tengo la certeza de que uno de los votos a mi favor es el de Amália. Ya que yo he votado la receta de Marta, el otro voto no tengo ni idea de quién puede ser, espero que sea de Ana María. Al menos me quedaría el consuelo de tener de mi parte a la familia.
Mi mujer, viendo la cara de tonto que se me ha quedado, se me acerca y me da un beso en la mejilla, al tiempo que sin decir palabra, con una mano me palmea por dos veces el pecho y me deja solo, rumiando la derrota.
Enciendo un cigarrillo y me aparto pensado en lo que ha ocurrido y en ese momento se me acerca Marta, que me pide fuego, sentándose aparte conmigo para charlar.
—No se amargue, Dom Alfredo. No tenía ninguna oportunidad de ganar. Yo podría haber cocinado pollo y usted perdería igual. Estaba en juego nuestra honra.
—Marta, los términos de la apuesta especificaban claramente que el jurado no podía saber nada.
—Dom Alfredo, no ha entendido usted nada. Al silenciar los términos usted mismo ha cavado su propia tumba. Ha convertido el duelo entre usted y yo en un duelo España – Portugal. Ningún portugués va a votar una receta de bacalao como mejor que la nuestra. Si se hubiesen sabido los términos de la apuesta, solamente por reírse a nuestra costa, el tanteo hubiese sido más parejo. E incluso puede que ganase usted. La honra que estaba en juego no era la de las cuatro mujeres, si no la de Portugal. Por cierto, muchas gracias por su voto. Sabía que usted no se auto-votaría. Yo también voté su receta. Como portuguesa no puedo decírselo, pero como cocinera he de admitir que la receta española es un espectáculo. Espero que me enseñe a prepararla.
—Pues claro que sí, Marta. Será un placer. Ahora ya sé de quién son los dos votos, ya que el otro, indudablemente, es el de tía Amália.
—Ay patrón, patrón… que fácil es entramparlo. ¿Sabe por qué sé que usted no se votó a sí mismo? Porque yo sé de quién es el otro voto.
—¿No es el de mi esposa?
—El otro voto es el de su nietecita –Rayos, tengo al enemigo en casa. He de tramar alguna venganza, pero hasta en eso Amália es mucho mejor que yo.
Me da envidia el sentimiento de país que tienen los portugueses. Aunque la verdad es que históricamente nosotros, cuando ha venido una amenaza exterior, también hemos dejado de acuchillarnos mutuamente y nos hemos unido para darle en el morro al extranjero.
En fin, no me queda más que asumir la derrota, aunque la justa no haya sido muy limpia, y prepararme para llevar a cenar a las cuatro mujeres que conforman mi familia. Veremos que restaurante escogen y qué me depara el destino.
Ha pasado una semana desde el duelo y nos dirigimos en mi coche hacia el restaurante. Amália va a mi lado, en el asiento del acompañante, indicándome el trayecto, ya que ella conoce mucho mejor que yo Lisboa. Detrás van las otras tres mujeres. Todas van como gallinas, alborotadas e inquietas por la excitación de haberme ganado la cena.
Esta tarde las he acompañado de compras y a la peluquería. Han querido ponerse guapas (cómo si no lo fuesen suficientemente), para adornarme a la mesa (son palabras de Amália, no mías, que conste). Al dejarlas en la peluquería, he preguntado qué servicios habían contratado, y para demostrar señorío en la derrota, me he hecho cargo de la cuenta de las cuatro mujeres. La tarjeta de crédito, al introducirla en la maquinita de cobro era de color azul. Salió del color rojo que incorporan las banderas de España y Portugal. Menudo clavo fino.
Después de la sesión de peluquería, las dejé en unos grandes almacenes españoles y me disculparon de esperarlas, ya que necesitaban tiempo para comprar vestidos, sobre todo para Marta y Paulinha. Por lo tanto, las dejé solas y tras pasear por Lisboa un rato, me fui a casa a esperarlas.
Cuando estuvieron preparadas para salir di por bueno lo que me había costado la sesión de estética.
Mi mujer llevaba la misma ropa que se puso en nuestra primera cena. Incluso iba peinada con el mismo moño italiano. Ana María llevaba un traje negro con pantalón de pernera ancha y la cintura alta, casi debajo del pecho. La levita hasta la altura de la rodilla, y sin solapas, cerraba a hueso por delante, asegurando el cierre un único alamar a la altura de la cintura del pantalón. Completaba el conjunto una blusa transparente de color gris con pequeños lunares blancos. Su corte de pelo asimétrico era una escultura en sí mismo, por lo que no necesitó de peinados especiales. Marta estaba irreconocible: Llevaba un vestido negro, liso y entallado, de manga tres cuartos con abertura en las bocamangas, con escote barco desde hombro a hombro y largo hasta la rodilla. Le habían recogido la melena por los lados de la cara, cayendo por detrás en una cascada de rizos. Todas llevaban zapatos de tacón de aguja y en la mano bolsos planos tipo cartera.
Paulinha merece una descripción aparte. Cuando la vi, mi primer impulso fue ir corriendo al salón de estética y que me devolviesen a mi nieta, o que me dijesen en donde la tenían secuestrada contra su voluntad. No había rastro de la muchacha fresca e inquieta que yo conocía. Ante mí se encontraba una mujer elegante, sofisticada y segura de sí misma, que no tenía nada que ver con la Paulinha a la que yo estaba acostumbrado. El hábito no hace al monje, pero en este caso parece que el vestuario ha ejercido un influjo importante sobre la manera de moverse y comportarse la muchacha.
En la peluquería le han trenzado su corta melena en una trenza de raíz, partiendo desde la nuca hasta la frente, escondiéndole el pelo conforme fueron trenzando. El resultado es una cabeza totalmente despejada rematada al medio con una espiga de cabello. El maquillaje que le han aplicado prácticamente no se nota. La sombra de ojos y el lápiz de labios solamente son un poco más oscuros que su tono natural. Su apariencia es la de una mujer unos años mayor que los que en realidad tiene, pero no queda en absoluto desmerecida. Al contrario.
Sin la menor duda, el vestido se lo han escogido las otras mujeres, o al menos han tenido mucho que ver en la elección. Es un vestido vaporoso, de organza satinada, color verde pastel, con la falda un par de dedos por encima de las rodillas. El busto, sin mangas, cubre el frente completamente, sin escote, cerrándose en torno a su garganta con un cuello de caja y dejando completamente desnuda la espalda. Su joven pecho indudablemente queda sujeto y protegido por algún artificio adhesivo e invisible, ya que el corte de la prenda no le permite el uso de sostén. Amália le ha prestado como complemento el chal de lana de alpaca color marfil que le regalé por su cumpleaños. Calza unos zapatos de tacón de aguja, de charol color blanco, y que su juventud le permite que sean un par de centímetros más altos que los de sus compañeras. El resultado es que es la más alta de las cuatro mujeres. Completa el conjunto con un bolsito “clucht”, forrado en raso blanco, tan diminuto que, aparte del móvil, posiblemente solamente tenga capacidad para un lápiz de labios. En la muñeca derecha lleva una esclava de oro con su nombre grabado, de la que intuyo que parte de su valor, si no la totalidad, tiene algo que ver con setas y con un “no muy novio” que se ha echado.
Después de dar una vuelta sobre sí misma, sonriendo, que provoca que la falda se acampane y me permita ver un poco más de sus piernas, entregándome su móvil me pide que le saque una fotografía para tener un recuerdo de esta noche. Al terminar de explicarme cómo funciona la cámara en su móvil, le hago tres fotos: Una de cuerpo entero, otra en plano americano y por último un retrato en escorzo. Nada más devolverle el teléfono, comienza a teclear sobre la aplicación de conversaciones. No necesito saber con quién está hablando, pero sé que en unos segundos, una de esas tres fotografías pasará a ser el fondo de pantalla del teléfono de alguien a quien he ofendido de palabra no hace mucho tiempo.
Ya en el restaurante, nos recibe un maître, empaquetado en un traje negro de una estrechez imposible. Al ver las perneras del pantalón y como se le marcan los gemelos, soy incapaz de comprender como ha conseguido pasar los pies a través de ellas. Camisa negra y corbata del mismo color, en ese estilo moderno denominado “all black”, que a falta de otras ventajas, tiene la de que no te rompes la cabeza escogiendo como combinar el color de la ropa. Sobre la cara, una barba, tan recortada que más parece una carrera de hormigas. Hay un momento en el que empiezo a dudar que no se la haya pintado con un bolígrafo, de tan estrecha que es. Para rematar el conjunto, lleva un pequeño rodete de pelo en lo alto de la cabeza, recogiendo la melena en un moño. Sin ver más del local, ya sé qué tipo de cena nos espera. En mi pecho, oigo como la tarjeta con la que he pagado el centro de estética se cachondea a carcajadas de su compañera, la que va a hacerse cargo de la cuenta del restaurante.
Nos conducen a la mesa, y Amália se coloca tras la silla que queda a la derecha de la cabecera, y a continuación se coloca Paulinha. A mi izquierda, se sentarán las otras dos mujeres. Mientras le aparto la silla a mi esposa, y el maître hace lo propio con Ana María, Paulinha espera en pie a que le retire la silla para sentarse. Indudablemente, no solo en el vestuario ha sido hoy aleccionada por las otras mujeres. Durante el tiempo en que le aparto la silla, no puedo dejar de observar las miradas que nos dirigen el resto de los comensales que están en la sala. Los hombres no pueden dejar de admirar la colección de señoras que se sientan a mi mesa. Ni escogidas en un catálogo se encontrarían mejores ejemplares. Las mujeres me miran a mí, y me parece que están calculando el volumen de mi billetera, pues aunque no soy una piltrafa, cuatro mujeres de este calibre no se juntan para acompañar a un hombre de mi edad, así por las buenas.
Ya todos sentados a la mesa, me traen la carta de vinos. Por los precios, todas las botellas deben ser de la misma cosecha con la que Noé se tomó la primera borrachera de la que hay constancia escrita.
Al parecer, al reservar el restaurante, mis mujeres ya han ordenado un menú de degustación. Cuando nos sirven el primer plato, el camarero me lo coloca delante haciéndolo por mi derecha. Empezamos mal. El maître comienza a describirnos los ingredientes y la preparación del plato. Al terminar, entre tanta esferificación, espumas, aires y gelatinas, no recuerdo cual es el presunto ingrediente principal del plato. Durante la cena, las mujeres no dejan de elogiar lo bonitos que están los platos y el sabor delicado de los mismos. Sin embargo hay algo en la cara de Marta que me dice que ella no está totalmente de acuerdo.
Cuando terminamos los postres, solicito que me traigan la cuenta. Al leerla, tengo el convencimiento de que en algún sitio tienen un lector del límite de pago diario de las tarjetas. Una vez hecho efectivo el importe de la cena, no me queda dinero ni para un cortado. Al devolverme la tarjeta, ésta viene saltando y retorciéndose en la bandejita que la traen, como un boquerón recién pescado. Entonces Marta me pregunta si puedo acompañarla a fumar un cigarrillo, a lo que respondo afirmativamente.
En el exterior del restaurante, y mientras fumamos, entablo conversación con ella:
—¿Le ha gustado la cena? Le pregunto.
—Dom Alfredo, invíteme a una “francesinha” (un plato combinado típico portugués), esto no es comida para un cristiano.
—Marta, con lo que tengo en el bolsillo, no me alcanza ni para pagar una “bica” (café solo).
—Entonces, le invito yo, pero con el hambre que llevo, no voy a ser capaz de dormir.
—Me temo que no va a ser posible. A ver a donde nos llevan a terminar la noche.
Volvemos a la mesa, y para mi sorpresa, charlando con las mujeres se encuentran cuatro chicas, una de ellas es Magnolia, la hija de Ana María y sobrina de Amália. Al verme llegar, y al tiempo de darme un beso en la mejilla, me dice:
—Buenas noches, tío Alfredo. – Es la primera vez que le oigo darme el tratamiento.
—Buenas noches, Magnolia. Es un inmenso placer el verte.
—Estoy enfadada con usted, tío. – Al oírla, me preocupo. No sé qué es lo que sabe de la relación que hemos mantenido su madre y yo.
—¿Por qué? ¿Qué he hecho para que te enfades conmigo?
—Usted estuvo en mi boda, y yo no estuve en la suya – íntimamente, respiro aliviado, solo se trata de una broma.
—Sabes que no ha habido ceremonia de ningún tipo. Cuando se celebre, cuenta con la invitación. Por cierto, no veo a tu marido ¿Dónde está?
—Ni idea. Hoy es viernes de chicas y he salido con estas amigas a cenar, permítame presentarle.
Así lo hace, y me va nombrando a cada una de sus acompañantes, al tiempo que a mí me presenta como “mi tío Alfredo, el esposo de mi tía Amália”, tratamiento que me llena de satisfacción.
Terminamos la noche en el “bairro alto” tomando unas copas. Afortunadamente, la previsión de Amália la hizo llevarse consigo su tarjeta de crédito. Lamentablemente, en los locales que estuvimos, y para desgracia de Marta, no hubo manera de tomar algo sólido.
Todas mis mujeres han causado sensación, pero la que realmente ha triunfado ha sido Paulinha. No ha dado abasto a apartar a los hombres, que han acudido a su lado como las polillas acuden a la luz. Tengo miedo de romper la camisa, ya que el orgullo hace que no quepa dentro.
De vuelta en la quinta, hoy sábado, las mujeres han estado todo el día comentando el día de ayer y lo bien que lo han pasado. Un poco harto de la conversación he salido a pasear con Bolacha y he vuelto justo para la hora de la cena.
He entrado por la puerta principal y al oírme en el interior de la casa, Amália, desde la cocina me dice en voz alta que me asee y me siente a la mesa, que ya está puesta, y vamos a cenar inmediatamente. Así lo hago, y al sentarme observo que hay puestos cinco cubiertos. Eso solo puede significar que Paulinha cena hoy con nosotros, algo que no suele hacer los sábados, casi desde que sale con Filipe. Es un poco raro, pero no le doy más importancia.
Entonces entran las cuatro, trayendo la cena. Extrañamente todas vienen vestidas con una bata de casa cerrada hasta el cuello. Depositan la comida sobre la mesa, y como obedeciendo una orden, se despojan de la bata al mismo tiempo, quedando ante mí completamente desnudas. No doy crédito a lo que estoy viendo y aprovechando mi estupefacción, Amália me informa:
—Amor mío, hemos estado hablando entre nosotras, y hemos acordado que el duelo no fue demasiado limpio. Realmente no tenías ninguna oportunidad. Aun así no te quejaste en ningún momento, e incluso pagaste la peluquería de las cuatro, lo que excedía ampliamente tu obligación con la apuesta. Por lo tanto y por unanimidad, hemos decidido darte por ganador de la misma y la estamos pagando. De acuerdo con los términos pactados, y si no nos falla la memoria, puedes ver y tocar todo lo que te apetezca.
Podría parecer el sueño de cualquier hombre. Cuatro bellezas completamente desnudas y a su disposición, pero la verdad es que me encuentro bastante incómodo. A las otras tres ya las he descrito en otras ocasiones, pero la presencia de Paulinha me produce desasosiego. Y no, no voy a describirla. Solo diré que no desmerece en el cuarteto. No quiero que nadie corra peligro de tener síndrome de túnel carpiano o lesión de codo de tenista a la salud de mi nieta. Les pido a Marta y a Paulinha que se cubran y me responden que los términos de la apuesta no se lo permiten, que el pago es así y no hay vuelta atrás. Entonces Ana María, para no perder comba me propone que si me encuentro violento, puedo desnudarme yo también, y ahora soy yo el que se atiene a los términos acordados, negándome a despojarme de la ropa.
Mientras vamos cenando el ambiente se va relajando y nos encontramos todos mucho más a gusto. Y entonces, de repente, se me ocurre como vengarme por no haberme votado la familia.
Levantándome de la mesa, me sitúo detrás de Ana María y alzándole los pechos, se los acaricio al tiempo que le pellizco suavemente los pezones, disfrutando al máximo de lo que estoy haciendo (recuerden que ellas están pagando una apuesta, pero yo me estoy vengando). Mi cuñada disfruta con las caricias, pero al mismo tiempo, todavía está un poco mosqueada, aún recuerda como la traté en Lisboa, en su dormitorio. Amália está pendiente de lo que hago, pero no puede decirme nada, la apuesta es así. Con Marta tengo que tener cuidado, lo que le estoy haciendo a Ana María está causándole efecto también a ella y no quiero dejarla caliente e insatisfecha. Después de todo, ella sí que votó a mi favor y no entra en la venganza. A Paulinha creo que la puede más la curiosidad de lo que yo pueda hacer que el deseo. Cuando vuelvo a mi sitio en la mesa, cualquier caballo envidiaría mi erección. Y yo procuro que Amália se dé perfectamente cuenta de cómo me encuentro. Nada más sentarme, mi mano busca el interior de los muslos de Ana María, y ella al sentirla, abre las piernas como impulsada por un resorte, al tiempo que emite un respingo. Amália ya está empezando a subirse por las paredes. Todas mis atenciones son para su hermana y creo que ella está más caliente de lo que quiere dar a demostrar, pero la dejo que se vaya cociendo lentamente en su propia salsa. Durante un rato, acaricio el sexo de mi cuñada, y cuando empiezo a notar que sus jadeos suben de intensidad interrumpo mis manipulaciones y continúo cenando como si no ocurriera nada. En este momento mi deseo sería tumbar a las cuatro sobre la mesa y terminar en una bacanal, pero no es ese mi objetivo. Al rato vuelvo a meter la mano entre las piernas de mi cuñada sin previo aviso. Ella al sentirme vuelve a abrirlas todo lo que puede, al tiempo que se escurre hacia adelante en la silla para facilitarme la manipulación ya sin disimulos ni pudor de ninguna clase, mientras emite un gemido profundo. Le introduzco dos dedos y después de un tiempo los saco completamente mojados. Los limpio con mi servilleta y me la llevo a la nariz, oliéndola. Amália ya no sabe cómo sentarse. Si las miradas matasen, yo estaría muerto a estas alturas. Mi cuñada ya no es dueña de sus actos, intenta por todos los medios agarrar mi mano y que le continúe el tratamiento, cosa que le impido. La tónica general durante la cena es la misma: Mantengo a Ana María caliente a reventar sin dejarla que termine, procuro que Amália se percate del calentón que llevo a cuestas y no la toco en ningún momento. Trato de que Marta y Paulinha no se calienten demasiado y aguanto así hasta que mi excitación ya es insoportable para mí. O termino, o a partir de aquí ya el juego va a resultarme doloroso físicamente. Por lo tanto, doy por concluida la cena y la apuesta por pagada. Amália está a punto de matarme. Mi cuñada me llama de todo, menos guapo. Paulinha al parecer no se ha excitado con el espectáculo, pero Marta se muerde con disimulo el labio inferior. Me fastidiaría haberla dejado mal. Dejándolas sentadas a la mesa, me voy a la cocina a por la cafetera. Espero que a la vuelta estén con las batas puestas.
En la cocina, a solas, me apoyo sobre la encimera y hago varias profundas inspiraciones para tratar de calmarme. Voy como una moto. Me compongo lo mejor que puedo el bulto que llevo en la entrepierna y cuando voy a tomar la cafetera entra Marta en la cocina. Viene tal y como la dejé en la mesa. No se ha puesto nada encima.
—Dom Alfredo ha dejado mucho por tocar esta noche.
—Lo sé Marta, lo sé. Pero tenía que hacerle pagar a mi familia el no haberme votado. Ustedes sí que me votaron, así que no me pareció justo incluirlas en mi venganza.
—¿Y va a desaprovechar la única ocasión que tendrá de tocar algo más, con permiso?
—Marta, no quiero ponerla en el disparadero. Sé que no tiene con quien cobrarse lo que yo le haga.
—Por eso no se preocupe. Desgraciadamente, estoy acostumbrada a calentar la comida y comérmela yo sola. Ya sabe que mi marido solamente está cuatro veces al año conmigo. Además acuérdese que seis besos en los labios equivalen a un polvete y usted y yo ya lo hemos echado y no me ha tocado nada todavía. Aproveche que tiene permiso y hágalo. Este tren no va a volver a pasar.
—Déjelo correr Marta. Y créame que me siento muy halagado, pero me temo que si la toco, esto puede derivar en algo que ninguno de nosotros desea.
Entonces ella, poniéndome una mano en la mejilla, se puso de puntillas y tras besarme en los labios, me dijo:
—Ya sabe, no se equivoque.
—Ya sé Marta, ya sé. Y perdóneme que no la toque.
—A veces es usted de hielo, patrón.
Para desmentirla, cuando se estaba retirando, puse una mano sobre uno de sus pechos regalándome a mí mismo una caricia. Marta, sonriéndome, me acarició la mano con la que le había tocado el pecho, mientras me decía:
—Si lo hace antes, se hubiese quedado sin el beso. – Y con un guiño, se fue al comedor.
Cuando nos fuimos a dormir, Amália se me tiró encima como una pantera. Estaba desbocada. Prácticamente me arrancó la ropa. Yo iba también a punto de explotar. Desnudos sobre la cama, empezó una felación y para culminar mi venganza, no me contuve. Poco después de comenzar sus maniobras, me vacié en su boca.
Cogí a Amália, y poniendo su espalda contra mi pecho, pasándole un brazo bajo su cuello, le agarré los dos pechos, y dándole las buenas noches, me dispuse a dormir.
—¿Ya está? ¿Me vas a dejar así?
—Cariño, estoy muy cansado. Mañana será otro día.
—Eres un cabrón insensible. ¿Qué te he hecho yo para que me dejes con esta calentura?.
—Ni tú ni tu hermana me votasteis, y eso que según vosotras tenía perdida la apuesta. No sabía que tenía el enemigo en casa.
—¡Si te dimos por ganador y hemos pagado la apuesta!.
—Pero eso lo hicisteis en privado, en público jugasteis en el otro equipo.
—¿No vas a terminarme hoy?
—No, hoy no. Es mi venganza.
—Cabrón, cabrón, cabronazo.
—Yo también te adoro, amor mío.
Fue la peor noche de mi vida. Fui incapaz de dormir más de media hora seguida. Mi esposa no paraba de dar vueltas en la cama, hasta que a primera hora de la mañana sentí que se arrimaba y empezaba de nuevo el juego. Y entonces sí, por la mañana le cumplí los caprichos.
Extrañamente, durante la noche, nadie llamó a nuestra puerta.
CONTINUARA. Espero sus comentarios, a favor o en contra. Son todos agradecidos.