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Noche de pasión en Lisboa (VII): Amália recibe un anillo
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Tiempo de lectura: 14 minutos

El hombre está concentrado en su trabajo. Lleva una camisa fina. Ha remangado las mangas enrollándolas por encima del codo. A pesar del calor, debajo lleva una camiseta de asas. Solo los tontos de ciudad desnudarían el torso para ponerse a trabajar bajo este sol. Sabe que cuando moje con su sudor la camiseta, la evaporación de éste creará una corriente de aire por el interior de la camisa, que le refrescará mucho más que si estuviese desnudo. No está dispuesto a pasar tres días penando, a causa de las quemaduras. Por motivos parecidos, va cubierto con un sombrero de paja de ala generosa. No es físico. No entiende el mecanismo de la termodinámica. Es campesino y ese conocimiento le viene de serie. Con el sol no se juega, y menos en el mes de agosto. Se agacha, tomando un botijo y se echa al coleto un generoso trago de agua. Escupe en sus manos, y agarra la azuela.

Con la pericia que da la práctica, va dando cortes precisos en la corteza del alcornoque, tajando justo hasta donde termina ésta. Trabaja con cuidado. Esta es la tercera extracción de corteza de éste árbol. Su padre hizo la primera. El corcho que está sacando ya es de la máxima calidad. Un material uniforme y prieto, prácticamente sin defectos. Sabe que no debe dañar al árbol. Hasta dentro de quince años este alcornoque no volverá a sufrir otro descortezado.

Si se produjese una catástrofe y Europa se hundiese en el mar, Portugal quedaría flotando. Es el primer productor mundial de corcho. Han desarrollado una industria, en la que con él fabrican desde tapones hasta bolsos de señora. Y ésta es una parte de la mayor zona de producción.

En ello estoy pensando, apoyado sobre otro alcornoque pendiente de descortezar, mientras veo sus evoluciones.

Hace un par de horas que he llegado a la quinta. Les he visto trabajar desde la casa, y como es una labor que nunca había visto hacer, me he acercado a curiosear.

Cuando me han visto llegar, la cuadrilla de trabajadores ha parado su trabajo. El que parece el capataz, se ha acercado a mí y mostrándome la palma de su mano derecha, sucia por el trabajo manual, ha girado la muñeca y cerrándola en un puño, me ha ofrecido el dorso para que se lo estreche, en un saludo respetuoso, al tiempo que me dice:

– Bem vindo, Dom Alfredo (Bienvenido Don Alfredo).

– Muito Obrigado, Dom…. (Muchas gracias, don…)

– Alipio, a seu serviço, sou o capataz (Alipio, a su servicio, yo soy el capataz).

– Muito pracer (Encantado).

Uno a uno, me van saludando y presentándose los hombres de la cuadrilla, a los que no conozco de nada y estoy completamente seguro de que ellos jamás me han visto. Pero ellos sí saben quién soy yo. Observo en su pose que me tratan con respeto, pero sin servilismo. Si no fuese porque yo no tengo nada que ver con la finca, diría que se comportan conmigo como lo harían con el dueño. Es más, me tratan como se trata a un “hombre”. Como a un igual.

Le pregunto al capataz como es que saben quién soy, si nunca nos hemos visto, y me contesta con un enigmático:

– Nós sabemos coisas (Nosotros sabemos cosas).

Y entonces comprendo. Recuerdo que el personal de la finca pertenece todo a la misma familia, y lo primero que pienso es que Marta se ha ido de la lengua. Sé que Paulinha no ha sido. La muchacha quiere tanto a Amália, que si ésta le dice que guarde un secreto, se deja matar antes de contar nada. Extrañamente, sé en mi interior que el incidente de la pelea no va a llegar a oídos de los novios. Puedo dormir tranquilo. Aquí rige la ley del silencio y la orden es que ni Magnolia ni su marido lo sepan jamás. Pero Marta se ha asegurado de que se sepa que el compañero de Dona Amália es un hombre que se viste por los pies.

Marta…

Al llegar a la quinta, he aparcado fuera del garaje. Hace poco más de un mes que he estado aquí por primera vez. He vuelto aprovechando el puente de la Virgen de Agosto, sabiendo que Amália no llegaría hasta la hora de la cena. Pero yo me he adelantado.

Cuando me he dirigido a la puerta principal, la he encontrado cerrada. Sin dudarlo he rodeado la casa, yendo hacia la puerta de la cocina, encontrándola también cerrada. Es algo que me extrañó, pues durante el tiempo que pasé en esta casa, nunca había visto ambas puertas cerradas con llave. Así que me acerqué a la ventana de la cocina para ver si estaban en el interior Marta o Paulinha.

Mientras me estaba acercando, vi en pie, de espaldas a la ventana y apoyado en la mesa de trabajo a un hombre que no había visto jamás. Un tipo como de unos cuarenta y pocos años, fuerte; de anchos hombros y con los brazos quemados por el trabajo al sol. Estaba, como digo, apoyado de espaldas, con la parte inferior de los glúteos y los brazos abiertos en compás a cada lado del cuerpo, en la mesa de trabajo. Su cabeza estaba inclinada hacia atrás, como mirando algo por encima del aparador de la loza.

Me coloqué de forma que no pudiese verme a mí y continué observándolo ya que se trataba de una situación extraña. Aquel individuo dentro de la casa, sólo y con todo cerrado.

Entonces veo que Marta emerge delante de él, su cara deformada por la lujuria. Con la blusa abierta y las copas del sostén a la altura del cuello. Mostrando unos pechos plenos y pesados, con areolas oscuras del tamaño de galletas de desayuno y los pezones enhiestos por la excitación. Él le agarra la cara con las manos y la besa en la boca, mientras ella se arremanga la falda hasta la cintura, permitiéndome ver una braga de encaje, de color blanco. Se giran, cambiando de sitio, y él la sienta sobre la mesa, bajando la mano a la entrepierna de ella. Y apartando la braga, se dispone a penetrarla.

Yo ya he visto más que suficiente. Entiendo por qué está cerrada la casa y dado que Marta no corre ningún peligro, y lo que ocurre no es de mi incumbencia, me retiro de la ventana. Es entonces cuando veo, a lo lejos, a la cuadrilla que está trabajando en los alcornoques, y me dirijo hacia allí.

Voy pensando en si comentarle algo a Amália de lo sucedido y decido que mejor no. No le están haciendo mal a nadie y creo que mi amiga todavía le tiene marcado en rojo el tema del arroz malandro. Y le temo a las venganzas de mi amiga. Aunque no son peligrosas, tiene una rara habilidad para hacer que sean de lo más incómodas, en el momento que menos te apetece.

Después de pasar un rato con la cuadrilla de leñadores, y considerando que les he dado tiempo suficiente a Marta y a su acompañante, me despido de ellos y me dirijo nuevamente a la casa.

Al acercarme veo que la puerta de la cocina está abierta. Sé que la principal también lo estará, pero decido entrar por la trasera.

Cuando entro, Marta está trasteando en la encimera, empezando a preparar todo para la cena. Siente que hay alguien en la cocina, se vuelve, y no me da tiempo a saludarla

– Dooom Alfredoo, que gusto verle de nuevo por aquí

Diciendo esto, me pone las manos en los hombros y me besa en la mejilla. Al retirarse hacia atrás, con una mano, se recompone el escote de la blusa. Yo pienso “compón, compón, si supieses lo que he visto hace un par de horas…”

– Buenas tardes Marta, el gusto es mío. Estoy deseando empezar a probar esos platos que me prepara.

– ¿Quiere otra vez “arroz malandro”?

– Yo sí, pero en su caso, no jugaría con fuego.

– Puedo prepararlo para usted y para nosotras dos, solamente – me dice soltando una carcajada – ¿Cuándo ha llegado? – Pfffff, y ahora ¿qué le digo?

– Hace un par de horas, pero al llegar vi una cuadrilla sacando corcho y fui a curiosear.

– Mal, muy mal. Lo primero es venir a saludar al personal de la casa – No creo que te hubiese hecho mucha gracia, pienso.

– Marta ¿mi habitación es la misma que ocupé la última vez?

– ¿La de arriba o la del sofá? Me contesta con todo el descaro, riendo.

– La de arriba, Marta. No juegue con fuego.

– Sí, por supuesto. Han dado orden de que se le aloje siempre en ese dormitorio.

– Voy a por mi equipaje y lo subo.

– Refrésquese y no tarde, que hoy cenaremos temprano. Les dejo todo preparado y me iré, que tengo compromisos.

– De acuerdo, Marta. No se preocupe.

Me voy a por mi equipaje riendo para mis adentros. Ya sé yo que compromisos tienes hoy. Lo subo a mi habitación y deshago la maleta, poniendo mi ropa en mi parte del armario. Veo que también hay ropa de Amália en el mismo. Comprendo que lo utiliza habitualmente.

Me ducho y al secarme, me paso la mano por el cuello y noto que necesito un afeitado, pero me escuece algo, con el sudor y el calor se me debe haber irritado. Así que lo dejo para la mañana siguiente.

Vistiéndome con una ropa cómoda y fresca, un pantalón y una camisa de lino y calzándome unas alpargatas con el piso de esparto, bajo al piso inferior.

Al llegar oigo voces en la cocina y reconozco la de Amália hablando con Marta. Empiezo a ir a su encuentro, justo en el momento en que mi amiga sale dirigiéndose hacia donde yo estoy.

Al verme se le ilumina la cara y viene corriendo hacia mí como una adolescente, se me echa al cuello, y antes de decirme nada, me estampa un beso en la boca. Por debajo de su blusa, al abrazarme, noto que trae puesto uno de sus sostenes ortopédicos.

– Hola cariño ¿Cuándo has llegado?, ¿Tuviste buen viaje? – me dice.

– Hola cielo. Llegué hace tres horas, más o menos. Y sí, tuve un viaje tranquilo.

– Ayúdame con el equipaje, que quiero darme una ducha. Hoy tenemos que cenar temprano y apañarnos solos. Paulinha no vendrá hasta mañana, y Marta tiene compromisos.

– Ummmmm, toda la casa para nosotros solos. ¿Marta tiene un “amigo con derechos”?

– Que mente más sucia tienes. El marido de Marta es pescador de altura. Pasa tres meses en el mar y quince días en tierra. Y llegó esta mañana en avión a Lisboa, desde el Índico. Así que ya te puedes imaginar por qué quiere llegar temprano a casa.

Ya cantó la gallina, ya sé quién es el maromo de la cocina, pienso para mí. Aún así no le digo nada a Amália de lo que he visto. Es un secreto que no me pertenece.

Le llevo la maleta a la habitación, aunque noto que es más pequeña que la mía. Pero también es verdad que ella tiene ropa en el armario. Cuando estamos dentro me pide que la deje sola, que se va a duchar y cambiar de ropa.

– Querida, ¿a estas alturas con pudores?

– Cielo, no quieras ver lo que traigo puesto. Esta noche tengo ganas de ponerme al día contigo. Me dice sonriendo, mientras me va empujando hacia la puerta.

– De acuerdo. Te dejo sola, entonces.

– Bajo pronto, no te preocupes.

Cuando baja mi amiga, trae puestas una falda y una blusa, muy sencillas ambas, de algodón y con pinta de ropa fresca y en los pies, unas sandalias planas.

Nos sentamos a la mesa y cuando nos ha servido cena, Marta, dirigiéndose a mi compañera le dice:

– Tía Amália, en la cocina dejo una cafetera preparada. ¿Necesitan algo más antes de que me vaya?.

– No, Marta, muchas gracias. Hasta mañana.

– Buenas noches, Marta. Hasta mañana – Saludo yo a mi vez.

Entonces, al quedarnos solos, me dirijo a mi amiga:

– ¿Tía Amália? ¿Desde cuándo?

– Sí. Al parecer, ya soy decente. A partir de la semana siguiente a la de la boda, todo el personal de la quinta empezó a dirigirse a mí con el calificativo.

– ¿Sabes que me ha pasado hoy? Estuve viendo como descortezaban los alcornoques, y cuando me acerqué a los operarios, el capataz inmediatamente se dirigió a mí como “dom Alfredo”. Toda la cuadrilla me trataba como si yo fuese el dueño de la quinta. Cuando le pregunté cómo sabía quién soy yo, no habiéndonos visto nunca, me contestó “Nosotros sabemos cosas”. Creo que Marta ha contado lo de la pelea en la boda.

– ¿Por qué Marta? Pudo ser Paulinha la que contó lo que sabía.

– Amália, Pauliña es un culo inquieto, una chiquilla alocada. Pero a ti te adora. Si tú le has dicho que no diga nada, se deja arrancar la piel antes de soltar prenda.

– Pues ya está, entonces. Han decidido que la quinta ya tiene un hombre otra vez, y su mujer, por supuesto, es “La Tía”. Aunque no estemos casados. Llevaban seis años sin utilizar el tratamiento.

– Pues si eso es lo que ha ocurrido realmente, puedes creerme, me gusta.

Terminamos de cenar y nos sentamos en el suelo, apoyados en el Chesterfield mientras tomábamos café. Amália no quiso que le sirviese ningún licor, pero de vez en cuando, le daba pequeños sorbos a mi copa de coñac. Allí, sobre la alfombra, la empujé hasta que estuvo tendida y me acosté a su lado besándola en el cuello mientras acariciaba sus muslos por debajo de la falda. Ella abrió las piernas, permitiéndome llegar con mi mano hasta su sexo, y comprobar que no se había puesto ropa interior. Mientras, con su mano me acariciaba el pene por encima del pantalón. Cuando me besó, sintiendo la barba hirsuta me dijo:

– Cariño, esa cara, con esa barba, hoy no la vas a acercar a ningún sitio, te lo advierto.

– ¿Me afeitarás tú mañana?

– Mañana será otro día, pero hoy… a ver cómo te las apañas para darme lo mío, que llevo varios días esperando este momento.

Esa noche me apañé para darle lo suyo, y un porcentaje de propina, y desperté con su espalda en mi pecho, y sus pechos agarrados con mis manos. Estaba en Portugal y por lo que se ve, aquí no se dormir de otra manera. También me cobre lo mío. Que conste.

Al despertarnos, le pedí a Amália que me afeitase, tal y como había hecho la mañana de la boda y ella por toda contestación, me señaló la butaca. Me senté de la misma manera que lo había hecho aquel día y ella repitió los mismos pasos que había realizado. La diferencia es que esta vez, ella no llevaba la bata, y teníamos tiempo para hacer lo que quisiéramos. Y claro, lo que quisimos, pasó.

Me duché en primer lugar y cuando me estaba vistiendo, Amália entró a la ducha. La escuché rezongar y me asomé al baño. Mientras se frotaba la entrepierna con una esponja decía entre dientes:

– Cómo escuece. Con esa barba no me vuelve a meter aquí la cabeza. Menuda avería tengo.

Riendo en voz baja, me retiro antes de que me oiga y termino de vestirme.

Cuando sale de la ducha, le pregunto si tardará mucho para bajar a desayunar juntos y me contesta que baje yo, que ella aún se demorará un rato porque quiere repasar la ropa o algo así.

Entro en la cocina y lo primero que veo es a Marta, doblada por la cintura, con las piernas rectas, abiertas en compás y trasteando en el horno, de espaldas a mí. En esa posición el culo tensa la tela de la falda. Y qué culo. No tengo tiempo de saludarla cuando sin volverse a mirarme, me dice:

– Buenos días, Dom Alfredo, ¿le gusta lo que está viendo?

– Perdón Marta, no pretendía asustarla, ni me esperaba encontrarla así.

– Es la parte que le faltaba por conocer, el resto ya lo ha visto. Y no verá más, se lo aseguro.

– Perdone Marta, no entiendo a qué se refiere.

Entonces, me agarra por un brazo y me pone delante de la mesa de trabajo, mirando hacia la ventana, en el lugar que ella estaba ayer por la tarde y me dice:

– La próxima vez, aprenda a esconderse mejor. Desde aquí se controla todo el patio a través de la ventana. Mi marido no se dio cuenta, pero cuando me levanté yo le vi inmediatamente.

– Lo siento Marta, me encontré la casa cerrada y quise ver si estaban usted o Paulinha a través de la ventana, cuando vi a un hombre desconocido, sólo y con la casa cerrada. Lo estaba vigilando a ver que ocurría. Cuando comprendí lo que estaba pasando, y que usted no corría peligro, me fui inmediatamente y les dejé en la intimidad. Lo que vi fue totalmente accidental. Créame.

– Lo sé, vi su sombra en la pared cuando se alejaba. Sabía que no se iba a quedar mirando, por eso continué con lo que estábamos. Y no me equivoqué con usted. Cuando volvió no hizo ningún comentario, y no le ha dicho nada a la tía Amália. Ha guardado el secreto. Gracias.

Levantó la cabeza hacia mí y me estampó un beso en la boca, al tiempo que me decía:

– No se equivoque. Esto es porque es usted un “hombre”. Y no se volverá a repetir. Ahora… ¿quiere desayunar?

– Sí, Marta, muchas gracias. ¿Podría servirme el desayuno en la terraza?

– Claro que sí. Váyase a la mesa que ahora se lo llevo.

Sentado en la mesa, observo como Marta viene hacia mí con el servicio del desayuno. Trae puesta “la sonrisa”. Yo he cumplido como varón esta noche, pero a ella le han arrugado a gusto las sábanas debajo de la espalda, y se le nota en la cara. Lo cierto es que es una mujer muy guapa y me alegro de su felicidad.

Cuando termina de ponerme el desayuno me pregunta:

– Una última pregunta, Dom Alfredo ¿Lo que vio ayer, le gustó?

– Mucho, Marta. Mucho. Puede creerme. Es usted una mujer muy apetecible.

– Gracias.

Y se fue a la cocina a continuar con sus cosas. No volvimos a comentar nunca más el incidente.

Al terminar mi desayuno y fumarme un cigarrillo, viendo que Amália no había bajado todavía, me dirijo a mi habitación para ofrecerle mi ayuda en lo que esté haciendo. Casi llegando a la escalera, veo que la bola de pelo con pretensiones de perro de Paulinha, entra y sale correteando por la puerta del salón y la escucho rezongar enfadada. Me acerco y me quedo apoyado en el montante de la puerta, en silencio, sonriendo ante lo tengo delante de mis ojos.

Paulinha, con la cabeza medio metida debajo de un mueble y con un brazo estirado, está tratando de agarrar algo. Tiene todo el pecho pegado al suelo y las rodillas totalmente separadas, con las piernas arrodilladas y el culo en pompa. Va cubierta con una falda a medio muslo de algún tejido muy elástico. La falda está completamente tirante por la postura. Y le oigo que refunfuña:

– Bolacha (Galleta) estúpido. Por tu culpa nos van a echar a los dos de la quinta. Sabes que no puedes entrar en la casa a jugar con la pelota. La tía Amália me va a reñir. Y como me riñan a mí, le voy a decir a Marta que no te guarde huesos.

El perrito, al oír su nombre, se acerca por detrás jugando y empuja con el hocico el borde inferior de la falda de Paulinha. Entonces, debido al estiramiento, la falda se enrolla, remangándose completamente, dejando a la vista un tanga tan ancho en la entrepierna, que el clítoris asoma por los dos lados al mismo tiempo, dejando el culo y el sexo de la muchacha totalmente a la vista. Al intentar bajarse la falda, Paulinha mira hacia atrás y me ve a mí en la puerta. Da un respingo y se golpea la cabeza con el borde inferior del mueble. Pega un grito, y mientras se frota la cabeza, e intenta recomponerse la falda, me espeta:

– Vovô, porco, não olhe (Abuelito, guarro, no mires). – Lagrimeando por el dolor del golpe.

Corro hacia ella, y agachándome, la ayudo a levantarse lentamente. Mientras le inspecciono la zona del golpe, ella forcejea con la falda para ponerla en su sitio. No veo sangre en la cabeza, pero como no pongamos remedio va a tener un buen chichón. Le paso un brazo por la espalda, a la altura de los hombros y la voy dirigiendo hacia la cocina, donde Marta nos podrá dar hielo para evitar la hinchazón. Mientras vamos de camino me dice:

– Vovô, no le digas nada a la tía Amália, por favor. Me va a reñir y no me van a dejar tener al perro en la quinta. Y él no es malo, pero es un cachorro y todavía no sabe comportarse como un perro educado – Tan alocada como buena persona. Tiene un golpe en la cabeza, y la amenaza de una reprimenda, y su única preocupación es que no echen al perrillo de la finca.

Marta, cuando ve como viene Paulinha, y al decirle que tiene un golpe en la cabeza, inmediatamente coge unos cubos de hielo de la nevera, y envolviéndolos en un trapo, se los pone en la zona afectada, poniéndole a continuación la mano de ella para que sujete el emplasto.

– ¿Qué hizo el perro esta vez? – Le pregunta a Paulinha.

– La versión oficial es que se me cayó la cartera debajo del mueble del salón y Paulinha al meterse debajo para cogerla, se golpeó la cabeza. – Le contesto yo.

– Pero en realidad fue el perro, ¿verdad? – Insiste Marta.

– Bueno, Marta. Todos tenemos secretos ¿No le parece?

– Tiene razón – Me responde con una sonrisa cómplice. Y no insiste más en el tema.

Le doy un beso en la frente a Paulinha y las dejo a ambas en la cocina, volviendo a tomar el camino de mi habitación. Voy pensando que aún no llevo un día en la casa y tengo los ojos cansados de ver lo que no debería.

Durante la comida, Amália me va poniendo al día de los últimos acontecimientos familiares:

– Ana María y João han decidido divorciarse y ya han presentado los papeles. Va a ser un proceso sencillo, según creo. No hay pensiones que negociar y el dinero es de mi familia. Solamente en lo que afecta a los negocios de mi cuñado habrá algún reparto por gananciales. Al parecer en poco tiempo la cosa estará hecha.

Tal y como ella pensaba, él tiene una amante desde hace casi cinco años. Y ya ha empezado a comportarse como la esposa oficial. Él ha dejado el apartamento que compartía con Ana María y ya no viven juntos.

A mi hermana ahora la veo mucho más tranquila, como si se hubiese quitado un peso de encima. Está mucho más alegre y con ganas de vivir. Esta noche vendrá a la quinta. Mañana tenemos que hacer gestiones con los braceros para estudiar como va la producción de corcho. Aunque yo soy “La Tía Amália”, realmente la quinta nos pertenece a las dos.

Aquí me saltaron todas las alarmas. Ana María en la quinta, libre y deshinibida, no es una combinación que me apetezca mucho. Aún recuerdo una noche que no debería haber ocurrido.

Pasamos el resto del día como dos tortolitos, de acuerdo a la costumbre que habíamos desarrollado en los últimos tiempos, y cuando nos fuimos a dormir, Ana María aún no había llegado a la finca.

Al levantarme por la mañana, mientras esperaba que Amália terminase de vestirse para bajar a desayunar juntos, salí de la habitación para explorar un poco la casa, ya que no la conocía en su totalidad. Al fondo del pasillo donde estaban nuestras habitaciones había una puerta, la abrí y entrando me encontré en una especie de sala de costura. Algo muy femenino, en todo caso. Fuí hacia la ventana para ver las vistas desde ese ángulo de la casa, y debajo de esa ventana, en el nivel del suelo, habían construido una especie de patio cerrado, con unas tumbonas a modo de solarium. En una de esas tumbonas estaba Ana María, completamente desnuda, dándose aceite protector.

La visión de aquel cuerpo, que yo habia acariciado y del que había gozado una noche, y las manipulaciones de ella dándose el protector, me produjeron una erección inmediata. Cuando me dí vuelta para retirarme, me dí de manos a boca con Amália, que habiendome visto a través de la puerta, venía a mi encuentro. Se dió cuenta inmediata de mi estado, y acercándose a la ventana, vio el motivo.

– ¿Quieres acostarte con ella, otra vez? – me preguntó, serena.

– Cariño, por querer, sí que quiero.

– Todo se puede arreglar, si se quiere.

– Amália, tenemos que hablar seriamente tú y yo.

La tomé de las manos y nos sentamos juntos en un confidente.

– Amália, debemos aclarar nuestra relación. Por mi parte, ha pasado del estado de amigos que se acuestan ocasionalmente. Me gustaría tener algo más contigo. No sé si tú sientes lo mismo.

– Alfredo, cuando te llamé para que me acompañases a la boda, creía que nuestra relación era esa. Durante la semana me dí cuenta que éramos algo más. Cuando dormimos con mi hermana, sentí que si estabas conmigo, estabas conmigo. No te quería compartir. Y la mitad del disgusto que me llevé con Paulinha, además de que no esperaba que te hubieses aprovechado de ella, me dí cuenta de que era porque me dolía que te fueses con otra. Yo tambien siento algo más.

– Comprenderás que en este momento, no podemos vivir juntos. Ambos tenemos responsabilidades que hasta dentro de unos años no podemos eludir. Pero me gustaría gozar de tu compañía tanto tiempo como pueda.

– A mí tambien. Y cuando sea posible, volveremos a estudiar el tema ¿Te parece?

– Me parece perfecto.

Allí en ese confidente, a solas, nos besamos con la pasión de dos enamorados.

Esa tarde, mientras ellas fueron a tratar los asuntos de la finca con los trabajadores. Yo busqué a Paulinha.

– Paulinha, ¿sabes donde guarda la tía Amália sus joyas?

– Sí, ¿por qué?

– Necesito que me lo enseñes, tengo que coger un anillo suyo. Y necesito que me lleves rápidamente a donde haya una buena joyería. ¿Me ayudas?

– Claro Vovô, claro que te ayudo.

– Pero guarda el secreto.

Encontramos en el joyero el anillo con la esmeralda que lució en la boda, y partimos rápidamente a la joyería. Compré dos alianzas, una para ella y otra para mí.

Despues de cenar, y en presencia de su hermana y de las chicas de la casa, le mostré la alianza y le declaré mi amor. Ella se puso la alianza a la manera portuguesa, en la mano izquierda. Yo me la puse a la manera española, en la derecha. Hasta poder ir a más, formalizamos allí nuestra relación. Como en siempre, estos casos, fuimos acompañados de un coro de llantos y felicitaciones.

Esa noche fue a Amália a quien le arrugaron a gusto las sábanas bajo su espalda. Y despertamos abrazados como de costumbre.

Nadie llamó a la puerta.

CONTINUARA, si les ha gustado envíen comentarios, a favor o en contra, los agradeceré

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