El castillo es húmedo y oscuro. Tenebroso. El más tenebroso que existe en el reino. Los altos murallones protegen celosamente las paredes sombrías del calabozo donde yace cautiva la princesa. Mi dulce princesa.
Seguramente está exhausta, rendida ante la lúgubre inmensidad de su encierro, ante el frío metálico de las cadenas que la sujetan, ante el dolor, el miedo y la soledad abrumadora. Ya lo sé, dulce princesa, debo derrotar al horripilante monstruo; sólo así podremos yacer juntos nuevamente.
¡Oh, princesa!, cómo atesoro nuestra última noche: tus ojos de miel, sanguíneos, desvelados; los míos recorriéndote enardecidos. Tu pelo rubio deliciosamente revuelto. Mi entera virilidad profanando tu pureza. Tu inocencia revelada en encarnado rastro, bajando lenta como en rígido semblante de milagrero ídolo de astilla. Mi feraz esencia invadiendo tus entrañas, inundándolas; su tibieza blanquecina cayendo por tu pálido rostro como pesadas lágrimas, decorando las cumbres sonrosadas de tus tiernos montes. El persuasivo abismo en tu vientre. ¡Oh, princesa!, esta noche volveremos a estar juntos.
Las inexpugnables murallas serán capaces de detener al guerrero más bravío, pero jamás a un hombre enamorado. Ya está aquí tu valiente caballero, princesa. Ha llegado el hombre que procura rescatarte; el que ha atravesado el pantanoso manto de la selva impenetrable; el que luchará hasta la muerte; el que no le teme a su propia sangre matizando el gris empedrado. ¡Ah!, cómo he esperado este momento.
Estoy dentro; el encuentro con la bestia es inevitable; ya estamos frente a frente; puedo ver la furia en sus horribles ojos; quiere destruirme; no será fácil; debo atacar primero si quiero salir victorioso. En este preciso momento comienza la batalla: un mar de fuego sale de mi boca.