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Viaje de egresados
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Tiempo de lectura: 7 minutos

Desde que mis hijas comenzaron el colegio siempre fui de esos padres que trato de acompañar en todo lo posible. La más grande, que ahora tiene 25, la del medio que tiene 23 y Yanina, que termina este año el colegio, con 18 años cumplidos porque es de septiembre.

Debo confesar que en casi treinta años de matrimonio llevo una vida sexual aburrida. Llena de intenciones, pero escasa de emociones. De vez en cuando hacemos el amor con mi señora sólo como para mantener un mínimo vínculo con lo que alguna vez fuimos, tiempo atrás.

No tengo ninguna fobia con mi matrimonio ni me esperaba una experiencia de esta naturaleza a los 59 años, casi al borde del retiro en lo que al sexo respecta, pero sin inconvenientes a la hora de acostarme con alguien. Debo confesar también que en estos treinta años sólo he sido “infiel” en alguno que otro viaje, pero en ambas oportunidades requiriendo servicios de los books de los hoteles en los que me tocó hospedarme. Experiencias que tuvieron lo suyo, pero de las cuales tampoco me enorgullezco.

A principios de este año, con lo difícil que está la situación económica en mi país, acepté una especie de retiro pre jubilatorio, en la que me siguen aportando hasta que cumpla los 65 años las cargas sociales y un salario menor, pero en la que estoy virtualmente desocupado.

Por ese motivo cuando se hizo la reunión de padres de las seis divisiones que tienen los tres turnos del colegio, por amplia mayoría fue elegido como uno de los padres que acompañaría a los chicos en el viaje de egresados. Yo no quería saber nada, pero fue Yanina la que me convenció de que aceptara, que ella se iba a sentir más segura y que no tenía ningún problema en que compartiera esa experiencia con ella. “Es más divertido si no van tus padres”, le dije para tratar de hacerla desistir. “Yo me sentiría más tranquila, aun haciendo lío, si estás por ahí cerca. Yo sé que no me vas a hinchar demasiado, te conozco”, me respondió y tenía razón.

Yo nunca fui uno de esos padres cuida que se pusiera pesado con las elecciones de sus hijas. Eran otros tiempos también en los que había menos teléfonos celulares y todo se arreglaba casi de antemano, como turnarnos con otros padres para ir a buscarlas en las fiestas o las salidas. En algunos campamentos se había implementado la participación de los padres para que la comunicación fuera más objetiva que sólo la mirada del colegio. Mi mujer también me dijo que fuera, que me iba a hacer bien.

Y cuando llegó el día de la partida tuve que darle la razón. En total éramos seis los padres que acompañamos a los casi 150 estudiantes. Cuatro varones y dos mujeres. Y acá quiero detenerme porque fue donde comenzó la verdadera historia. Una era la mamá de unos trillizos que la habían elegido porque tenía contacto con tres divisiones distintas y la otra, Sabrina, era una morocha de 42 años, abogada, divorciada y con un cuerpo escultural.

Medía 1.75, tenía los ojos verdes y una boca con los labios resaltados. No había signos de operación alguna salvo una buena retocada en las tetas que se les dejaba bien paradas con dos pezones que le atravesaban la ropa cada vez que prendían el aire acondicionado del colectivo.

Tenía un jean apretado, de calce bajo, que dejaba asomar una de esos bikinis con hilo dental. Hacía mucho tiempo que no me calentaba ver una mujer y casi instintivamente se me puso duro el miembro cuando le vi el piercing en el ombligo cuando se estiró para dejar su campera de jean en el compartimiento de arriba de los asientos.

“Soy Sabrina, encantada, pensé que estoy iba a estar lleno de vejestorios, pero me parece que me equivoqué”, me dijo con una sonrisa pícara y clavando la mirada en mi entrepierna, con el pene un poco más duro después de la indirecta.

—Te molesta si me siento al lado tuyo? Tengo la sensación de que vamos a pegar buena onda —me dijo y deliberadamente se apoyó en mi pija cuando se quiso acomodar del lado de la ventanilla. “Parece que hay cosas interesantes por ahí”, remató guiñándome un ojo.

Me presenté nerviosamente, le dije que también me alegraba que en el grupo de los padres hubiera gente piola y disimuladamente me acomodé un tablero portátil de ajedrez que llevaba en todos los viajes para matar el tiempo.

El viaje fue parecido al que había hecho hacía más de 40 años y eso me hizo sentir un pibe nuevamente. Pensé que cogerse a otra madre era para quilombo, pero también era consciente de que en un colegio tan grande un polvo se perdería como una aguja en el pajar. Haciendo bien las cosas y con mi hija cerca, podía mandarme una “macana” sin levantar sospechas ni cagarle la vida a nadie. Y en eso me puse desde que advertí que la veterana quería guerra y que me había tirado onda.

Durante el viaje varias veces se inclinó sobre mi hombro y apoyó alguna de sus manos cerca de mi pene, cuando la corrí suavemente hacia su lado me suspiró cerca del cuello y me dijo que le encantaba mi perfume. Se puso de costado y culo quedó prácticamente al lado de mi pija y me contuve de apoyarla porque tenía miedo de haber “mal interpretado” sus indirectas y quedar como un viejo verde.

Tenía un culo redondo, bien marcado, los cachetes apenas le hacían un doblez en el pantalón como sobresaliendo, tenía ganas de apretarle los cachetes y apoyarla con la pija dura como la tenía, pero pensé en el contexto y me enfríe intentando algunas jugadas con el tablero de ajedrez y un libro de estrategia.

Se dio vuelta para mí lado y se le escapaban las tetas del escote. Tenía un encaje rojo que hacía juego con la bikini mínima. Por las transparencias se podían ver unos pezones durísimos, parados, que reaccionaban ante cualquier roce o cambio de temperatura. “No dormís nada?”, me preguntó con voz casi de bebota. Me incendió la cabeza, pero supe que me la iba a recontra coger en el primer momento que me diera la chance.

Toda la calentura del micro se enfrío al otro día cuando llegamos a Bariloche. Sobriedad, frialdad, resolución, división de los grupos a supervisar, itinerarios etc. Se había puesto unas calzas apretadas que le marcaban más el culo que en el micro y una especie de campera marcada al cuerpo que le hacía más perfectas tetas y más fina la cintura. Era una verdadera yegua y yo me la iba a coger…

El cuarto día tenía prevista una visita a la fábrica de chocolates. Los tres micros pasaban a buscar los chicos, daban un recorrido en la fábrica y volvían después de un almuerzo que ya estaba pautados por los de la agencia de turismo. Ese día yo me levanté con un fuerte dolor de espalda y cuando desayunábamos en la mesa de padres y de coordinadores les consulté si había problema en que me quedara en el hotel, que descansando un rato iba a estar sin inconvenientes en las actividades de la tarde que incluían una visita al Lago Gutiérrez y una fiesta por la noche en un boliche que funcionaba en el último piso del hotel.

Por supuesto que no hubo problemas, me recomendaron reposo y me dijeron que nos veníamos en cuatro horas, más o menos cuando finalizaba la visita guiada.

Me fui a la habitación, me pegué una ducha y me quedé tirado en la cama sólo con la toalla atada en la cintura. A los 20 minutos golpearon a mi puerta. Pensé que se trataba de la gente que se encargaba del aseo de la habitación y abrí la puerta sin complejos con la toalla en la cintura. Soy una persona delgada, mido 1.80 y son de contextura física grande. Cuando abrí me di cuenta que era Sabrina, con una musculosa que le marcaba las tetas y una calza que dejaba ver los pliegues se su vagina de lo apretada que estaba. Inmediatamente tuve una erección y no tuve chances de ocultarla con la toalla que me delató al instante.

—Epa, que recibimiento. Me parece que lo que vos necesitas es un poco de mimos. Me dijo Sabrina que suavemente metió su mano por el tajo que dejaba la toalla atada en la cintura y me acarició el miembro sin ningún complejo. “Qué tenemos por acá. Yo te voy a ayudar a que se te vayan los dolores”, me advirtió. Y con el mismo empujón con el que me corrió unos centímetros de la puerta, se inclinó hacia adelante hasta quedar de rodillas y me comenzó a hacer una mamada que nunca me voy a olvidar.

“Desde que te vi en el colectivo que te quería chupar la pija”, me dijo mientras pasaba la lengua de arriba hacia abajo, se metía los huevos en la boca y con las dos manos me apretaba los cachetes del culo para metérsela bien hasta el fondo, como queriendo que la ahogara con mi miembro”. Tuve que contener la eyaculación porque hubiera sido un papelón acabar tan rápido.

La levanté por los hombros, la di vuelta y le bajé la calza hasta que le quedó a la altura de la pantorrilla. Como me lo temía no llevaba ropa interior. Le separé las nalgas y le metí un terrible lengüetazo que la hizo estremecer y chorrearse toda. Con mi nariz jugaba con el orificio del culo, claramente le gustaba coger por el orto porque lo tenía bien dilatado y se le abrió un poco más cuando también lo empecé a estimular con la lengua.

“Me lo vas a llenar de leche”, me dijo mientras se lo abría con las dos manos y me pedía que le pasara más la lengua. “Me vuelve loca eso, me pone muy puta. Tengo ganas de tomarte toda la leche. Tenemos tres horitas para hacer desastres me dijo y se abalanzó sobre mi pija. Empezó a metérsela hasta la garganta, con uno de sus dedos también trató de estimularme el ano, la pija se me puso más dura y empezó a succionar con ritmo. Lo retuve todo lo que pude pero disparé mi semen en su boca y ella no me la soltó hasta que se tomó la última gota.

Pensé que estaba terminado, que tremendo polvo no me iba a dejar seguir así que la tiré en la cama y le empecé a chupar la concha para calentarla más y ganar tiempo. Se puso como loca, le metí dos y hasta tres dedos por adelante y lo mismo en el culo. Se retorcía en la cama y gemía como una gata en celo, quería más. Y yo le iba a dar más.

De a poco fui girando mi cuerpo para que la pija le quedara cerca de la cara mientras yo seguía lamiendo y metiendo dedos por atrás y adelante. Cuando se percató de que mi miembro estaba cerca se lo metió en la boca con desesperación y siguió succionándomelo hasta que volvió a ponerse duro.

Me puse boca arriba y ella se sentó casi en cuclillas con su cabeza apuntando a mis pies. Comenzó a chuparme el dedo gordo mientras bajaba y subía frenéticamente por mi pija. El culo estaba cada vez más dilatado. Cabalgó hasta que acabó frotándose el clítoris con mis huevos. Me pedía que le diera palmadas en las nalgas. Eso la puso más puta, mas pedigüeña. Se levantó apenas y se acomodó el miembro en el orificio del culo. Y bruscamente se sentó hasta que la pija desapareció por completo. “Rompémelo todo, cógeme fuerte, tenés una pija hermosa, rompéme bien el culo, ay, ay, ay”, gritaba a tal punto que la hice acostarse arriba mío para poder taparle la boca mientras la penetraba con violencia por el culo con la pija que me explotaba. Aguante unos minutos hasta que me pareció percibir que ella había acabado otra vez y descargué otro chorro de semen en su culo. La pija me chorreaba de leche por la posición en la que había acabado y ella sin ningún reparo comenzó a lamerla hasta dejarla limpia, como quien borra evidencias de una escena del crimen.

Cuando se levantó pude ver como el semen le chorreaba por ambos muslos. Agarró sus cosas, me pidió prestada la toalla y se fue hacia su habitación envuelta en la misma con la que la había recibido un par de horas antes. “Aguanten los viajes de egresados”, me dijo antes de darme un pico de despedida. “Esto no termina acá”, me advirtió pasándose la lengua entre los labios como pidiendo más leche.

Y así fue que mi viaje de egresados también tomó otro color. Cogimos las tres noches que nos quedaban y hay posibilidades de que volvamos a hacerlo acá, ahora que sabemos que nadie se dio cuenta y que en la cama nos sacamos chispas.

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