1
“Yo amo a mi novio” fue lo último que me dijo esa noche. Minutos antes había festejado mi miembro grande, y mientras la penetraba, se burlaba de su novio, Andrés, que estaba en una juntada con amigos mientras yo la poseía.
Luego de esa noche de locura supe que nada volvería a ser lo mismo. La imagen que tenia de Ana fluctuaba violentamente entre la chica frágil de rostro angelical, que en silencio parecía pedir protección y cariño, y la mujer lujuriosa que no se sonrojaba al aprovechar que su pareja estaba en otro lugar para encamarse con otro.
Los días siguientes fueron raros y estresantes. Yo, que trabajaba de vigilante nocturno en el edificio donde ella vivía, estaba todo el tiempo expectante, esperando encontrarla a solas. Sin embargo, como si se burlara de mí, durante muchos días seguidos, fue de la mano de su novio, y parecían más enamorados que nunca.
Yo intentaba decirme que no debía molestarme por eso. Después de todo, ella fue muy clara: no quería que la recrimine cosas, ni que exija su atención, ni que le envié mensajes a cualquier hora.
Durante un tiempo respeté su decisión, y me mantuve a cierta distancia. La saludaba cordialmente sin demostrar confianza, y sólo le escribía por las tardes, pensando que Andrés quizá no estaba con ella en esos momentos. Eran mensajes simples y cortos “como estás”, y esas cosas. Ella a veces me contestaba escuetamente, y la conversación se cortaba luego de dos o tres mensajes. Yo toleraba su distanciamiento, porque esperaba que, inesperadamente, al igual que la primera noche que estuvimos juntos, tuviésemos unas horas de sexo traicionero y delicioso. Sin embargo, aquel día no llegaba, y mientras el tiempo pasaba, nuestra noche de lujuria iba pareciendo tan borrosa y confusa como un sueño.
Andrés era agradable, y a veces, mientras esperaba a que Ana termine de arreglarse para salir juntos, se quedaba un rato a charlar conmigo. Hablábamos de libros, ya que ambos éramos grandes lectores, de política, de economía, y a veces hasta filosofábamos un poco. No me cabía duda de que si lo hubiese conocido en otras circunstancias hubiésemos sido grandes amigos. Pero el caso es que era el novio de Ana, y cada vez que hablábamos sentía una mezcla de envidia y culpa. Envidia por ser el hombre al que Ana amaba. Y culpa, porque mientras nuestra relación de pseudo amistad avanzaba, despacio, pero sin pausa, recordaba las palabras diabólicas de Ana: “Mi novio no me coge” “aprovechá a que está en una cena con sus amigos, aprovechá a cogerme”.
Un sábado durante el día, Andrés me confesó que no se llevaba bien con Ana.
— ¿Te puedo preguntar algo? — Dijo después. — Pero si no querés no respondas.
— Decime. — Dije, intentando aparentar calma, aunque estaba ansioso por saber qué me iba a decir.
— Viste que durante un tiempo con Ana nos peleamos, y varias noches no vine a dormir acá.
— Puede ser. Pero la verdad no sabía que estaban peleados. — Dije. Andrés pareció percibir mi mentira, pero siguió hablando.
— Una de esas noches que no vino conmigo ¿la viste salir a algún lado?
— Que yo recuerde, no. — Mentí, cauteloso.
— Pero si la vieras ¿Me lo dirías? — Agachó la cabeza, apesadumbrado. — hoy nos peleamos de nuevo. Pero mal. ¿Me dirías si la ves salir de noche?
— Bueno, vos sabés que no debería hacer eso. Yo estoy trabajando acá, viste… pero bueno, yo te informo de sus movimientos — Le guiñé el ojo, cómplice. — Pero ni se te ocurra decirle que fui yo el que te lo dijo eh.
— No, quedate tranquilo — Dijo él, abatido. Estaba a punto de salir a la calle, pero se dio vuelta hacia mí, y preguntó — ¿Y vino alguien a verla de noche?
A escuchar su pregunta recordé al pelado con el que la había descubierto cogiendo una noche, y luego rememoré otra noche, mi noche. Yo había acabado, todavía adentro suyo, mientras sonaba el celular. Era un llamado de Andrés.
— La verdad, que yo recuerde, no. — Dije, siendo sincero por una vez, ya que la noche anterior no la había visto entrar ni salir.
— Está bien. cuento con vos entonces. Gracias, sos un amigo.
Mientras cruzaba la puerta, yo imaginé que debería agacharse un poco, porque con esos cuernos gigantes que salían de su cabeza, no podría salir de otra manera.
2
Estaba seguro de que ese era mi día, no podía ser de otra manera. Ana se había peleado con su novio, y seguramente caería ante su impulso sexual. Sólo me tenía que asegurar de que desahogue conmigo. La idea de que otro tipo me gane de mano me aterrorizaba. A pesar de la creciente excitación, todavía albergaba sentimientos románticos hacía ella. Si no contara su actitud en el sexo, era una mujer tierna y dulce.
La vi salir del ascensor, al rato de que Andrés salió.
— ¿Se fue? — Me preguntó. A pesar de su aspecto triste se la veía hermosa. Su cara estaba un poco más pálida que de costumbre, parecía cansada. Vestía un pantalón de jean bastante ajustado. De a poco, iba adquiriendo un aspecto más sensual.
— hace un rato. — Contesté. Devorándola con la mirada. En ese cuerpo chiquito había todo lo que un hombre podía apetecer, y mucho más. Su rostro, ensombrecido, no dejaba de ser bello y sensual a la vez. Los labios finos, la nariz pequeña, y los pómulos grandes invitaban a darle muchos besos. Su piel era blanca y tersa, y yo recordé la vez que la ensucié con mi semen. Toda su pulcritud manchada con mi virilidad.
— Nos peleamos de nuevo.
— ¿ah, sí? Pensé que ya se estaban llevando bien. — Dije. ella pereció notar cierta ironía en mi manera de hablar. Sonrió.
— Te aviso que hoy no quiero hacer nada. — advirtió — estoy muy cansada.
— No te preocupes. No te pensaba presionar. — Mentí. — Yo te quiero mucho Anita, y sabés que podés contar conmigo… en todo.
— Gracias. — dijo. — voy a hacer unas compras. Enseguida vuelvo.
Volvió después de dos horas, con un montón de bolsas cargadas en los brazos.
— Te ayudo princesa. — le dije, luego de abrirle la puerta. Sin esperar respuesta agarré varias bolsas.
— Desde cuándo me decís princesa.
— Desde hoy. —dije. abriendo la puerta del ascensor. Ella entró, y yo la seguí.
— No, esperá no hace falta que subas, además te van a retar.
No le respondí. Me limité a marcar su piso.
— Bueno, hasta acá llegamos, muchas gracias. — me dijo, una vez que llegamos, mientras abría la puerta del ascensor.
— No seas tonta ¿Me tenés miedo? — Dije, bromeando.
— Un poco. — rió ella también.
Llegamos a la puerta, ella puso la llave en la cerradura, pero antes de girarla, cautelosa, dijo:
— Dámelas Gaby, y muchas gracias.
Le di sólo algunas bolsas, dejando una mano libre, con la cual giré la llave, y abrí la puerta.
— En serio Gaby, no quiero que entres. — Dijo, seria. Pero ya la tome de la cintura, y empujándola hacia adentro, con determinación, la hice entrar, conmigo a sus espaldas.
Cerré la puerta. Tiré las bolsas al piso.
— En serio, no quiero nada.
Le pellizqué el culo. Ana me dio un cachetazo. Se alejó un poco. Pero sólo fue cuestión de dar unos pasos para agarrarla de la cintura y apretarla contra mi cuerpo. Mi sexo se estaba despertando, y ella, involuntariamente frotaba su cadera en él, haciendo que se endurezca lentamente.
— No me vas a tener cuando vos quieras. — Me dijo. pero seguía atrapada con mi brazo, que era muy fuerte para una chica de cuarenta y cinco kilos. —¡Basta Gabriel, en serio! — dijo, dándome empujones débiles.
Si lo pienso racionalmente, ese era momento de dejarla en paz. Pero en ese momento mi cuerpo no era dominado por mi mente, sino por mi pene. Su rechazo me excitó. Mientras forcejeábamos, la tenía abrazada a mí. Sentía su olor, magreaba sus tetas, y tanteaba el culo con la mano libre. Ella retrocedió unos centímetros, pisó una de las bolsas de supermercado, pareció haber roto algo, porque su rostro se tornó preocupado. En ese momento bajó la guardia. Tomándola de los hombros, con un fuerte empujón en los hombros, la hice poner de rodillas. Su carita reflejó indignación, mientras miraba como me bajaba el cierre del pantalón. ya había esperado mucho, ya no tenía paciencia para conquistarla en el poco tiempo que estuviese peleada con Andrés, y de ninguna manera me arriesgaría a que escoja a otro para sacarse la calentura.
— No quiero, no quie… — su segunda negativa quedó acallada cuando le tapé la nariz. Saqué mi verga de su escondite. Ana se rehusaba a complacerme, pero ya había dejado de resistirse. Fue cuestión de segundos, hasta que se vio obligada a respirar por la nariz. — Hijo de puta. — Dijo, con la voz gangosa debido a la nariz tapada. Acto seguido abrió la boca de nuevo, y ahí le enterré mi verga, la cual pasó por unos labios necios, apretados, hasta mojarse con la lengua viciosa. Y a partir de ahí ya no fue necesario forzarla más.
Me la chupó con vehemencia, concentrándose en el glande, dándole lengüetadas babosas en el prepucio y en toda la cabeza. la agarré del pelo, para que no le cayera a los costados mientras mamaba. Se los tironeé sin querer. Ella chilló.
— No pares princesa. — le ordené. Y la princesa no paró.
Las bolsas llenas de mercaderías nos rodeaban, como únicos testigos de la sumisión de Ana. Ese fue el día en que conocí su oscuro secreto, ella cedía fácilmente. Podría negarse en principio, pero una vez que se encontraba acorralada por una pija no había manera de que se negara.
La constante estimulación en el glande hizo que acabara enseguida. Embriagado por mi poder recién adquirido, la obligué a que abriera la boca, y tiré dos chorros de semen, que fueron a parar a su lengua.
Se fue al baño, a escupir el semen, y a lavarse la boca.
— Ya está. Andáte por favor. — Dijo, suplicante. — No tenía ganas de estar con nadie hoy.
— Ponete en bolas. — fue mi única respuesta.
— No, por favor, no quiero. En unas horas vuelve Andrés.
— Si no te ponés en bolas, te desnudo yo. — Dije, implacable.
Ana me miró con resignación. Por lo visto no pasaba por su cabeza pedir a gritos ayuda, lo que reafirmó mi convicción de que en realidad sí quería hacerlo.
Me acerqué a ella, la agarré de la muñeca, y la llevé hasta su cuarto.
Le arranqué las ropas una a una. Ella estaba muda. Cuando estuvo totalmente desnuda la tumbé boca arriba sobre el colchón. Me quité los pantalones. No me molesté en ponerme preservativos, quería sentir la humedad de su sexo en mi propia carne. Me puse encima de ella. Ana tenía la cabeza apoyada de costado sobre la almohada, mirando la pared. Su expresión era de una apatía desesperante. La penetré. Había cierta humedad en ella que negaba su actitud. La penetré de nuevo, ya enterrando la mitad del tronco. Su cara seguía fingiendo desinterés, pero su cuerpo se convulsionó. Hice otro movimiento pélvico, y se la enterré entera, de una sola vez. Sentí la presión de su sexo, mientras mi instrumento la perforaba hasta las profundidades. Ana gimió, sus ojos se abrieron, desorbitados, y miraron los míos.
— Despacito por favor. Mas despacio. — rogó entre susurros.
Como castigo por su actitud reacia, y por haberme hecho esperar tanto tiempo hasta el próximo polvo, se la metí con más fuerza, haciendo temblar la cama, al tiempo que Ana se hundía en el colchón al recibir semejante pijazo.
— Por favor, despacio. — suplicó.
— Me encanta que supliques. — le dije, dándole otro pijazo. — Dale, suplicame.
— Por favor, no. — dijo Ana, y yo disminuí la intensidad sólo un poco. — Por favor, mas despacio. — repitió, una y otra vez. Entonces fui disminuyendo la potencia.
Cuando le daba las últimas embestidas vi que sus ojos brillaban, y una lágrima se escapaba, deslizándose por el pómulo. Me dio mucha ternura. La abracé, besé su lágrima, y acabé adentro suyo.
3
Me pregunté reiteradas veces si me estaba volviendo loco. Y siempre la respuesta era un rotundo sí. Ana me enloquecía, me hacía hacer cosas que nunca haría con otra mujer. Y para contribuir más a mi locura, luego de aquella tarde de sexo, lejos de estar distanciados por tiempo indeterminado, comenzamos a vernos con mas frecuencia.
Solo hubo una semana (o menos) de distanciamiento. En esos días llovieron los reproches de Ana debido a mi actitud violenta, y a no respetar su negativa. Pero ese discurso fue fácilmente contrarrestado, con una simple pregunta, “pero yo no te obligue a nada ¿o si?” Estaba seguro de que Ana no podría rebatir eso, cierto que fui muy insistente, pero si realmente no hubiese querido hacerlo, habría encontrado la manera de rechazarme. “No, a mi nadie me obliga a hacer nada”. Admitió finalmente. Luego me contó, también con aires de reproche, que tuvo que tomar la pastilla del día después. Sin embargo. coincidimos en que coger sin preservativos fue responsabilidad de ambos, y ya no se habló más del tema.
Una vez que los rencores fueron quedando atrás, y sumado a que continuaba en un ida y vuelta con Andrés, empezamos a vernos más seguido.
Normalmente esperábamos hasta las dos de la mañana, para asegurarnos de que ya no entrase o saliese gente del edificio, y así no comprometer mi trabajo. Durante dos semanas fui mas feliz de lo que puedo recordar. Hicimos el amor en cada rincón de su departamento. Ana era sumisa en la cama, era mi juguete sexual, podía hacer lo que quisiera con ella. Pero un día todo se fue a la mierda.
Una noche como cualquiera. Sólo bastaba con que no haya vuelto con Andrés para saber que a la madrugada sería mía. Sin embargo, la vi llegar, y no estaba sola. Dos hombres la acompañaban. Uno era alto y canoso, el otro tenía una barriga inmensa. Ambos hombres más que maduros. Me puse de pie, por inercia. Sentí el calor que subía hasta mi cabeza. Ana me miró, pero no dijo nada. Los hombres que la seguían se deleitaban mirándole el culo. No necesitaba que nadie me explique a qué venían esos tipos.
Me quedé en mi puesto, dando vueltas, desquiciado. Sabía que mientras yo estaba ahí, esos dos viejos se estaban cogiendo a mi Ana. Pero ¿por qué estaba pasando esto? Si todo iba tan bien. Mi odio era casi tan grande como mi amor por ella. no podía tolerarlo. Pensé en subir a asegurarme de que no eran imaginaciones mías, pero por esta vez no necesité hacerlo. Me pareció que estaba todo claro. A las dos horas bajaron los tipos con expresión satisfecha. Les abrí la puerta, sintiendo repulsión por ambos. Luego le toqué el timbre a Ana. Eran las dos de la madrugada, pero no me importaba si algún vecino escuchaba. Esperé unos minutos más y toqué el timbre de nuevo. Le mandé algunos mensajes que no fueron contestados. Entonces subí hasta su piso, y llamé a la puerta. Salió a atenderme. Estaba recién bañada. Se había puesto un vestido a las apuradas. Estaba recién bañada. Di un empujón a la puerta, y entré.
La agarré del cuello, y la puse contra la pared.
— ¿Quiénes son esos? ¿Por qué vinieron a verte tan tarde? ¿Qué hicieron? — pregunté, rabioso.
— Vos sabés lo que hicimos. — dijo Ana. A pesar de que mi mano rodeaba su cuello, sólo oprimía con la fuerza necesaria para que se sienta amenazada.
— ¿Y porqué no me llamaste a mí? Si yo estoy acá abajo ¿Por qué tuviste que traerlos a ellos? ¡Me querías humillar! — apreté con más fuerza. Sentía las lágrimas chorrear por mi cara. — ¡Contestame!
Ana llevaba un vestido azul. Su pelo castaño, húmedo, suelto. Su rostro precioso, indefenso, con una sombra de miedo.
— No te quería humillar. Y yo no los traje, ellos me trajeron a mi. Vos mejor que nadie sabés cómo soy. Yo no quería estar con ellos.
— y entonces ¡¿por qué te los cogiste?! — grité. Ya no daba más. Me estaba muriendo de rabia y de amor.
— Estuve con ellos, porque ellos quisieron. Nada más. Yo no quería. Pero ellos quisieron, y eran dos. Así que dejé que hagan lo que quieran. Es lo que hago siempre. No tengo explicación.
— Quiero saber quienes son. Y quiero saber todo lo que hicieron en tu departamento, mientras yo estaba acá abajo como un idiota.
— Hicimos lo que ya imaginás, no tiene sentido que te lo cuente.
— Contame todo. — dije, soltando su cuello. La abracé, le di un beso en la frente. Contame todo mi amor. — susurré. — contame todo. — repetí, acariciando su pierna, mientras, despacio, levantaba su vestido.
Y entonces Ana me contó todo:
«Al tipo canoso lo conozco hace años, de un teatro donde nos juntamos a bailar tango. Al otro no lo conocía, lo conocí hoy. ¿Qué te asombras? Vos ya sabés como soy. ¡ay despacio, no me muerdas así las tetas! Si, si, ya te cuento, si tanto morbo te da, ya te cuento. A veces voy a tomar algo al barcito ese de Parque Chas, el que está frente al teatro, viste. Y ahí me lo encontré a Juan Alberto. Yo sabía que le gustaba, pero desde que estoy mal con Andrés vos me tenés bastante satisfecha así que nunca le di bola. ¿Por qué decís que miento? Es la verdad. Aunque a veces sos muy bruto, te preocupas más por mi que el boludo de Andrés. ¡Ay Gabriel! Me dan cosquillas los besos en el culo. Bueno, ya te cuento. Estuvimos charlando un rato, tomamos algo. Al rato aparece su amigo. Son grandes los dos. Mas de cincuenta. Sí, me gustan los grandes. En realidad, me gustan todos jaja. Bueno, no pongas esa cara, vos preguntaste. No sé qué pasa por mi cabeza Gabriel. Vos no podrías entenderlo. A mi no me gusta acostarme con cualquiera. Pero a veces tengo miedo, y también tengo ganas. Se mezcla todo, y no puedo decir que no. Eso me pasó con Juan Alberto y su amigo. Se ofrecieron a acercarme. Me insinuaron varias veces que estaría bien tomar una taza de té. Yo no sabía cómo decirles que no. Ahora se me ocurren mil excusas, pero en ese momento no pude decir que no. En el fondo sabía que si los hacía pasar a mi departamento ellos iban a querer algo. pero ya estábamos en la puerta del edificio, estacionando el auto, y ellos se habían tomado la molestia de traerme, y además me pagaron los tragos. No pude inventar una excusa sin quedar como una mal agradecida. Sabía cómo iba a terminar eso. Cuando entramos, y vi tu cara, totalmente enojado, pensé que ibas a hacer una locura, y se iban a terminar agarrando a piñas. Por un lado quería eso, porque así, quizá me los sacabas de encima. Pero sólo te quedaste mirando con cara de loco. Y yo iba con los dos tipos a tomar una taza de té, pero sabía que ninguno iba a tomar té. Apenas llegamos fui a la cocina mientras el amigo de Juan Alberto pasó al baño.
Juan Alberto se puso detrás de mí, y me acarició el culo mientras yo ponía el agua. ¿viste que alto que es Juan Alberto? No, no la tiene tan grande como vos jaja. Besame primero las piernas Gaby, y después subí, despacito. Yo no hice nada cuando me tocó así. Nunca supe qué hacer en esas situaciones. Desde que el tío Luis me metió mano, cuando pasan esas cosas me quedo petrificada. Sí, Gabriel, mi tío abusó de mí. Seguí chupando si querés que te cuente. Como no dije ni hice nada, Juan Alberto siguió manoseando. Me tocaba como si fuese una cosa. Entonces salió del baño su amigo. Yo me aparté de Juan, pero parece que el otro había visto algo. “Que linda gatita tu amiguita eh” dijo el tarado. Y el hijo de puta de Juan Alberto me agarró de la muñeca, y de un tirón me acercó a él. “si, viste lo que es” dijo y me pellizco el culo de nuevo, y me abrazó por atrás a me manoseó las tetas, como mostrándole al otro lo buena que estaba. No sé cómo se tomó tanta confianza, si nunca estuvimos juntos, pero metía mano como un loco, y con los dedos escarbaba la raya. Un pajero de aquellos. “Ya está el agua” les dije, haciéndome la tonta. Y cuando me fui para el lado de la cocina, el amigo, el gordo ese se me fue al humo. De repente estaba rodeado por los dos. Me apretaron con sus cuerpos, uno por detrás y otro por delante. Yo sentía sus erecciones en mis nalgas y en las caderas “Yo no quiero hacer nada” les dije “¿ah no?” dijo el gordo, burlándose, y me agarró del culo, apretándome fuerte, abarcando con la palma todo el cachete, mientras sus dedos frotaban la raya del culo. “Yo no puedo hacer nada contra ustedes dos” les dije “yo apenas peso cuarenta y cinco quilos” les dije. esperaba que se den cuenta que si no forcejeaba era sólo porque no quería que me lastimen. Pero ellos no me hicieron caso Gaby, me bajaron la calza, me sacaron la zapatilla, el agua hervía, nadie iba a tomar té esa noche. Me quitaron la remera. Quedé en bombacha y corpiño. Ya no podía hacer nada Gaby, ¿Qué iba a hacer? igual que esa vez que subiste como loco y me cogiste aunque te decía que no ¿te acordás? Sí, vos sos igual Gaby, pero no pares de chuparme. Si, ahí, apretarme el clítoris con los labios. Los tipos tenían las manos frías. Se frotaban por todas partes, principalmente por el culo. Les encantaba mi culo. Después me pusieron contra la pared, y se turnaron para cogerme. Ni siquiera me llevaron a un lugar cómodo. Estábamos en la cocina, yo con el pie descalzo, apoyada los brazos en la mesada, mientras el agua empezaba a evaporarse, y los tipos me cogían sin asco. Cada tanto largaba un gemido, y ellos se volvían locos. Juan Alberto me agarraba las tetas mientras me la ponía ¿esos detalles querías saber Gaby? Eso hacía, me agarraba fuerte las tetas. “Menos mal que no querías, putona” me decía al oído. Yo realmente no quería, pero no sé decir que no Gaby, además, mi cuerpo, en algún momento empieza a traicionarme. Me sentí lubricada. La adrenalina que me daba el miedo y la pija de Juan Alberto terminaron por calentarme ¿Qué querés que te diga Gaby? Es la verdad. Seguí chupando, por favor, chúpame la concha, después te la chupo yo sé que te gusta. El gordito me dio mordiscos en el culo. Me chupó toda, y me dejó baba por todas partes el asqueroso. Y después me cogió. Igual que su amigo, pero con movimientos menos ágiles. ¿Para qué querés saber eso? Tenía la pija petisa, pero gruesa. Y me hizo gemir también. Alberto me había acabado en el culo, y a este chancho no le importó mancharse con el semen del amigo. Y si, también me acabó en las nalgas. Les pedí que por favor se fueran. Se rieron. Juan Alberto ya estaba al palo de nuevo. El otro se puso al lado suyo y se empezó a pajear. “chupalas puta” dijeron. ¿Y qué podía hacer? ya me habían hecho lo que quisieron. Fui, y agarré las dos pijas, y se las chupé, por turnos cortos, masajeando una pija mientras chupaba la otra. Fue lo que menos me gustó hacer en la vida, pero a los hombres les encanta eso. Si Gabriel, me tragué todo. No me gusta, pero ya no quería perder energías en negarme. Eso es todo Gaby, ya voy a acabar. ¡Ay si!»
Cuando acabó sus piernas apretaron mi cabeza, como tenazas, y yo sentí la fuerza de todos sus músculos contraídos, mientras sus jugos vaginales impregnaban mi lengua, que todavía masajeaba el clítoris. Fue delicioso.
Con mi cara empapada, quedé envuelto en sus piernas, con la cabeza en su ombligo, sintiendo su respiración agitada.
— Contame más.
— Qué querés que te cuente.
— ¿Desde hace cuando que sos así?
— Así ¿cómo? — me dijo, mientras me acariciaba la cabeza.
— Vos sabés a qué me refiero.
— Así de puta. A eso te referís.
— Yo no dije eso.
— Pero es lo que pensás ¿o no? te cuesta decir la palabra, pero en el fondo pensás que soy una puta.
— No pienso eso.
— Si supieras más cosas de mí, pensarías que soy una puta.
— Quiero saber.
— Vos tampoco estás muy bien de la cabeza ¿sabías?
— Me imagino que si estoy con vos no debo estarlo. — con la yema del dedo índice, dibujé círculos alrededor de su ombligo. — Pero te amo.
— No me digas esas cosas.
— Contame más historias. Quiero saber quién te coge. Eso sí, la próxima vez que vea a alguien entrar con vos lo voy a sacar a patadas y te voy a coger yo.
— ¿Y si me los cojo en otro lugar?
— Más vale que no me entere. Y no me contaste desde hace cuánto sos así.
— Así de puta… desde que Andrés no me coge.
— ¿Por qué estás con él?
— Porque lo amo.
— Aparte de mí ¿con quien más estás? Decime la verdad.
— con tres pendejos.
— ¿Tres pendejos?
— Sí. Eran alumnos míos de violín. Todavía no sé cómo tuvieron las bolas de encararme.
— ¿Y ellos te obligan también?
— Sí.
— ¡Cómo!
— Una vez estuve con uno de ellos. El mas grande, veinte años. Me agarró con la guardia baja. Uno de esos días en que me peleé con Andrés. Estaba convencida de que me estaba cagando con otra mina. — agarró un mechón de mi pelo y lo apretó mientras recordaba la supuesta infidelidad del pobre de Andrés. — El pibe se había quedado hasta última hora a ayudarme a ordenar el salón. Yo notaba que me tenía hambre. En un momento me comió la boca, y de ahí a garchar, sólo hubo un paso.
— ¿Y los otros? — pregunté. La excitación por saber los detalles de cómo tres pendejos se culeaban a Ana opacaban los celos enfermizos que intentaban adueñarse de mí.
— Los otros dos… — Dijo Ana con un suspiro. — Federico, el que estuvo conmigo, era un hijo de puta. Me sacó fotos en bolas. Y usan eso para obligarme.
— contame, contame todo mi amor. Pero esperá, primero…
Me liberé de sus piernas y me recosté a su lado. Mi sexo estaba hinchado y colorado.
— ¿Primero qué? — dijo ella, traviesa.
— Vos sabés. — dije. puse la mano en su nuca, y la ayudé a dirigirse al camino correcto. Mi verga la esperaba, olorosa, babeante de presemen. Ana abrió la boca y se la tragó casi en su totalidad. Realmente la amaba.
Continuará.