Marta me adora. Pero no en el sentido sexual, quede claro y vaya por delante. Estoy saboreando con fruición un plato de arroz con menudillos de ave, que ha preparado especialmente para mí. Enfrente, sentada y en silencio, Amália da cuenta de su cena mirándome con una sonrisa, que yo interpreto de aprobación, viendo como disfruto de la mía. Me enjugo los labios con la servilleta, y me dispongo a beber un buche de un vino tinto que me gusta particularmente y que he descorchado para acompañar las viandas.
Todas las personas ejecutamos inconscientemente una serie de actos, en los cuales, si no existe un condicionante exterior que los altere, la precisión de tiempos y movimientos es sorprendentemente regular. Aunque en cada persona sean diferentes. Uno de ellos es el beber durante una comida. Siempre tardamos el mismo tiempo desde que levantamos la copa, hasta que la volvemos a posar en la mesa. Y la cantidad de líquido que ingerimos también es la misma.
Con la precisión del francotirador que apunta su fusil, disparando por delante de un objetivo en movimiento, para que su proyectil alcance al blanco cuando aquel cruce su trayectoria, Amália calcula cuándo ha de comenzar su frase, para terminarla exactamente en el momento que estoy empezando a tragar.
Levantando su servilleta, en apariencia para enjugar la comisura de sus labios, la extiende como un escudo frente a sí, a fin de proteger su escote y el frontal de su vestido, de las consecuencias que sabe que tendrá lo que va a decir a continuación. Y sin previo aviso, dispara:
– Por tu culpa, tu nietecita tiene un pretendiente que le hace la rosca.
Al oír semejante aseveración me atraganto, expulsando una nube de vino pulverizado. Al mismo tiempo que, debido a los espasmos de la tos, derramo más de la mitad del contenido de mi copa, directamente encima del plato de arroz. El vino tinto, al contacto con la comida, tiñe ésta de un color parduzco y la contamina con el sabor del vino crudo, estropeando definitivamente el delicioso plato que estaba degustando, arruinándome así la cena.
Para que no me quepa ninguna duda del por qué me ha dado así la noticia, Amália sonriéndome inocentemente, me comenta:
– Mira cariño, ahora tu plato parece un arroz malandro.
La madre que la parió. Qué nivel de maquiavelismo. Ha esperado más dos meses para hacerme pagar la deuda que asumí que haría efectiva, en el nombre de Marta.
– ¿Queda con esto saldada la deuda? – pregunto
– Sí, ya está pagada, cariño – Me dice Amália, levantándose y besándome por encima de la mesa, mientras me sonríe cariñosa.
– Y ahora, cielo, dime ¿qué es eso de que Paulinha – mi nietecita no puede ser otra- tiene novio? Y lo más importante ¿Qué rayos tengo yo que ver en el asunto? – pregunto, encendiendo un cigarrillo. La cena para mí se ha terminado.
– Pues que le has enseñado a entrenar al perro, y eso ha sido la causa de que la muchacha ahora tenga un guayabo que la ronda.
– Si no me lo explicas mejor…
– Es lo que me han contado. Yo no sé más. Pero creo que ya llevan más de un mes con el asunto. Te lo digo para que estés informado.
– Bueno, ya me informaré sobre ese pollo y sus intenciones. – Paulinha tiene su familia, pero extrañamente, me siento responsable de las mujeres de esta casa, que ahora es la mía, también.
Desde que celebramos nuestra particular ceremonia de matrimonio, todo el tiempo que tenemos libre, lo dedicamos a estar juntos Amália y yo. Unas veces se desplaza ella a España, y otras vengo yo a Portugal. A Lisboa o a la quinta. Para mí la solución más cómoda pasa por venir a la finca, ya que me queda a menos horas de camino, y en realidad, me encuentro más a gusto aquí que en la ciudad. Y poco a poco he ido haciendo mío el dormitorio, de manera que ya no necesito preparar mucho equipaje, pues he ido dejando ropa en los roperos de la misma. Amália ha renunciado a uno de los cuerpos del armario y a varios cajones de la cómoda, y ya nos comportamos en todo como un matrimonio convencional.
Esa noche, en nuestra cama, yo también me cobré un precio por la venganza. Amália tuvo que esperar mucho más de lo que quería por cada uno de sus deseos. Aunque pensándolo bien, creo que hice un pan como unas tortas, ya que en definitiva, cuando logró culminar sus orgasmos, fueron mucho más intensos que de costumbre. Pero bueno, yo salvé la honrilla haciéndola sufrir. Flaco consuelo.
Por la mañana me visto con ropa cómoda, pero recia. Pantalones de loneta, camisa de franela, un jersey de pescador de lana gruesa, y en los pies unas botas de paracaidista de caña alta, muy usadas, pero bruñidas con brillo de parada. Tomo un chaquetón de corte militar, grueso, y bajo a tomar un café antes de salir. Estamos en otoño, hace frío, pero es temporada de setas, y entre los alcornoques tiene que haber boletus aeurus y le he prometido a Marta que le voy a preparar un risotto con setas, para que las pruebe por primera vez.
En la cocina me hago con un cesto de mimbre, grande y con tapas, que Marta me ha conseguido, echándome al bolsillo la navaja que he estado afilando ayer por la tarde. Y salgo hacia el alcornocal. Mal se tendría que dar el día para no mediar el cesto y hacerme con setas suficientes para una comida.
Aún faltan unos cincuenta metros para llegar al lindero del bosque cuando dejo de mirar al frente y bajo la vista al suelo, mirando por delante de donde voy pisando, comenzando la búsqueda. A mi izquierda el terreno se va elevando en una pequeña loma de unos cuatro metros de altura sobre el nivel de la llanura. Y entonces encuentro la primera seta. Me agacho para recolectarla y sin incorporarme, veo que a poca distancia tengo otra. Al llegarme a esta segunda, veo que siguiendo la loma van apareciendo más setas. Al llegar a la cumbre, tengo el cesto completamente lleno, y aún hay setas para llenar otro. Tengo producto para hacer cuatro platos diferentes para cuatro personas, y comienzo a pensar en qué recetas puedo preparar y hacer una degustación. Así pensando me incorporo y poniéndome las manos en los riñones, estiro mi espalda hacia atrás para desentumecerme del rato que llevo agachado y no termino el movimiento. Válgame Nuestra Señora.
Hasta donde alcanzo a ver con claridad, el suelo está alfombrado del color marrón oscuro típico de los sombreretes de los boletus, maculado con grandes parches color amarillo naranja que, aunque desde donde estoy no puedo distinguir, sé a ciencia cierta que son agrupaciones de cantharellus cibarius o rebozuelos. En el cesto llevo recolectados alrededor de tres kilos y medio. Lo que estoy viendo, y es una pequeñísima parte del bosque, al precio de venta normal, tiene un valor final de mercado por encima de los doce mil euros. Eso en España. En Francia o en Italia, posiblemente mucho más.
Me dirijo de vuelta a la casona y mientras voy caminando en mi cabeza se va formando un plan. No podemos dejar esta riqueza sin explotar. Lo malo es que no tengo infraestructura y hoy es sábado. Tengo que configurar un plan de urgencia y ver que podemos aprovechar, antes de que sea tarde.
Al entrar en la cocina, están Amália y Marta desayunando juntas en la mesa de trabajo. Dejando el cesto sobre la encimera le pido a mi esposa:
– Amália, cariño, necesito urgentemente veinte o treinta mujeres, y todas trabajadoras de la finca. ¿Tenemos tantas?
Amália se levanta, y delante de Marta, abrazándome por la cintura, me arrima al muslo su pubis, mientras aprieta el pecho contra el mío, sin ningún pudor. Y mirándome a los ojos me replica:
– ¿Veinte mujeres urgentes? Mmmm muy necesitado veo a mi maxho – dice tratando de pronunciar lo último en buen español – Solo te permito que te acuestes con dieciséis, yo también quiero mi parte – Y me besa en la boca.
– Amália, que esto es serio. Las necesito para trabajar urgentemente en el alcornocal.
– Ya me parecía a mí. Mientras éramos novios tenías más empuje, desde que nos casamos te esfuerzas mucho menos – Dice guiñándole un ojo a Marta.
– Todos los hombres son iguales, mucho prometer… hasta meter – Contesta ésta a su vez. Vaya par de arpías conchabadas.
Entonces, le explico lo que he visto y lo que pretendo hacer, pero para eso necesito que todos estemos coordinados y que me echen una mano.
– ¿Por qué solamente mujeres? También tenemos hombres que pueden ayudar.
– ¿Conoces a algún hombre que sea capaz de diferenciar un rosa palo de un rosa chicle? En medio de los hongos buenos estoy seguro de que también hay amanitas y necesito que todo lo que se recoja sea comestible y no peligroso, aunque controlaré personalmente uno por uno los hongos recogidos. Vuestro cerebro funciona de manera diferente al de los hombres, y sois mucho mejores en eso. Aunque ahora que lo dices, vamos a necesitar también a los hombres para transportar y almacenar las setas. Dios, esto se empieza a complicar. Vamos a tener que improvisar sobre la marcha.
Amália y Marta, cada una con un móvil, comienzan a hacer llamadas telefónicas y a convocar al personal, para que se personen inmediatamente en la quinta, provistos de un cesto grande de mimbre y de cuchillos y navajas. Mientras, yo limpio las setas que he recogido, guardándolas en la nevera, y dejando útil también este cesto.
Cuando está todo el personal reunido, cuento las mujeres, y al final, hay treinta y cinco. Separo a treinta y me dirijo con ellas al bosque. Al llegar, las pongo en corro delante de mí, y les enseño como tienen que proceder para recolectar las setas correctamente, enseñándoles las características del hongo. Para recolectarlas con una cierta clasificación y no arrasar como la langosta, había preparado tres palitos, uno con la medida de la seta más grande que había recolectado yo por la mañana, otro con la medida de la más pequeña, y otro entre las dos. Con ramitas recogidas allí mismo, y con mi navaja, fabriqué diez patrones de cada medida. Entonces organicé a las mujeres en tres brigadas de diez, dándole a las primeras el patrón más grande y las siguientes los demás, en orden decreciente, con la orden de que cada una recolectase solo las setas de la medida de su patrón, o más grandes. Nunca más pequeñas. Y así organizadas comenzaron las diez primeras, siguiéndolas al poco tiempo las segundas y finalmente, un rato después, el tercer grupo.
Mientras yo ponía en marcha la brigada de recolectoras, Amália, con las otras mujeres y los capataces, organizaron a los hombres para que fuesen trayendo las setas y las mujeres limpiaron el patio empedrado de las cuadras, para ir colocando lo recolectado.
Amália había llamado al restaurante propiedad de la familia de Paulinha para que nos preparase un catering para 60 personas y que nos los sirviesen a la hora de comer en la finca. Pidiendo que trajesen todo lo necesario. Antes de aparecer con la comida, trajeron también unos termos industriales con sopa y bocaditos para que la gente pudiese ir tomando algo caliente y reponer fuerzas en los descansos.
Otro problema a solucionar es qué diablos hacíamos con todo aquel producto. No se trataba de llamar a veinte restaurantes y ofrecerles cinco kilos a cada uno. Esto era un maná caído del cielo. Era otra escala.
Amália llamó a Ana María, que se encontraba en Lisboa y le explicó el asunto en el que nos habíamos metido, y entre ambas, moviendo conocidos, al final dieron con un intermediario que se prestó a ponernos un transporte frigorífico y a hacerse cargo de la totalidad de la recolección. Solo necesitaba que le dijésemos que tipo de camión necesitaríamos para sacarnos las setas de la finca. Al mismo tiempo, tratamos un precio por la carga, quedando en que nos entregaría un cheque por el importe, una vez pesados en su presencia y cargado en el camión el producto.
A la hora de comer, nos encontramos con otro problema. Me acerqué hasta la zona de recolección, y a simple vista parecía que no se había recogido nada. Pero en el patio de las cuadras, colocadas con cuidado sobre el suelo, ya no teníamos sitio para seguir almacenando. Necesitábamos cajas. Un sábado. ¿Dónde rayos íbamos a encontrar cajas para todo aquello? Comencé a pensar que había metido el barco en las piedras sin pensarlo. Y los rebozuelos ni siquiera habíamos empezado a recolectarlos.
Otra vez Amália me sacó de apuros – Bendita mujer – Llamó a una quinta vecina que se dedicaba a la producción de vino, y presentándose como “La tía Amália”, les pidió que nos prestasen las cajas en que recolectaban las uvas. Por lo que se ve, la tía Amália tenía peso en la comarca, porque no hubo ningún problema. Incluso nos las trajeron en unas camionetas de caja abierta, dejándonoslas en la quinta.
Al ser sábado y haber convocado al personal para trabajar, fueron apareciendo a lo largo de la mañana los hijos de los trabajadores. Y se me ocurrió que podría utilizarlos también. No estoy de acuerdo con la explotación de nadie. Pero aquí cada uno que doblase la espalda iba a cobrar lo mismo, independientemente de su edad. Así que organice una brigada con las chicas y chicos, procurando que tuviesen la edad rayana con la legal de trabajo, o muy poco por debajo los más jóvenes. Y me los llevé a recoger los rebozuelos, dándoles las mismas instrucciones. Les fijé a las chicas la talla mínima a recolectar y a ellos los puse a transportar hacia la quinta las setas.
A las tres de la tarde, tuvimos que dejar el trabajo, ya no quedaban cajas. En el patio de almacenaje, el suelo estaba completamente cubierto de cajas en cuatro bloques diferenciados, con varias alturas de apilado en cada uno de ellos. Consulté con Alipio y el resto de los capataces y llegamos a la conclusión que necesitábamos un tráiler articulado para mover todo aquello. Mi gente era gente de campo, acostumbrados a trabajar pegados al suelo y lo habían hecho como jabatos.
Pesamos varias cajas al azar, y haciendo un cálculo aproximado, teníamos delante de nuestros ojos, 45.000 euros al precio que habíamos tratado.
Llamamos al intermediario y quedamos en que en una hora tendríamos un camión puesto en la finca y que él estaría presente en el pesado de las cajas y la carga del mismo.
Mientras venía y los hombres organizaban todo para acometer la carga fui a hablar con mi mujer, a la que casi ni había visto durante el día. Se me había ocurrido otra de mis “brillantes” ideas y antes de publicarla, quería su aprobación. La busqué y no era capaz de encontrarla, hasta que la vi. Era una bracera más. Estaba vestida con ropa de trabajo y un pañuelo cubría su cabeza. Cuando me vio, me sonrió y dándome un beso me preguntó qué tal iba todo. Entonces la puse al corriente de lo que se me había ocurrido:
– Cariño, he estado en el bosque y si no hubiese visto por la mañana como estaba, diría que ahí no se ha recolectado absolutamente nada. Se me ha ocurrido algo, pero necesito que vosotras lo aprobéis antes de decir nada. Se trata de lo siguiente: Este negocio ha surgido hoy, y la finca no contaba con este dinero. Podríamos, este año, sacar del dinero una parte para la quinta, y repartir entre los que han trabajado y van a seguir hasta el final de la campaña, el dinero que saquemos.
Tenemos un año para organizar un negocio que puede ser otra fuente de riqueza para la comarca. Si nuestra finca está así, sin duda el resto de los bosques estarán igual, o muy parecido. Hablando con los propietarios de otras fincas se podría formar algún tipo de cooperativa y durante el año buscar canales de distribución. E incluso, viendo qué otros productos agrícolas hay en la comarca, crear una planta de procesado que dé trabajo durante todo el año y no solo en otoño.
– Cariño, ya piensas como el dueño de la quinta, estoy orgullosa – me dijo ella – ahora se lo comentaremos a Ana María, llegará en un rato. Seguro que no pone impedimentos a tu idea – Ding, Ding, Ding. Alarma. Ana María en la finca, no me gusta un pelo. Adoro a mi cuñada, pero tiene más peligro conmigo que un chimpancé con una escopeta – Además se va a quedar ella en la finca, porque hay que seguir recolectando y tú y yo tenemos que estar el lunes en otras obligaciones y alguien tiene que organizar y tratar con el intermediario.
– De acuerdo entonces, lo hablamos con ella y si está de acuerdo, se lo comunicamos al personal.
Cuando llegó mi cuñada, así lo hicimos, y tal y como había previsto Amália, estuvo de acuerdo. Pero pusieron como condición que yo debería decírselo a los empleados. Así que llamé a un aparte a los capataces, hombres y mujeres y les comuniqué lo que habíamos decidido, dejando claro, que todos iban a cobrar lo mismo, desde los capataces hasta los muchachos que habían trabajado sin contrato. Se me quedaron mirando y vi en la expresión de todos que intuían que eso era cosa mía, y que su respeto hacia mí había subido varios grados. Al terminar de comunicárselo a ellos, cada uno reunió a su brigada, comunicándoles la decisión tomada.
Acabábamos de tener esta conversación cuando llegó el camión y con él, el intermediario. Así que todos se aprestaron a cargar el transporte.
Delante del intermediario fuimos pesando caja por caja y anotando los pesos. Cuando estuvo el camión cargado, hicimos la cuenta, y resultaba un montante de 47.200 euros. Le estaba cubriendo la factura y la documentación para el transportista cuando el intermediario me dio un cheque que traía cubierto y firmado por 30.000 euros. Entonces le requerí:
– El resto del pago, ¿Cómo nos lo va a hacer efectivo?. Este dinero no cubre el precio tratado.
– Piense usted, Dom Alfredo que ahora se producirán mermas, hasta que llegue a destino, algunas se estropearán a causa del transporte, luego el lunes, ya no tendrán la frescura que tienen ahora. Yo tengo que cubrir mis gastos.
Alipio que al ver mi expresión se había acercado, escuchó lo último que decía el intermediario, y cerrando los puños, se iba hacia él, cuando lo detuve con un ademán.
Alipio es un hombre curtido en el campo y es más fácil saltarlo que rodearlo. Tiene dos manos que cada vez que levanta una, se produce un eclipse de sol. Si le permito que le ponga la mano encima a este pisaverde, lo revienta.
– Filho da puta, ele estão vigarizando (Hijo de la gran puta, él le está estafando). – Dice Alipio con el rostro congestionado por la ira.
– Alipio, tranquilicese. Descarguen el camión y pongan las setas estibadas en el patio, de nuevo.
– Dom Alfredo, pienselo bien, tenga en cuenta que el lunes, estas setas valdrán la mitad. Va a perder usted mucho dinero – me dice el intermediario.
– Patrón, este cabrón tiene razón, al recolectarlas, ahora no tenemos manera de conservarlas mucho tiempo, y nos tiene cogidos por las pelotas.
– Alipio, descarguen como he dicho. Dígale a Marta que le facilite una silla cómoda y pónganla al lado del pozo, viendo hacia la carga. Y ponga a dos hombres al lado. Este caballero tiene mi permiso para sentarse durante el tiempo que quiera, viendo cómo se pudren las setas en la era. Pero bajo ningún concepto puede tocarlas.
Y usted – digo dirigiéndome al intermediario – cuando quiera, puede hacer valer su opción de compra. Solo tiene que decirlo. Pero tenga en cuenta que aunque solamente quede una seta aprovechable, el precio que pagará serán 47.200 euros. Recuerde los libros sibilinos, no vaya a ser usted otro Lucio Tarquino.
De repente, se me viene a la memoria que tengo un conocido italiano. Un ingeniero con el que he coincidido varias veces en montajes de máquinas y que sé que sus padres tienen un restaurante en el Véneto. Así que lo llamo. Al tercer tono, me contesta
– Ciao Alfredo, ¿cómo estás? ¿Cómo es que me llamas?
– Ciao Massimo, tus padres tienen un restaurante ¿verdad?
– Si, precisamente estoy ahora con mi padre en la cocina.
– Pregúntale si tiene manera de mover un tráiler de funghi porcini y cantharelus cibarius, no sé el nombre en italiano. Tendrías el tráiler ahí el lunes.
– Espera que se lo pregunto – Oigo como hablan en italiano entre ellos y me pregunta
– ¿Cuál es la fecha de recolección?
– Hoy mismo, acabamos de recolectarlas, le contesto.
– Dice mi padre que si son de buena calidad, no habría problema para ponerlos en el mercado, que él conoce canales de distribución.
– Mira, te envío fotografías y te garantizo que todo el cargamento está en las mismas condiciones.
Cojo una seta de cada tamaño y un puñado de los rebozuelos y poniendo al lado mi reloj de pulsera, para dar la escala, hago un par de fotografías y se las envío. Y vuelvo a llamarle
– ¿Has visto el material? Es todo el cargamento así, y ya van clasificados en esos tamaños.
– Me dice mi padre que le interesan si el precio es… – Y me da un precio 4 euros por kilo, superior al que ya teníamos.
– Si pagáis vosotros el transporte en destino, te los puedo dejar a… y le araño 0.50 euros más.
– Dice mi padre que de acuerdo. ¿Cuándo los tenemos aquí?.
– Espera
El camión que tenemos en la finca es de una compañía de transportes y Alipio me dice que acostumbramos a trabajar con ellos con el corcho. Así que me dirijo al conductor y le pregunto si puede salir inmediatamente para Italia con la carga. Y me confirma que no hay problema. Él es autónomo, el camión es suyo, y el porte es jugoso.
– El lunes por la mañana los tienes ahí. – Le digo y acordamos la forma de pago – Por cierto Massimo ¿cada cuánto tiempo podéis absorber un camión como este?
– Dice mi padre, que cada tres días, sin problema, pero que entonces tendríamos que ajustar algo más el precio.
– No hay problema. Hablamos. Ahora tengo que poner todo en marcha para que te llegue. Ciao Massimo.
– Ciao Alfredo.
El intermediario está blanco como un papel. Se le acaba de esfumar una oportunidad de negocio como no había tenido en mucho tiempo. Así que se sube en su coche y se marcha sin despedirse.
Alipio se va hacia los capataces que estaban viendo la escena y los pone al corriente. Todos me miran y asienten cachazudos. El patrón tiene pelotas y no se deja pisar.
Despido al camión, dándole las últimas instrucciones y diciéndole que tienen que cambiar las setas de cajas y traernos estas de vuelta, que tenemos que devolverlas.
Hemos terminado. Pero mañana habrá que volver a recolectar. De todas maneras, hoy vamos a celebrar una improvisada fiesta de la cosecha. Busco a Amália y a mi cuñada y las pongo al corriente de lo que ha ocurrido y el canal de ventas que hemos conseguido.
Amália me pone una mano en la mejilla, y besándome en los labios me dice:
– Amor mío, a cada momento me sorprendes más.
Mi cuñada también me da un beso, felicitándome, pero… la condenada no pierde la oportunidad de darme un repaso pectoral con sus tetas. Ya no sé qué hacer con ella. Desisto.
Para celebrar el día, mando a Alipio y a varios hombres a que salgan por la comarca y que me traigan una docena de lechones asados, para la hora de la cena. Y le digo a Amália que encargue catering para la misma hora al restaurante de los familiares de Paulinha. Yo cojo el todoterreno de Ana María y junto con Amália, nos vamos a buscar unas cajas de vino. Hoy vamos a fundir el mundo. Hemos comenzado un negocio inesperado. Cuando termine la campaña, cada persona que ha trabajado recolectando las setas, tendrá en el bolsillo, quemándole, más de 3.000 euros. Y hay familias que han tenido hasta cinco personas trabajando.
La cena se ha convertido en una bacanal romana. Todo el mundo está contento y celebrando. El vino casi no nos llega. Corren las bromas de muy diverso gusto entre el personal, y he notado que me faltan parejas desde hace un rato. No quiero apartarme mucho de la mesa, para no encontrarme dando alguna sorpresa inesperada a nadie. Amália está con las mujeres riendo y bromeando. No quiero saber de qué hablan. Cuando se juntan las mujeres, son peor que los hombres. Así que me aparto un poco y me arrimo a una pared que queda un poco en penumbra, pensando en el día que hemos tenido y gozando de la felicidad de los que me rodean.
Estoy fumando recostado sobre la pared y al poco tiempo noto que un cuerpo de mujer se me arrima, recostándose a su vez, pidiéndome un cigarrillo. Por la voz la reconozco. Es Marta
– Hola Marta. Hemos tenido un día duro hoy.
– Sí, dom Alfredo, pero ha merecido la pena, según me han comentado.
– Y ¿Qué le han comentado? Que yo me entere.
– El pago por el trabajo que usted ha establecido, y los planes que tiene de futuro para la comarca.
– Demasiados oídos en esta finca. Tengo que tener cuidado con lo que digo o lo que hago.
– Dom Alfredo, me recuerda usted mucho al abuelo de la tía Amália. Él era como usted.
– Espero que eso sea un cumplido.
– Lo es, no lo dude – Y tirando la punta del cigarro, me puso una mano en la mejilla y me besó en los labios, diciendo
– No se equivoque. Ya sabe, no voy a repetirme.
– Ya sé Marta, ya sé, no se preocupe. Y gracias por todo.
Marta es los ojos y los oídos de su familia en la finca. Me he dado cuenta de que nada de lo que ocurra o se diga, se le pasa desapercibido. Es una buena mujer.
Me aparto de la pared y cuando voy a doblar una esquina, veo a una pareja de jóvenes abrazados, besándose con pasión. Él tiene una mano metida por debajo de la ropa de la muchacha acariciándole un pecho, mientras ella suspira. Al dejar de besarla, ella gira la cabeza y veo que es Paulinha. Al parecer el maromo estaba en la finca hoy trabajando, y nadie me dijo nada. Me retiro con discreción y pienso que es buen momento para hacerle una entrevista y ver de qué pie cojea.
Vuelvo sobre mis pasos, haciendo ruido y llamando “Paulinha” Paulinha”. Voy despacio para darles tiempo a componerse. Mientras me acerco oigo como ella le dice a él que desaparezca, que no le vean con ella. Cuando la veo, observo que está arrebolada, pero hago ojos ciegos y comienzo a charlar con ella:
– Paulinha, me han dicho que tienes un novio ¿Es verdad?
– Vovô, ¿Cómo sabes tú eso? ¿Quién te ha ido ya con el cuento?
– Es verdad, entonces
– Ummm bueeeeeno, siiii, pero todavía no somos muy novios – Coño, pues te estaba metiendo mano en las tetas hace un momento, pienso yo.
– Y ¿cómo os conocisteis?
– Paseando con Bolacha, él tiene también un perrito y me dijo que le gustaría que estuviese tan educado como el mío. Yo le dije que, si quería, yo podría enseñarle. Y nos vemos desde entonces.
– Me gustaría conocerle y hablar con él. Me ha dicho un pajarito que está hoy aquí.
– Cotillas – Dice asumiendo que ha sido Marta quien me lo ha dicho o alguna de las mujeres, y yo no la quito del engaño.
– Dile por favor que le espero en el salón, que quiero charlar con él, si no tiene inconveniente.
El patrón de la quinta es un hombre relativamente poderoso, y respetado. Cuando solicita una entrevista con alguien, educadamente y con respeto, se consideraría un desaire gratuito el no acudir.
En el salón hay una chimenea, con dos sillones orejeros viendo hacia el hogar. Dudo un momento y decido darle un aire más informal a la charla, y sentarme en el Chesterfield, esperando para que aparezca el muchacho.
Oigo venir a la pareja por el pasillo cuchicheando entre ellos. Paulinha lo está tranquilizando, suponiendo que mi trato con los de la casa, es extensivo automáticamente a todo el mundo. Entran y Paulinha me lo presenta:
– Dom Alfredo, este es Filipe. – Y no da más explicaciones. No quiere llamarle novio en mi presencia.
Es un muchacho de más o menos su edad, bien plantado y guapote. Al menos la niña, en cuestiones estéticas tiene buen gusto. Se le ve educado y un poco cortado al verse por primera vez a solas ante el patrón.
Me levanto y estrecho la mano al muchacho, pidiéndole a Paulinha que nos deje solos, que lo que vamos a tratar son cosas de hombres. Ella se enfurruña pero no dice nada y se va hacia la cocina. Nosotros nos sentamos y comenzamos a charlar:
– Buenas noches, me ha llegado el rumor de que te ves con Paula. No temas. Como sabes yo no soy parte de su familia. Pero sí quisiera que supieras en que terreno juegas, para que no te llames a engaño. Todas las mujeres de la casa considero que son mi responsabilidad. Así que si cualquiera de ellas te ofende en algo, tienes la puerta abierta para venir a plantearme tu queja. Pero si alguien ofende a cualquiera de ellas está ofendiendo mi casa, y por lo tanto, a mí. Y comprenderás que eso no puedo consentirlo.
– Dom Alfredo, a mí me gusta Paula, y estamos conociéndonos, yo no sé hasta dónde vamos a llegar. A lo mejor dentro de unos meses ya no somos nada.
– Lo entiendo perfectamente. Las parejas se juntan y si no congenian, se deshacen. No tengo nada en contra de eso. Pero a mí me gusta, cuando me voy de un sitio, dejar las cosas tal y cómo las encontré, sin romper nada. Y me gustaría que en vuestro caso también fuese así. No sé si comprendes lo que quiero decir.
– Dom Alfredo, no ha pasado nada entre Paula y yo. Usted me entiende. Yo la veo con buenas intenciones.
– Bueno, pues me alegra que así sea. Cuando vengas a buscarla o te apetezca, pásate por aquí y charlamos como amigos.
– Así lo haré, no se preocupe.
Nos levantamos, y nos estrechamos la mano. Cuando se dirigía hacia la puerta para irse le envié un aviso:
– Una última cosa, para que todo quede bien claro.
– Dígame Dom Alfredo.
– Si le pegas, te mato.
– Dom Alfredo, ahora es usted quien me ha ofendido. Yo no soy de esos hombres.
– Me alegro, créeme. Yo no tendré un disgusto y tú vivirás muchos más años. Y discúlpame la ofensa.
Cuando me vio la cara, supo que no era una amenaza, era la constatación de que si le ponía la mano encima a Paulinha, era hombre muerto.
Se fue y yo me senté en el Chesterfield, encendí un cigarrillo y cerrando los ojos, eché la cabeza atrás. Poco sabía yo, que por culpa de ese cabrito, iba a derramar lágrimas de felicidad en el futuro.
Una presencia se arrodilló ante mí y agarrándome la mano derecha se la llevó a los labios mientras, con mucha guasa me decía:
– Don Alfredonne, bacio la mano – Amália había escuchado toda la conversación sentada en uno de los sillones orejeros, y no la vi al entrar.
– Que guasa tienes. Si es el novio por mi culpa, tendré que hacer algo al respecto ¿no crees?.
– Ummmm viéndote así, en plan tipo duro, me ha entrado un calentón que tendremos que remediar – Me dice empujándome hasta que estoy tendido en el sofá y se pone a caballo de mí.
En esa posición me queda perfecta para meter las manos por debajo de su jersey y agarrarle los pechos, masajeándolos y disfrutando de la caricia. Ella se echa sobre mí y mientras me besa en la boca, maniobra con su cadera frotando su entrepierna contra la mía. Estamos en semejante postura y haciéndonos arrumacos cuando entra Paulinha que viene a interesarse por lo que le he dicho al muchacho. Nos ve, y sale corriendo hacia la cocina, gritando por el pasillo, cada vez más alto, según se va alejando: Perdón, PerDON, PERDOOOON.
Amália y yo rompemos a reír, y continuamos con nuestro juego.
Esa noche tuve que demostrarle a mi mujer que la afirmación de que había perdido ímpetu al casarme, era totalmente falsa. Pero la verdad es que me costó bastante, después del día de trabajo que nos habíamos tragado todos.
Y como era nuestra costumbre, el domingo amanecimos abrazados. Con mis manos agarrando sus pechos.
CONTINUARA, si les ha gustado. Envienme comentarios, tanto a favor como en contra, son todos bien recibidos.