Estoy sentado en el chesterfield del salón, esperando que baje Amália para irnos juntos a pasar el día a Coímbra, a menos de 100 km. al norte de la finca.
Hoy, sábado, será el último día completo que pasaré esta semana con mi amiga, ya que mañana por la mañana volveré a España y necesito dejar cosas arregladas para comenzar la semana de una forma ordenada.
Pienso en lo que ha ocurrido desde el pasado domingo y que el marido de Ana María, llegará hoy a comer a la quinta. Nos marcharemos antes de que llegue, y procuraré por la noche coincidir lo menos posible con él, sin resultar grosero.
Es posible que no sea un tipo muy de fiar. Probablemente tenga una querida. Pero eso son asuntos privados en su matrimonio. A mí, personalmente, no me ha ofendido con nada. Y yo he tenido a su mujer entre mis brazos. Y tengo normas. Normas que no me permiten verle a la cara con comodidad, sabiendo lo que ha ocurrido. Jodidas normas. Cuando se transgreden, alguien tiene que pagar.
Pero ceñirse a esas mismas normas también conlleva consecuencias, justificando a veces sobradamente su existencia. Porque aunque en este momento es imposible que yo lo sepa, al ceñirme a ellas estaré forjando un futuro de felicidad. No solo para mí.
Dentro de tres años, en un viaje sin avisar a la quinta, en compañía de Amália, cuando entre en esta sala; sentada exactamente donde yo estoy ahora, encontraré a una Paulinha mucho más mujer, amamantando a una niña. Niña que llevará toda su vida el nombre de Minerva, porque Alfreda o Alfredina me resultan tan horrorosos, que me negaré a que castiguen a la niña con ellos.
Cuando las vea, Paulinha tendrá cubierto su seno y la cabeza de la niña, guardando el pudor mientras la alimenta, con una prenda de seda de color azul metálico, que me resultará conocida, sin recordar por qué.
Y con voz muy queda, procurando no alterar la tranquilidad del momento, conversaremos:
—bom dia, vovô (buenos días abuelito)
—bom dia, minha nena (buenos días, mi niña)
—Olha, é o fruto de uma linda recordação (Mira, es el fruto de un bonito recuerdo)
—¿ele te ama? (¿él te quiere?)
—com loucura (con locura)
—¿e você, você ama ele? (¿y tú, lo amas a él?)
—com minha vida (con mi vida)
—Deixa eu ver (Déjame verla)
Paulinha retirará la prenda de seda. Y permitiéndome ver su seno, al tiempo que veo la cara de la niña, le dirá a ésta:
—Olha, meu tesouro, é o vovô (Mira, mi tesoro, es el abuelito).
La niña soltará el pecho de la madre y girando su carita hacia mí, hará una mueca con su boquita, que yo interpretaré como una sonrisa. Y cuando la madre vuelva a ponerla al pecho y la cubra con la prenda, recordaré de repente donde fue la última vez que vi ese pañolón de seda, de color azul metálico.
Y un hombre, que en esta casa goza de marchamo de tipo duro y peligroso, al tiempo que besa tiernamente a la madre en la frente, llorará de felicidad en silencio mientras la emoción le atenaza la garganta. Porque sabe en su corazón, que en verdad, ambas son sus nietas.
Benditas normas.
—Dom Alfredo… Dom Alfredo. ¿me está escuchando?
—¿Cómo?… Perdón Marta, estaba distraído pensado. Dígame ¿qué desea?
—Dona Amália me ha dicho que mañana usted ya no comerá con nosotros. Que esta noche será su última comida en la quinta. He pensado en matar un pato y hacer “arroz de pato” en su honor, ¿Le gusta?
—¿Seco o grasiento?
—Muuuy grasiento – Me dice entrecerrando los ojos y componiendo una cara lujuriosa.
—Mmmm, me va usted a acabar con la salud, Marta.
—¿Prefiere que le prepare “arroz malandro”?
—¿De pato? Nunca lo he comido. Siempre me lo han servido de gallina o de conejo.
—Es una receta mía. ¿Le apetece probarla?
—Por supuesto Marta, será un placer.
Marta es la típica cocinera rural, que cree que su deber primigenio es cebar a sus comensales. La que viendo sentado a la mesa a un tipo que pesa 140 kg. en canal, mientras le atiborra el plato, le espeta: “Tengo la impresión de que has adelgazado mucho últimamente”. Y sigue a rajatabla los dos primeros mandamientos de las Tablas de la Ley de la cocinera: “Esta es mi cocina, y aquí mando yo” y “En esta casa se come lo que yo ponga en la mesa”. Desde que el lunes le pedí que me preparase la carne de cerdo a la alentejana, juega en mi equipo. Le ha importado menos y nada, que esté todo el elenco familiar en la casa. Ha venido a preguntarme a mí que es lo que yo quiero para cenar. A los demás les toca hacer de comparsas en la mesa. En una semana me he hecho el niño mimado de las mujeres de esta casa. Joder… y me gusta.
Mientras Marta vuelve a la cocina llega Amália a mi encuentro, ataviada para pasar el día en mi compañía. Parece que vamos a asistir al rally de Montecarlo. Trae un pantalón blanco, de pinzas, largo hasta mitad de tobillo, donde tiene un puño que cierra con cuatro botones, ciñéndose a la pierna. Una blusa color púrpura, sin mangas, muy floja y abrochada hasta un botón antes del cuello. En la cabeza una pañoleta que se ha anudado dando una vuelta con las puntas alrededor del cuello, formando una suerte de capucha y calza unas manoletinas color azul marino. Para completar el conjunto, trae unas gafas de sol con montura “ojos de gato”, al estilo de los años cincuenta.
—¿Salimos ya? Alfredo.
—Voy a por las llaves de mi coche, y partimos.
—¿No te gustaría ir hoy con el mío?
—¿Podré conducirlo un rato?
—Todo el rato que quieras. Así yo tendré las manos libres – me dice con una sonrisa torva.
—Miedo me das. Jajaja.
Al dirigirnos a coger el coche, se cruza por delante de mí una pelota de goma, y detrás, como un relámpago, aparece un cruce entre rata y canguro. Un cachorro de perro, hijo de mil padres, que tiene un vago parecido con un terrier. Al mismo tiempo escuchamos un potente silbido, tipo pastor y una voz que grita:
—Bolachaaa, Bolachaaa (Galleta) – Paulinha (¿Cómo no?) aparece corriendo tras el perrillo y al verme me saluda
—Vov… Dom Alfredo, buenos días – Acaba de ver a Amália e interrumpe el tratamiento de abuelito, sonrojándose.
—Buenos días Paulinha – Saludamos ambos a la vez – Por favor, amarra al perro, que vamos a salir con el coche.
—Ahora mismo lo sujeto. Tengan buen viaje.
—Gracias. Nos vemos por la noche.
Después de ayudar a mi amiga a franquear la complicación del acceso al coche, me encuentro en el puesto de conducción, admirando esta joya de la automoción. Enciendo el automóvil y en mis manos, a través del volante de pasta blanca, siento la vibración del motor de inyección de seis cilindros y tres litros de cilindrada. Sus más de 200 cv de potencia se reflejan en el velocímetro, que declara una velocidad de 270 km/h. Para frenar este monstruo solo cuento con tambores en las cuatro ruedas. La sensación que tengo en este momento, debe ser parecida a la que sentiría quien se atreva a montar sobre una pantera. Embrago la primera velocidad y salimos de ruta.
Podría tomar la autopista, y en poco más de treinta minutos estaríamos en Coímbra, pero quiero disfrutar conduciendo, así que tomo la carretera nacional. Este coche es para lucirlo, y mucho mejor cuando uno lleva a su derecha una mujer como la que me acompaña. Así que en unos cómodos 80 km/h cubro la práctica totalidad del camino. Amália me mira sonriendo, con la misma mirada que tiene una madre al ver a su hijo disfrutar con un juguete que le hace ilusión.
Durante el trayecto vamos conversando y le comento a mi compañera el comportamiento tan relajado que observo en la casa entre los dueños y el servicio y Amália me pone al corriente del porqué de esa relación:
—Supongo que has visto la fecha que consta en el dintel de entrada de la casa. Pues bien, aunque no tenemos registros fiables, creemos que la familia de Paulinha ha trabajado con nosotros desde que la quinta se creó. Tanto el servicio doméstico como los trabajadores de la finca, siempre, desde que hay memoria, han pertenecido a la misma familia. De hecho Marta es prima segunda de Paulinha.
Piensa que, hasta que se apareció La Virgen, ésta era una zona deprimida, en la que el único modo de vida era la agricultura. Con el desarrollo de la zona, nuestra familia ayudó económicamente a la suya a crear negocios de hostelería y restauración en el pueblo. Más que empleadores y empleados, casi somos familia entre nosotros. De hecho, por tradición, a la mujer del dueño de la casona, siempre le han dado el título de “Tía”. La última fue mi difunta madre “La tía Carmen”, y aunque no han empezado a utilizarlo, probablemente porque no estoy casada, has de saber que la actual tía soy yo.
—Ya he notado que la relación es muy familiar, por eso te lo comentaba. Por ejemplo, Paulinha estaba jugando con el perro, como si estuviese en su casa.
—No me hables del perro. Apareció hace unos meses en casa con un cachorrillo que casi ni estaba destetado. Lo había encontrado dentro de un contenedor de basura en el pueblo y lo metió en la finca sin siquiera pedir permiso. Nos nombró a Ana María y a mí madrinas del chucho. El perro oficialmente es suyo, pero adivina quién paga los gastos de veterinario y seguro.
—Paulinha es un cielo de muchacha. Le he cogido mucho cariño durante esta semana.
—Pues tanto ella como Marta también te han integrado a ti dentro de la familia de la quinta. Marta me ha pedido permiso hoy para matar un pato en tu honor y hacer arroz de pato.
—Sí, me lo comentó, pero al final me propuso en lugar de arroz de pato, hacerme un arroz malandro de pato. No lo he comido nunca. Estoy deseando probarlo esta noche.
—La madre que la parió. Esta me la paga. Juro que me la paga.
—¿Por qué? ¿Qué ha hecho la pobre Marta? – pregunto intrigado.
—Tanto Ana María como yo detestamos las salsas hechas con la sangre del animal, como el arroz malandro. Y Marta lo sabe perfectamente.
—No se me alcanza el por qué me lo ha propuesto, entonces.
—Nos está haciendo pagar el haberte hecho dormir el jueves en el sofá del salón – Dice mi amiga enfurruñándose.
—Pues dale un beso asesino. Jaaaaa.
Entramos en Coimbra por el sur, cruzando la ciudad. A la altura del hotel Astoria, giro a la izquierda y cruzando el puente sobre el río Mondego, me dirijo hacia el convento de Santa Clara a Nova y el “Portugal dos pequenitos”. Frente a la entrada de éste hay una larga avenida en la que puedo aparcar el coche con seguridad.
Nos apeamos, y al ver de frente la entrada del “Portugal dos pequenitos”, Amália me comenta que hace muchos años que no lo visita y le apetecería pasearlo en mi compañía. Así que nos dirigimos a la taquilla y solicito dos entradas. Es un parque en el que están representados a escala los monumentos más representativos de Portugal, así como sus casas más típicas y unos pabellones en los que están glosados aspectos representativos de la vida y costumbres de sus colonias.
Paseamos de la mano tranquilamente y mi compañera se está comportando como una adolescente. Cada vez que estamos dentro de algún edificio que pueda ofrecernos alguna intimidad, aprovecha para colgarse de mi cuello y besarme, arrimándose a mí como una quinceañera enamorada. Yo, que no soy muy partidario de mostrar esos sentimientos en público, sin embargo me encuentro muy cómodo y disfruto del paseo. Cuando terminamos la visita es prácticamente la hora de comer.
Salimos y nos dirigimos hacia unos restaurantes que hemos visto en la acera de enfrente, y compartimos un “bacalhau a Lagareiro”, acompañado de una botella de tinto del Douro.
Al terminar de comer, cogemos el coche y subimos a la zona de la Universidad y paseamos toda la tarde como una pareja de enamorados. La verdad, no sé si lo que tenemos entre nosotros es amor, pero ciertamente se le parece bastante. Tengo que hablarlo con Amália a no tardar mucho. Pero necesito tiempo para poner en orden mis sentimientos.
A la hora de volver hacia la quinta, decido tomar la autopista. Este coche me está pidiendo que lo ponga a prueba. En plena autopista, y en una zona casi sin tráfico, le entierro el acelerador y durante un par de minutos voy conduciendo a 190 km/h según el cuentaquilómetros. Ya me he sacado la espina, así que levanto el píe y termino el trayecto a una velocidad mucho más moderada hasta que arribamos, por fin, a la quinta.
Al meter el coche en el garaje, aparte de la berlina de Ana María, aparcada en un lateral, hay una moto, grande como un camión articulado. Amália me dice que es el capricho de su cuñado. No entiendo de motos, y no sé qué modelo es, pero sí reconozco el logotipo de Harley Davidson. Realmente es una máquina preciosa.
Cuando veníamos de camino, Amália contactó telefónicamente con Ana María, avisando que ya estábamos llegando, por lo que ya estaba la mesa preparada y nos dispusimos a cenar.
Nos sentamos a la mesa por parejas, de tal manera que yo quedé enfrentado con Ana María y su marido enfrentado con Amália, lo que íntimamente agradecí. No me sentía con ánimos de verle a la cara durante toda la cena. El trato entre nosotros dos seguía siendo correcto, pero distante.
Paulinha trajo el arroz famoso, y lo puso en la mesa, cabizbaja, sin mirar a las mujeres a la cara. Lo que en ella era toda una declaración de intenciones. Sabía el por qué del plato. Había hablado con Marta, y tengo para mí, que ella estaba de acuerdo.
Ana María, al ver el arroz malandro, levantó la vista interrogando a Amália, y mi amiga le hizo un ademán imperceptible que significaba algo así como “después te cuento”. He de decir que por no dar el brazo a torcer, ambas se sirvieron y dieron cuenta de sus raciones como si no ocurriese nada. O eso, o es que sabían a ciencia cierta que no había nada más preparado para cenar. Conocían a Marta.
Cuando terminó la cena, me disculpé diciendo que iba a felicitar a Marta por la cena, como así hice. Al entrar en la cocina, Marta y Paulinha estaban cenando juntas, dando cuenta de un arroz con los menudillos del pato. A pesar de haber cenado maravillosamente se me hizo la boca agua. Me encantan ese tipo de arroces.
—Marta, le felicito por el arroz, estaba delicioso. Y quisiera además darle las gracias por las atenciones que ha tenido durante la semana conmigo. Me he encontrado como en mi propia casa.
—¿En su casa también duerme en el sofá? – Me contesta con todo el descaro, mientras me sonríe.
—A veces, Marta. A veces. – contesto sonriendo, a mi vez.
Quiero aprovechar para despedirme de ustedes, ya que mañana salgo temprano y probablemente no tendré tiempo de hacerlo adecuadamente.
—¿Puedo darle un beso? – Me solicita
—Claro que sí. Y dos si quiere.
Se levantó de la silla, y limpiándose las manos en la punta del delantal que todavía llevaba puesto, me las puso en los hombros y me estampó un beso en la mejilla al tiempo que me decía:
—Volte sempre (vuelva siempre). – Ya soy oficialmente de la familia.
Me despedí de Paulinha con un beso en la frente, recomendándole que se portase bien y que no hiciese enfadar a las señoras, con el convencimiento íntimo de que ella seguiría haciendo lo que le saliese del moño y volví al salón.
La sobremesa estaba siendo tensa, Ana María y su marido aún arrastraban las consecuencias de la tensa conversación del domingo anterior. Además había pasado la noche del jueves, aunque él no lo sabía. Amália y yo nos sentíamos incómodos en medio del disgusto del matrimonio. Así que pretextando cansancio por una semana demasiado ajetreada, lo cual no era totalmente mentira, solicité me disculpasen para retirarme a dormir. Amália, dirigiéndose a mí, me dijo que ella me acompañaría en un rato.
Subí a mi habitación y entrando en el baño, me desnudé y me dí una ducha. Salí y completamente desnudo, me metí en la cama, recostando mi espalda sobre el cabecero.
Apenas me había acostado cuando veo abrirse la puerta y Amália entra en la habitación. Quedándose frente a mí, se fue desnudando poco a poco. Cuando estaba en ropa interior, se soltó el sostén y se masajeó los hombros. En ese momento pensé que durante toda la semana, mi amiga había utilizado sostenes normales. Tenía que tener la espalda y el cuello destrozados por el peso de su pecho. Ella se inclinó hacia adelante y se sacó la braga, introduciéndose en la cama conmigo.
Me pidió que me acostase y puso su cabeza en mi pecho, pasándome una pierna doblada por encima de las mías. Yo le pasé una mano por detrás de su espalda, y con la otra, comencé a acariciarle el pecho al que podía acceder con comodidad. En mi muslo noto el contacto de su sexo desnudo.
—Amália, esta semana no te he visto nunca con uno de tus sostenes especiales, tienes que estar dolorida. – Le comenté.
—Créeme, cariño, no quieres verme con uno de esos sostenes. Tendrías que estar muy necesitado para que te excitases.
—A mí me excitas hasta vestida.
—No seas pelota, que todos sois iguales.
—Sí, pero yo duermo contigo.
Al no contestarme me doy cuenta de que se ha quedado dormida. Yo acerco mi cara a su pelo, aspirando su perfume, mientras continúo acariciándole el pecho.
Lo siguiente que recuerdo conscientemente es despertar por la mañana abrazados como acostumbramos a dormir. Amália dándome la espalda, con uno de mis brazos debajo de su cuello, y mis manos agarrándola por los dos pechos. No tengo ni idea de cuando hemos cambiado de postura.
CONTINUARÁ.
Agradezco sus comentarios, tanto a favor, como en contra.