Sentado en el profundo alfeizar de la ventana, mientras fumo un cigarrillo, contemplo ante mis ojos una cama construida con algún tipo de oscura madera tropical. Es un mueble antiguo, más alto que las camas actuales, con el cabecero y el pie, torneados en forma de finas columnas salomónicas. Esparcida sobre la almohada, una cabellera de color cobrizo oscuro enmarca un hermoso rostro de mujer. Bella como solamente puede serlo una mujer, cuando es bella. Sus ojos, velados por los párpados cerrados, tienen el intenso color verde de las esmeraldas. Su cuerpo maduro está echado sobre su lado derecho, con la pierna izquierda doblada, dando estabilidad a la postura, al tiempo que dibuja una armoniosa curva, allí donde el muslo quiebra la continuidad de la espalda. Sus pechos, exagerados en tamaño, descansan uno encima del otro y sobre su brazo izquierdo, que les hace de cuna por debajo. Mientras que su brazo derecho, doblado, introduce la mano debajo de la cara.
Se llama Amália, y desde anoche es mi esposa. Aunque no estemos casados.
Apenas hace tres horas hemos dado por concluido el ritual de nuestra noche de bodas. Nos hemos entregado el uno al otro, con tranquilidad, pasión y furia, alternándolos a nuestra conveniencia y sin seguir un orden determinado. Ambos hemos visitado el Paraíso y tocado el Cielo con la punta de los dedos, varias veces a lo largo de la noche. En una coreografía de cuerpos que, de haber podido observarla, habría sonrojado a los autores del Kama Sutra.
Contra toda razón, me encuentro extrañamente animado y tonificado. Cuando debería estar completamente agotado.
Veo en mi reloj que son las 07:45 y salgo en silencio de la habitación para no turbar su sueño, dirigiéndome hacia la cocina a tomar un temprano desayuno.
Allí, encuentro a Marta sentada ante la mesa de trabajo, con un codo apoyado en la mesa, cuya mano sujeta su frente. Tiene una taza de café ante sí, mientras fuma un cigarrillo, mostrando una sonrisa de satisfacción en los labios. Observo su rostro y veo en él las huellas del paso de la noche. Las ojeras le llegan a las comisuras de los labios. No hemos coincidido, pero ella también ha visitado el Paraíso. Aún no he tenido tiempo de saludar, cuando mirándome a los ojos, me interpela:
– Enhorabuena, Dom Alfredo. ¿Quiere un café?
– Muchas gracias Marta. Realmente he tenido mucha suerte con la mujer que me ha escogido.
– Tía Amália sí que ha tenido suerte con el hombre que se lleva – Me dice, sonriéndome, mientras hace ademán de levantarse para servirme.
– Déjelo, Marta. Ya me sirvo yo. Muchas gracias.
Me siento a su lado y mientras tomo el café y charlamos, enciendo un cigarrillo. Marta, al verme la alianza en la mano derecha, me pregunta:
– Perdone la indiscreción. Tía Amália se colocó el anillo ayer en la mano de casada ¿Por qué usted no lo lleva igual?
– En España, se lleva en el anular de la mano derecha. Pero tiene usted razón. Este anillo donde más representa es aquí, en Portugal – Y mientras digo esto, me cambio la alianza de mano.
Se abre la puerta de la cocina y entra Paulinha. Y por entre sus piernas, como una flecha, entra Bolacha con la pelota de goma en la boca. Se me enfrenta y dando un gañido, deja la pelota a mis pies. Paulinha hace ademán de coger al perrito para ponerlo fuera de la cocina y se lo impido con un gesto, al tiempo que me llevo un índice a los labios. Paulinha y Marta quedan en silencio, ambas expectantes de lo que vaya a ocurrir.
Llamo la atención del cachorro con un potente “Chissst” y cuando se me queda mirando con las orejas tiesas y la cabeza inclinada, chasco dos veces los dedos, apuntando con mi índice directamente al suelo, justo a mi lado. El perro da un salto hacia adelante y retrocede otro paso. Repito la operación y entonces viene y se queda a mi lado, poniéndose mirando en la misma dirección que yo. Le hago presa por el lomo a la altura de la cadera y empujo hacia abajo. Cuando el animal está sentado a mi lado, le acaricio la cabeza y mientras lo hago, continúo hablando con Marta. A los pocos segundos dejo de acariciarlo y él se levanta, pero sin moverse. Vuelvo a sentarlo y repito la caricia. Cuando dejo de hacerlo, viendo que se mantiene sentado, le empujo hacia abajo entre las paletillas y el animal se tumba en el suelo, con las patas delanteras estiradas y el hocico entre ellas, cerrando los ojos. Con las uñas, rasco en la mesa, e inmediatamente su oreja derecha gira buscando el ruido, al tiempo que abre los ojos, alerta. Al no continuar el sonido, vuelve a cerrar los ojos, echa las orejas atrás, y se queda tranquilo a mi lado. No he hablado ni una palabra con el cachorrillo.
Las dos mujeres me miran con la expresión que tendrían, viendo a un prestidigitador ejecutando un truco de magia. La sorpresa es aún mayor en Paulinha, que no ha conseguido que el perrillo deje de hacer lo que le da la gana cuando está con ella.
Le pregunto a Marta si tiene un rollo de cuerda, del tipo de la tender la ropa y me dice que sí, pero que no está completo. Le digo que no importa, que me lo dé. Del rollo de cuerda, corto una longitud de unos cinco metros, y con ayuda de un pincho de brocheta, a modo de punzón, trenzo una gaza en uno de sus extremos, suficiente para que pase el grueso de la cuerda y un poco más. Pasando la cuerda por el ojal de dicha gaza, hago un nudo corredizo, y se lo pongo al perro al cuello. Me levanto y llamándolo, me dirijo hacia la puerta, con intención de salir.
Paulinha al ver al perro con el lazo corredizo al cuello, y que vamos a salir juntos, me interpela asustada:
– Vovô, por favor ¿Qué le vas a hacer a Bolacha?
– Tranquila, solamente vamos a dar un paseo para comenzar su educación. Confía en mí.
Salimos, y el cachorro se va peleando con aquello extraño que le ciñe el cuello. Cuando se retrasa, le doy un tirón seco y sale corriendo en todas direcciones intentando alejarse, mientras yo le doy cuerda. De esta manera nos vamos perdiendo en la distancia, ante la vista de las dos mujeres.
Al volver a la casa, una hora después, el cachorro viene caminando, alerta, junto a mi pierna izquierda, sujeto por un corto tramo de cuerda floja, mientras guardo en mi mano, arrollada, la cuerda restante.
Paulinha y Marta nos ven venir de lejos y nos esperan en la puerta de la cocina. Al llegar junto a ellas, le chasco los dedos al perro, señalándole el suelo, y se sienta a mi lado. Me agacho, y le retiro la cuerda del cuello mientras le acaricio un par de veces la cabeza. Paulinha me mira admirada, y me pide que la deje a ella intentar pasear al perro. Le digo que no, que por hoy es suficiente. El perro ya ha agotado su capacidad de concentración. Le prometo que mañana, será ella la que paseará al perro de la traílla en mi compañía, para que aprenda como debe comportarse y que el cachorro obedezca.
Entonces, le pido a Marta que me sirvan el desayuno, y me dirijo hacia la terraza. Tomo el periódico del día, que está sobre la mesa y encendiendo un cigarrillo, me dispongo a hojearlo. Oigo un chancleteo y al levantar la mirada, veo a Amália, radiante, que se dirige a la mesa. Viene vestida con la bata de raso, y el sonido que había oído es el de las chinelas que calza. Al sentarse a mi lado y abrirse la bata, observo que se ha puesto un camisón a juego con la bata. Por el movimiento del pecho, deduzco que es lo único que se ha puesto por encima. Inclinándose hacia mí, me besa en los labios y me saluda:
– Buenos días, mi amor ¿qué tal has dormido? – me dice mientras me coge la mano.
– Buenos días, cariño. Profundamente, pero algo menos que tú.
Paulinha se acerca con el servicio del desayuno para los dos, y detrás tranquilamente, viene caminando Bolacha. El perro se acerca a Amália y le toca la pierna con la nariz. Mi compañera va a echarlo fuera y la contengo, diciéndole que chasque los dedos y señale el suelo con el índice de la mano. Así lo hace y el perrillo se sienta a su lado inmediatamente. Le digo que le toque en el morro, y cuando lo hace, el cachorro se tiende a sus pies, con las orejas hacia atrás, y el morro entre las patas delanteras, y cierra los ojos. Amália, admirada me pregunta quien le ha enseñado a hacer eso al perro. Antes de que yo pueda contestar, lo hace Paulinha, orgullosa:
– Vovô le ha enseñado esta mañana. Y mañana le vamos a enseñar muchos más trucos. – Con un par. Ya soy Vovô oficialmente en presencia de las personas de la familia. Aunque, de momento, solo me tutea cuando estamos solos. Vaya pareja, Tía Amália y Vovô.
– No Paulinha, no vamos a enseñarle más trucos. Se trata de que el animal aprenda a comportarse. De educarlo un poco. No lo vamos a mandar a la universidad.
Paulinha se retira y mientras charlamos, llega Ana María, que acaba de levantarse y viene a desayunar con nosotros. Se ha puesto un elegante traje de baño de una pieza, en color morado, con vivos en color fucsia. Con profundo escote, tanto en el pecho, como en las botamangas, donde el corte se alza desde su ingle hasta la cintura. Su pecho, que yo tan bien conozco, queda contenido a duras penas por la tela elástica de la prenda. Tanto es su volumen, que se ve obligada a ajustar el bañador cada poco tiempo, tapándose las areolas. Se acerca a su hermana y le da un beso en el pómulo. Girándose hacia mí, repite el beso, en el mismo sitio, sentándose a continuación frente a su hermana y quedando yo entre ambas.
– Buenos días, parejita. ¿Habéis dormido bien? – Nos interpela con una sonrisa maliciosa.
– Tonta – le dice Amália, sonriendo.
– Muy bien, Ana María, gracias.
– ¿De verdad me queréis hacer creer que habéis dormido? –Insiste.– Dímelo tú, cuñado. –Me dice, aplicándome por primera vez ese tratamiento.
– Hemos tenido tiempo para todo, cuñada. No seas curiosa – digo repitiendo a mi vez el tratamiento.
– Me habría gustado estar allí, para comprobarlo – Dice sin asomo de pudor.
– Ya lo has comprobado más de lo que deberías. No empecemos – Le contesta Amália.
– Vale hermanita, no te mosquees. Os dejo con vuestras confidencias. Me voy a tomar el sol. – contesta, levantándose y dirigiéndose al solárium.
Al inclinarse para levantarse, su pecho queda colgando a escasa distancia de mi cara, pugnando por escaparse por el escote, y al erguirse puedo admirar en todo su esplendor ese cuerpo del que he gozado una noche. Entre la conversación y la visión de dicho cuerpo, sin pretenderlo, culmino una erección. Amália se da cuenta y al quedarnos solos me pregunta:
– ¿Quieres subir al dormitorio y le ponemos arreglo a “eso”?
– Ahora no, cariño. Ten misericordia. Lo lamento, pero ha sido totalmente reflejo, nada más lejos de mi intención que volver a repetir con tu hermana.
– Lo sé. Pero ahora es mi deber de esposa procurar que mi marido no sufra – me dice con una sonrisa.
Continuamos conversando, y Amália me informa de que por la tarde, al terminar de comer, van a ir las dos hermanas a tener una reunión con el personal que procesa el corcho, y que le gustaría que yo las acompañase. Como no tengo nada previsto para la tarde, y aunque no sé nada del proceso, por curiosidad, accedo a su petición.
La reunión se celebra en una especie de aserradero en el que, mientras transitamos hasta el lugar del encuentro con el personal, vemos ingentes pilas de corteza de alcornoque. Soy incapaz de calcular cuánto, pero aquí hay toneladas de corcho dispuestas para su procesado. Cuando nos apeamos del todoterreno, que conduce Ana María, nos encontramos con un grupo de tres hombres y una mujer, entre los que reconozco a Alipio, el capataz de uno de los grupos de extracción. El personal, al vernos llegar, interrumpe momentáneamente su trabajo. Todos conocen a las hermanas, pero la mayoría de los hombres y mujeres del tajo nunca me han visto, y tienen curiosidad por conocer al compañero de la tía Amália. Después de presentarnos entre los capataces que no me conocen, ella deja su portátil sobre un banco de trabajo y metiéndose las manos en los bolsillos del pantalón, saca su pitillera y se lleva un cigarrillo a los labios. Vuelve a meter la mano en el pantalón, como buscando, y sacándolas me pide fuego. Yo tomo mi encendedor y apantallando la llama con la mano izquierda, le arrimo la lumbre, momento en que mi mujer sube su mano izquierda hacia las mías, acercando la llama al cigarrillo.
En un segundo, el ambiente en la serrería cambia. Observo que las mujeres y los hombres de la cuadrilla comienzan a cuchichear entre sí, y todo el personal se acerca a nosotros, a darnos la enhorabuena. No entiendo qué ha pasado, hasta que la que parece ser la mujer más mayor del grupo, tomando la mano izquierda de mi mujer, les muestra descaradamente la alianza a los demás, al tiempo que bromea con ella sobre su nuevo estado.
Los tiempos han cambiado, y aunque saben que no ha habido ceremonia de ningún tipo, la alianza en nuestras manos es toda una declaración de intenciones. Oficialmente la quinta ya tiene un matrimonio al frente. Amália que los conoce mucho mejor que yo, con la pantomima del cigarrillo, ha dejado claro para todo el mundo como están las cosas a partir de ahora. Entonces me doy cuenta de que la invitación a acompañarla, no era totalmente gratuita.
Después de cumplirse la ceremonia de los saludos y felicitaciones. Amália abre su portátil y su hermana se coloca a su lado, comenzando la reunión. Yo asisto, entendiendo perfectamente las palabras que dicen, pero sin comprender absolutamente nada de lo que están diciendo. En un momento dado, se produce una discrepancia de criterios, entre los capataces y las hermanas. Portugal es un país moderno. Aquí hace años que no existe discriminación por sexos, pero esto es el campo, y aquí todavía la palabra de un hombre pesa un poco más. Así que los capataces se dirigen a mí, solicitándome mi opinión. Al fin y al cabo soy “el hombre” de la finca. Todos se quedan en tensión, pendientes de mi juicio.
Yo no entiendo nada del negocio y aquí se está jugando el porvenir de muchas familias. Además no puedo desautorizar delante del personal a las hermanas. Yo confío plenamente en su saber hacer, en el de Amália sobre todo. Así que contesto lo más diplomáticamente que se me ocurre:
– Miren, hasta hace dos días yo no sabía siquiera como se extraía el corcho del alcornoque. No conozco absolutamente nada del negocio. Pero entiendo que ambas partes razonan con criterios fundamentados. No obstante tengan en cuenta que la Tía Amália y su hermana disponen de datos que ustedes no conocen. Por lo tanto, creo que debería hacerse lo que ellas proponen. Más adelante, cuando sepa más del tema, podré darles una opinión más fundada.
Ante mi respuesta, los capataces asienten, mirándose entre ellos y dan la razón a las hermanas. Miro hacia Amália, de reojo y observo que en su rostro se ha dibujado una media sonrisa de satisfacción.
Cuando tomamos el camino de vuelta a casa, me pongo yo al volante y Amália se sienta a mi lado. Dentro del coche, me arrima la cara y me besa en la boca, diciendo:
– Has estado muy bien en la reunión. Estoy orgullosa.
– No podía desautorizaros delante del personal. Yo no tengo ni idea de esto. Además tenía que dejar claro que la palabra de tía Amália, aquí vale tanto o más que la de cualquier hombre. Incluido yo. Y por cierto, la invitación a la reunión, al final resultó una trampa. – Digo sonriendo.
– Ahora, oficialmente, ya eres el hombre de la quinta. Dice ella a su vez – y me vuelve a besar.
Circulando por la carretera de vuelta, veo a mi derecha un hipermercado de una conocida cadena portuguesa, y aparcando, entro a la zona de animales. Allí escojo un collar recio, de buen cuero de vacuno y hebillas de bronce, adornado nada más que con las puntadas en contraste de la costura, a la medida del cuello de Bolacha. Tengo que adelantarme a que Paulinha humille al pobre perro, comprándole un collar de fantasía. Mejor uno de “perro duro”. También compro una traílla para que lo pueda pasear cuando el animal ya no necesite la de entrenamiento.
Ya en casa, y como aún faltaban un par de horas para la cena, Amália me dijo que se iba a cambiar de ropa, para tumbarse un rato en el solárium. A mí se me acababa de ocurrir una cosa y dado que el perrito había descansado desde por la mañana, fui en busca de Paulinha para dar un paso con él y enseñarle a ella como debía entrenarlo. La muchacha vino con el perro y la traílla que yo había fabricado por la mañana, y le enseñé la forma correcta de colocársela en el cuello, mostrándole que si lo hacía al revés, no se aflojaría cuando el perro dejase de tirar. Hecho esto, tomó ella la correa y nos fuimos paseando. Al volver, al cabo de media hora, cuando le sacó la traílla, le entregué el collar que le había comprado, avisándole que debía quitárselo durante el entrenamiento, pero el resto del día debería llevarlo puesto. Paulinha, cuando vio el perro con aquel collar, dijo:
– Parece un perro mucho más peligroso – El cachorro malamente pesaba 5 Kg.
– Sí, y te defenderá con riesgo de su vida. Puedes tenerlo por cierto.
Sabiendo que Amália estaba en el solárium, subí a mi habitación a ponerme un pantalón corto. No tenía traje de baño, pues no creí necesitarlo en la quinta. Bajé a reunirme con ella y a pedirle un favor que no sabía si me concedería. Pero esperaba que con el compromiso estuviese tierna y no me pusiese demasiadas pegas.
Marta me indicó la entrada al recinto, ya que desde el exterior eran tres muros ciegos, para proteger la intimidad, y me dirigí al encuentro de Amália.
Al entrar en el recinto, mi mujer estaba acostada en una de las tumbonas, con el tanga escueto de un bikini por toda vestimenta. Al lado de la tumbona, en el suelo, estaba el sostén a juego. Me hice sitio y me senté con ella en la misma tumbona y dándole un beso en los labios, comencé mi maniobra.
– Cariño, mañana es sábado, y como Marta tiene a su marido de permiso en tierra, sería un bonito detalle por tu parte, darles a ella y a Paulinha el día libre. Nosotros podríamos salir a dar una vuelta, y comer y cenar donde nos encontremos. La pobre no ve a su marido muy a menudo.
– También yo tendré a mi marido lejos y tendré que aguantarme.
– No es lo mismo, no seas retorcida. A partir de ahora, yo estaré contigo, como mínimo de viernes por la tarde, hasta el domingo por la noche. Y algunas veces, podremos pasar la noche del domingo, juntos.
– Aún me debe la jugada del arroz malandro.
Bajé mis labios a su cuello, besándola tiernamente, mientras con una mano le agarraba un pecho, acariciándole el pezón con el pulgar, notando como reaccionaba a mi caricia.
– Venga, no seas rencorosa.
– Mmmm, si sigues así, me lo pensaré.
Comencé a bajar mis labios a lo largo de su cuerpo, notando como se estremecía al contacto de mis besos. Mientras con mis manos acariciaba sus pechos iba acercándome a su vientre. Ella gemía y suspiraba, dejándose llevar por los sentimientos. Cuando aparté el tanga, dejando descubierto su sexo completamente depilado e iba a dirigir mis atenciones a él, bajó las dos manos rápidamente atrapándome la cabeza
– Con esa barba, ahí ni se te ocurra meter la cabeza.
– ¿Ni un poquito solamente? –le digo, mientras con un dedo le acaricio el clítoris.
– Ni poquito, ni nada, que todavía tengo marcas del día que llegaste.
– Pues algo tendré que hacer para prepararte para lo que viene a continuación.
– Yo me ocupo, déjame.
Diciendo esto, me acostó boca arriba en la tumbona y sacándome los pantalones, se dedicó a hacerme una felación, mientras con una mano se masturbaba.
Sacándose el tanga, se puso a horcajadas sobre mí y comenzó a cabalgarme. Sus pechos se balanceaban delante de mis ojos. Cuando estaba cerca del orgasmo, pegó su pecho al mío, mientras me besaba en el cuello. Yo tenía su cabeza sujeta por detrás con mi mano y besaba su frente al mismo tiempo.
En ese momento escuché un pequeño golpe en el piso superior de la casa. Alcé la vista y detrás de una ventana, vi la cabellera blanca de Ana María, apoyada en los cristales. Estaba doblada por la cintura, y veía perfectamente sus enormes pechos balanceándose libres. Mientras una mano se perdía de vista por debajo del alfeizar, con la otra tiraba salvajemente de uno de sus pezones. De repente, sin enderezar la espalda, echó atrás la cabeza y vi como abría la boca en un grito que no escuché, al tiempo que sus ojos se ponían completamente en blanco, y su cuerpo se convulsionaba en un orgasmo salvaje.
En ese momento, Amália alcanzó su orgasmo y yo, entre las maniobras de mi mujer y la visión de mi cuñada, la seguí inmediatamente, vaciándome en su interior.
Desde la ventana de mi dormitorio no se veía el solárium. Acababa de saber que desde la del cuarto de Ana María, sí.
Desmadejados sobre la tumbona, le confesé a Amália lo que acababa de suceder:
– Cariño, hemos vuelto a hacer un trío con tu hermana.
– No ha sido culpa tuya. Yo sabía que se veía desde su ventana y no se me ocurrió tener más cuidado. No te preocupes. Ya hablaré yo con ella.
– De lo del día libre de las chicas, ¿Qué me dices?
– Marta nos la ha jugado a Ana María y a mí con su venganza por tu noche en el sofá. Alguien tiene que pagar por ello, y no voy a ser yo – me contestó sonriendo.
Qué retorcida es, la jodida. Hizo suyas mis palabras. Sabiendo que me arrepentiría en cualquier momento de lo que me disponía a decir, le confirmé:
– Yo me hago cargo de su deuda. ¿Te sirve el trato?
– Me sirve, mi amor. Me sirve. –Me dijo, besándome tiernamente.
Durante la cena, en compañía de Ana María, Amália llamó a Paulinha y a Marta. Cuando estuvieron en el comedor les informó:
– Pauliña, mañana no estaremos en casa, ven a la hora que mejor te convenga y arreglas los dormitorios. El resto del día, lo tienes libre.
– Muchas gracias, tía Amália -contestó la muchacha.
– Y tú, Marta, aprovecha que tienes a tu marido en casa, y tómate también todo el día libre. Disfrutad juntos.
– Muchas gracias, tía Amália. No sabe cuánto se lo agradezco.
– Marta, los hombres siempre hacen causa común entre ellos. No me lo agradezcas.
Marta desvió la vista hacia mí y me lo agradeció con una sonrisa.
Al terminar de cenar, fui a la cocina a por la cafetera, y encontré a Marta dando los últimos toques para dejar la cocina arreglada. Cuando me vio entrar, me besó en la boca y dijo:
– No se equivoque. Esto es porque es usted un “hombre”, y no se va a repetir. Pero se está convirtiendo en una costumbre.
– No se apure, Marta. Disfrute con su marido.
Esa noche, mi esposa y yo, viajamos al Paraíso y aunque no nos encontramos con Marta y su marido, yo sabía que andaban por allí también.
Despertamos por la mañana abrazados como solíamos. Su espalda sobre mi pecho y mi brazo debajo de su cuello, con mis manos agarrando tiernamente sus senos.
Nadie llamó a nuestra puerta, tampoco esta noche.
CONTINUARA, espero sus comentarios a favor o en contra. Todos son agradecidos.