Estaba apurada. Era el cumpleaños de su hermana y llegaba tarde. Bajó corriendo la escalera del subte, temiendo resbalar con sus zapatos altos, y terminar en el piso con las piernas abiertas. Era el último tren que saldría, y ya lo escuchaba llegar por el túnel, a lo lejos. Se sostuvo fuerte del pasamanos y bajó el último escalón. La estación estaba vacía, y cuando llegó el subte, el viento que produjo hizo bailar su pollera negra.
La puerta se abrió, y ella entró, encontrándose con un vagón vacío. Vio a través de las puertas de vidrio que los vagones que lindaban con el suyo tampoco llevaban pasajeros.
Se miró en el espejito que estaba al lado de la puerta: Estaba bien maquillada, sus ojos miel resaltaban por la sombra negra que se había puesto. Luego se miró en el vidrio de una de las puertas automáticas, que reflejaban su imagen de manera difusa gracias a la oscuridad del túnel. Los tacos hacían que sus piernas torneadas se vieran elegantes y sensuales. Se dio cuenta de que de su cartera colgaba el pañuelo verde. Pensó en guardarlo, pero luego decidió que si a alguien no le gustaba, no era su problema.
En la siguiente estación entraron dos pasajeros. Ya de entrada la miraron con hambre. Ella se cruzó de brazos instintivamente, como queriendo protegerse de las miradas lascivas de los desconocidos. Pero los hombres no se conformaron con escrutarla lujuriosamente. Se acercaron a ella “Hola muñeca” dijo uno de ellos, a lo que respondió agachando la cabeza.
Se sentó, pero ambos hombres se acomodaron al lado suyo, haciendo que esta vez se cierren sus piernas por inercia. El tren paró en otra estación. Era muy tarde y nadie parecía viajar para esos lados a esas horas. Al tiempo que ella rogaba en silencio que suba algún otro pasajero, al menos en los vagones contiguos, los otros esperaban, expectantes, a confirmar que seguían solos con su presa.
Finalmente el destino se inclinó en favor de ellos, y cuando se vieron impunes en la soledad de la noche, comenzaron a recorrer sus piernas con manos rasposas y sudadas. “No me lastimen, por favor” suplicó ella, mientras el tren doblaba una curva tan sinuosa como su cintura. “Vos quedate tranquila mamasa”, le respondió uno de ellos, “quedate tranquila y no te va a pasar nada”.
Ella tenía la cabeza gacha, y a pesar de querer mantener los ojos cerrados, no podía evitar abrirlos cada tanto, y ver sus piernas sedosas, presas fáciles de esas manos impertinentes.
Alguien lamió su rostro como perro, tirándole el aliento etílico encima. Una de las manos ya estaba escarbando por debajo de la pollera, y hacía a un lado la tanga.
El tren frenó en otra estación, pero los hombres, perdidos en la lujuria, ya no repararon en si alguien podía interrumpirlos.
Ella sintió algo duro tocar su rostro. No quiso abrir los ojos, pero tuvo que abrir la boca cuando el que le arrimaba el sexo le tironeó el pelo y la hizo gritar. “¿Cuánto falta para que termine el recorrido?” Preguntó el tipo, mientras violaba la boca de la chica. “Siete u ocho minutos”, respondió el otro, que ya le estaba metiendo los dedos en la vagina. “Tenemos que acabar rápido”, dijo el que había metido la pija en la boca de la chica, para luego hacer un movimiento pélvico y clavársela más adentro. “Sí”, dijo el otro, metiendo mano con más vehemencia.
Era una posición incómoda para el que estaba sentado, manoseándola. Pero se conformó con ver, como su amigo, que estaba haciendo equilibrio sobre el asiento, la obligaba a chuparle la pija. Era como ver una película porno, pero mucho mejor. Cuando el tren iba llegando a la penúltima estación el tipo acabó adentro suyo. Ella sintió el chorro caliente inundar su boca. El otro, fascinado comenzó a masturbarse frenéticamente y largó el chorro sobre su pierna desnuda.
“Vamos, vamos”, dijo el que la obligó a mamar, bajándose de la silla. El otro lo siguió, la puerta se abrió, y ella los vio correr hasta que se perdieron de su vista.
El tren avanzó. Ella estaba con el vestido levantado y la tanga corrida a un lado. La boca todavía llena de leche, y su pierna manchada.
Se tragó todo. Luego desató su pañuelo verde de la cartera, y se limpió la pierna, para finalmente hacer un bollo de la tela y guardarlo en la cartera. Se acomodó la pollera. Se paró, y se miró en el espejo. No había semen en su rostro, pero igual se frotó la cara con la mano. Se miró de nuevo en el vidrio de la puerta. Estaba perfecta, menos mal, no vaya a ser cosa que encima de llegar tarde, aparecía toda desarreglada en el cumpleaños de su hermana.