Capítulo 1
Entré a la Facultad de Economía a eso de las diez menos quince de la mañana. En medio del barullo de la gente me dirigí directo al elevador, pues, el aula donde asistía a clases estaba en el quinto piso, pero entonces, divisé a cinco amigos que alegremente conversaban en medio de aquel amplio corredor.
— Y qué más, qué hay de nuevo. — Les dije, como una forma de integrarme a la tertulia que venían desarrollando, mientras les extendía la mano a cada uno de ellos, para saludarlos.
—Nada, aquí nuestro amigo que nos estaba contando como se había ayuntado a su última conquista. —Me dijo Gabriel, un chico de unos dieciocho años que se caracterizaba por su buen sentido del humor, mientras hacía un gesto con su cabeza en dirección de Juan.
Miré a Juan, que hizo un gesto de suficiencia, como diciendo, “que le vamos a hacer así de bueno soy”, y no pude evitar reírme. Juan era nuestro mentor, nuestro guía en materia de cómo enamorar a una mujer. Debía llevarnos cinco o seis años a todos quienes estábamos en esos momentos reunidos casi que en torno a él, la mayoría muchachos de entre dieciocho y diecinueve años; y es que cuando Juan nos relataba sus hazañas enamorando mujeres todos escuchábamos intentando aprender sus técnicas de seducción.
— ¿Estuvo difícil la doma de la potranca, o más bien fácil? — Le pregunté con tono campechano.
— De la yegua, dirás, y no, no estuvo difícil, de hecho ha sido la hembra más fácil a la que he montado, eso sí, una de las más fogosas y rendidoras. —Me dijo con una soltura y complacencia que invitaban a la curiosidad. — Hasta uno de ustedes se la podría culear. — Dijo seguidamente, como burlándose de nosotros.
— A ver, a ver, explícame cómo es eso. —Intervino Gabriel, con actitud afectada mostrando mucho interés. —Algunos estamos muy necesitados, y no nos molestaría conocer a esa dama, de hecho lo ansiamos.
—Qué quieres que te diga, a la doña le gusta que la monten. Es así de simple. Solo tienes que calentarla un poco y abre las piernas al segundo. —Dijo Juan con tranquilidad.
— ¿Cuánto le pagaste?, porque le pagaste, ¿cierto? —Le dije con incredulidad.
Juan sonrió, y guardó silencio por unos segundos, mientras nosotros lo mirábamos con atención.
— Les voy a hacer un favor, aunque no se lo merecen, —nos dijo mientras nos miraba con aire de suficiencia —, ¿conocen la biblioteca que queda en el barrio de “La América”?
Todos nos miramos buscando un rostro que denote certidumbre, pero no, nadie conocía la mentada biblioteca.
—No saben nada ustedes, —nos dijo fingiendo seriedad—, llegan al redondel Indoamérica, cogen por la Avenida América, caminan — se quedó pensativo por un momento—, tres cuadras, sí tres cuadras y luego agarran por la esquina a la derecha, después dos cuadras, ahí se van a encontrar con una casa de tipo colonial, no se pueden perder hay un pequeño cartel que dice “biblioteca”, es ahí, pero no vayan a ir en la mañana, ella solo trabaja en las tardes.
Todos nos quedamos viéndolo con algo de desconfianza e incredulidad.
— ¿Y cuántas veces fuiste hasta que te aflojó las nalgas? — Le dije intrigado.
— Solo una vez, entré buscando una copiadora para sacar unas copias de mi cédula, vi que la hembra estaba buena, le dije algunas cosas y ahí mismo culeamos.
— ¡En la biblioteca! —Estalló Gabriel, mientras se carcajeaba.
—Un poco difícil de creerte. —Le dije.
—Ah pero para qué les cuento, pérdida de tiempo, mejor vamos a clases que ya dieron las diez. —Nos dijo con gesto de fastidio y se encaminó a las escaleras. Nos reímos de su actitud y nos limitamos a seguir su ejemplo, pues la cola del elevador estaba larguísima.
Capítulo 2.
La tarde estaba calurosa, el sol golpeaba con fuerza desde occidente, afortunadamente la última clase del día se había terminado y me encaminé hacia la parada de buses que se hallaba justamente en frente de la facultad. Me coloqué debajo de una visera de cemento y esperé a la llegada del bus que me dejaba a escasas dos cuadras del pequeño departamento donde vivía, sin embargo, transcurrieron quince minutos y el “dichoso” transporte no aparecía. Aburrido me dejé llevar por mis pensamientos, recordé a mi ex enamorada, una chica bastante complicada, acostumbrada a imponerme sus caprichos; en principio la toleraba por el sexo, pero pronto empezó a caerme mal y terminé deshaciendo esa relación, obviamente extrañaba el sexo, pero no la extrañaba a ella. Me pregunté a mí mismo, ¿cuánto tiempo había pasado desde que no había estado con una mujer?, ¿cuatro?, ¿cinco?, ¡no, seis meses! No sé exactamente por qué pero la imagen de Juan contando sus conquistas sexuales se coló en mi mente, “¡qué tipo!”, me dije mentalmente, y entonces, recordé el relato que nos había contado apenas una semana atrás. ¿Habría sido cierta? Todos quienes lo conocíamos sabíamos que aquel sinvergüenza en verdad tenía suerte con las mujeres, en realidad no era suerte, el tipo sabía cómo engatusarlas; solía decirnos que: “las mujeres son básicamente una gran oreja, solo se trata de saber qué decirles”. “Sí claro”, me dije mentalmente con ironía.
Finalmente luego de cinco minutos el bus que esperaba llegó y un par de personas subieron, y casi enseguida arrancó, desde donde me encontraba observé con indiferencia como se alejaba. Empecé a caminar, y en menos de dos minutos me encontraba justamente en la Plaza Indoamérica. Seguí caminando por la Avenida América, al tiempo que contaba cada que vez que llegaba al final de una cuadra.
— ¡Tres!— Dije cuando llegue a la esquina donde supuestamente debía girar.
Tomé por la derecha y empecé a caminar. El sendero era ligeramente empinado, no especialmente molesto y cansado, pero sí notorio. Mientras caminaba observaba con atención las diferentes casas que iban apareciendo en la medida en que me movía hacia adelante. No recordaba exactamente si Juan había dicho que la Biblioteca se hallaba a una o dos cuadras desde la avenida. Crucé una calle y continué con el mismo ritmo lento pero continuo, siempre observando las casas a mi derecha e izquierda. “¿Y si todo era mentira?”, me cuestioné mentalmente.
En tanto seguía caminando, noté que solo veinte metros me faltaban para llegar a la esquina, entonces comencé a sentirme entre engañado y decepcionado; pero de repente, mi mirada se fijó en un cartel rectangular adosado a una pared, estaba pintado de blanco, debía medir como medio metro de largo por treinta centímetros de ancho, a lo largo de éste, se hallaba impresa con grandes letras mayúsculas de color marrón la palabra: BIBLIOTECA.
Capítulo 3.
Entre por la puerta que se hallaba justamente al lado del cartel. La casa tenía un clásico estilo colonial, probablemente debía ser de finales del siglo XIX, o principios del XX. No, no soy un experto en arquitectura histórica pero, en ocasiones las apariencias no engañan. Seguí por un pequeño sendero adoquinado que limitaba un pequeño jardín, hasta que finalmente me hallé justo ante la entrada principal de aquella casa.
Un reloj empotrado encima del dintel me dijo que eran las cuatro de la tarde menos quince minutos. “Veamos pues”, me dije mentalmente e ingresé a la casa.
La biblioteca no era diferente a cualquier otra pequeña biblioteca que hubiese visto; viejas mesas alargadas levemente abrillantadas; sillas de madera, toscas, incómodas y descoloridas por el tiempo y el uso. Lo único agradable hasta el momento era el ambiente templado que dominaba en aquel salón.
Mientras me dirigía hacía una larga barra de madera de metro de alto que corría a lo largo de la sala y que impedía el libre acceso a los estantes de libros, sector exclusivo en donde supuse solamente podían moverse los empleados y empleadas de la biblioteca, pude observar que apenas habían dos usuarios en ese momento, un hombre joven de más o menos mi edad y una mujer adulta que apenas me llamó la atención por sus grandes espejuelos, uno y otra, me miraron cuando pasé junto a ellos pero enseguida volvieron a sus respectivas ocupaciones.
Llegué hasta la barra y coloqué mis manos en esa superficie. El espacio estaba solitario y silencioso, solo libros y más libros acurrucados sobre largas, vetustas y oscuras estanterías.
—Buenas tardes. —Dije; mi voz se escuchó en todo el salón pero nadie respondió.
Regresé a mirar a las dos personas que se hallaban en la biblioteca, buscando una respuesta en una mirada o en un gesto, pero, solo vi a dos personas interesadas en sus lecturas.
—Sí, dígame. —Dijo una voz de mujer desde los estantes de libros, al tiempo que el sonido característico del calzado femenino con tacos se volvía cada vez más notorio.
Volví mi rostro hacía el lugar de donde provenía esa voz. Dirigiéndose hacia mi con paso seguro estaba una mujer. En lo primero que me fije fue en su cabello, lacio y de un castaño oscuro que le caía libremente sobre sus hombros; su piel era de un canela claro, frente amplia pero proporcional a los demás rasgos de su rostro, nariz recta de tamaño mediano, ojos marrones claros, cejas naturales cuidadosamente delimitadas, pómulos notorios y ligeramente rosados, labios gruesos apenas matizados de un rojo evidentemente artificial que los resaltaba lujuriosamente. Vestía un saco abierto de color rojo, y debajo de éste, una blusa blanca con botones, cuyo relieve mostraba un corpiño abultado señal inequívoca de grandes senos, usaba jeans azules que se ceñían amorosamente a generosas nalgas, muslos y piernas, y finalmente un par de sandalias con tacones que no dejaban de sonar cada vez que la mujer daba un paso.
Me quedé mirándola fijamente, sorprendido, gratamente sorprendido e interesado. Ciertamente era una mujer muy atractiva. Calculé que debía tener entre 40 y 50 años.
— ¿Qué necesita? — Me dijo, colocándose detrás del mostrador justamente frente a mí.
Nuestros rostros estaban a la misma altura de manera que calculé que debía medir 1. 70 m, considerando que usaba tacones.
Su voz me sacó del ligero arrobamiento en el que había caído. Por un momento no supe qué decir; es decir, hasta hace unos momentos pensaba que la historia de mi amigo, solo había sido un cuento dirigido a tomarnos el pelo, pero no, la mujer estaba ahí, ¡y qué mujer!, una encantadora hembra madura.
— Buenas tardes. —Le dije, al tiempo que le sonreía. No me respondió solo asintió con la cabeza. — Si, — le dije e hice una pausa —, verá —otra pausa—, necesito un libro —. He hice una nueva pausa, mientras pensaba qué decir.
— Y qué libro será. —Me preguntó, moviendo su cabeza y haciendo un gesto, que interpreté como de curiosidad.
—Aaah… pues verá. —Le dije, y de repente se me ocurrió algo. — Necesito un libro sobre sexualidad femenina.
— ¿Sexualidad femenina?— Me cuestionó asombrada, levantando sus cejas.
— Sí, —Le dije con seguridad, mirándola fijamente a los ojos— sexualidad femenina; específicamente algo sobre orgasmos femeninos, excitación del clítoris, un libro que indague sobre las zonas más erógenas en la mujer.
Se quedó mirándome boquiabierta por unos segundos, y entonces dijo:
—No creo que tenga ese tipo de libros aquí, tal vez en la Biblioteca de la Universidad.
—No, no encontré, acabo de venir de ahí y no tienen nada sobre eso. —Le dije inmediatamente. —Sabe, es increíble, como un asunto tan importante como la sexualidad femenina sigue siendo un tema prohibido en esta sociedad.
— ¿Le parece? —Me dijo con tono de ingenuidad.
—Definitivamente; por ejemplo son muy pocas las mujeres que se atreven a hablar de sexualidad o de sus experiencias sexuales con un hombre, ora porque tienen vergüenza, ora porque son santurronas, ora porque tienen miedo de ser catalogadas negativamente. Son muy pocas las mujeres valientes e inteligentes que se atreven a tocar este tema que debería ser tratado con total naturalidad. Se lo digo porque he intentado entrevistar a varias mujeres y de 100 apenas 5 se han atrevido a aceptar el cuestionario y eso a pesar de que les he garantizado absoluta confidencialidad.
— ¿Solo cinco? —Me preguntó con gesto de curiosidad y candor.
—Solo cinco.
— ¿Y qué les pregunta? —Me dijo mirándome a los ojos, con notorio interés, mientras se arreglaba el pelo y lo acariciaba cariñosa y lentamente.
—Varias cosas. ¿Le gustaría responder el cuestionario?
— En este momento no puedo, estoy trabajando. —Me dijo como disculpándose.
La miré, apenas sonriendo, por un par de segundos, y enseguida regresé a ver hacia las mesas. Una de las dos únicas personas que estaban en la biblioteca, el muchacho, estaba mirándonos, pero volvió a lo suyo cuando vio que lo observaba.
—Solo están dos personas, y no creo que les importe si usted se ocupa de mí por unos momentos. Además, desde que la vi me di cuenta que usted a más de ser muy guapa es una mujer inteligente y atrevida, algo no muy común en esta sociedad oscurantista.
—No, no puedo. —Me dijo sonriendo mientras miraba hacia el suelo.
— Sus opiniones me ayudarían muchísimo para terminar la investigación que estoy haciendo, además con su colaboración ayudaría a muchas mujeres que no son tan valientes como usted a entender mejor su propia sexualidad. Usted sería una pionera, una mujer solidaria con las demás mujeres, en especial con aquellas que han sido sometidas por la anticultura represiva de esta sociedad hipócrita. ¿Qué dice, me ayuda?
La mujer me miró fijamente mientras se mordía suavemente su labio inferior. Había duda en su rostro pero también interés.
— ¿Y cuánto cree que nos demoremos? —Me dijo con candidez.
— El tiempo que usted decida.
Volvió a jugar con su cabello, miró hacia las mesas, y luego giró su rostro hacia el fondo donde se encontraba un pequeño escritorio.
—Supongo que podría ayudarlo. —Me dijo sin mirarme, e inmediatamente caminó un par de metros hacia su derecha, levantó, una pequeña tabla, y abrió una puerta empotrada en la barra. Entonces se volvió hacia mí. — Entre —. Me dijo.
Capítulo 4
Entre por el pequeño espacio, y ella, inmediatamente cerró la pequeña puerta, y volvió a colocar la tabla en su lugar. Se dio la vuelta y se dirigió hacia el pequeño escritorio, seguida por mí.
Mientras la seguía no puede evitar concentrarme en sus generosas nalgas, sus bien formadas piernas, así como en los rosados talones que se remontaban sobre sus erguidos tacones. Automáticamente sentí un empellón de mi verga dentro mi pantalón. “Tómalo con calma”, me dije mentalmente.
Colocó una silla frente al viejo y pequeño escritorio y luego se situó detrás de este.
—Siéntese. — Me dijo mientras ella hacía lo propio.
—Gracias. —Le dije mientras colocaba mi carpeta encima del escritorio. Entonces, me di cuenta que ni siquiera sabía su nombre, y como es obvio, ella tampoco el mío. Me incorporé y le extendí mi mano. —Por cierto, me llamo Pablo. —Le dije inmediatamente.
—Yo Gloria. —Me dijo aceptando mi mano, mientras me miraba con atención.
Volví a sentarme y empecé a divagar imaginando qué preguntarle. “¿Y si solo voy hacia ella y empiezo a besarla?”, me planteé mentalmente. La opción parecía ser muy práctica pero al mismo tiempo un tanto abrupta.
—Usted dirá. —Me dijo sacándome de mis desvaríos.
—Sí, claro, por supuesto. —Le dije y tomé mi carpeta y la abrí. Agarré uno de mis dos cuadernos espirales, y empecé a ojear hasta llegar a una página en blanco. —Bien—, le dije, mientras sacaba del bolsillo de mi carpeta un pequeño lápiz. —Comencemos entonces, dígame Gloria, ¿usted se masturba?
La mujer madura me quedó viéndome estupefacta, mientras yo la miraba con curiosidad, aunque adoptando una actitud tranquila y serena, a pesar de lo excitado que empezaba a ponerme.
—Pues…. — Dijo Gloria y se quedó en silencio, visiblemente nerviosa e insegura.
— Por favor Gloria. Siéntase libre de expresarse, no se autocensure, recuerde, usted es una mujer sin prejuicios y complejos y está charlando con un hombre con criterio amplio que no la va a juzgar en lo absoluto, además siéntase segura que sus confidencias serán absolutamente reservadas. Su nombre nunca será mencionado en el ensayo, salvo que usted expresamente me lo pida.
— ¡No, no, para nada, me gustaría quedar en el anonimato! —Me espetó con énfasis.
—Pues, entonces así será. —Le dije con seriedad. —Pero antes que me conteste déjeme decirle que la masturbación, bueno yo prefiero decirle autoerotismo, es una práctica sana y natural. No tiene motivos para avergonzarse si la práctica.
—De acuerdo, sí tiene razón, —Me dijo sonriendo nerviosamente. — Yo ya sabía que la masturbación no es algo malo, pero como usted ya lo dijo, el sexo es a veces satanizado, y una no termina de vencer esos prejuicios.
— Pero se los puede vencer. —Le dije sonriendo, ella también sonrió. —Recuerde que son prejuicios, podemos y debemos superarlos, y que mejor que enfrentándolos y venciéndolos o simplemente ignorándolos.
— De acuerdo. Sí, a veces lo hago.
— ¿Y con qué frecuencia se masturba? —Le pregunté, e inmediatamente me puse a garabatear en la hoja del cuaderno.
—Cuando tengo ganas. —Me dijo dándole una entonación coqueta a la frase.
— ¿Y siente ganas muy seguido?
— A veces. —Me dijo con el mismo dejo coqueto.
— ¿Y cómo se masturba, qué es lo que más le gusta hacerse?
Gloria se detuvo, volvió a sonreír nerviosamente, y seguidamente se lamió sus labios con la lengua.
— No sé por dónde empezar —Me dijo mirándome sensualmente.
—Empecemos imaginando que está en su cama totalmente desnuda.
Se sonrió y miró al suelo.
—Bueno. —Me dijo levantando la mirada y fijándola en mí. —Me gusta tocar mi… —se detuvo por unos segundos, y volvió a mirar al suelo —, me gusta tocar mi clítoris, — dijo por fin y volvió a levantar su mirada dirigiéndola hacia mí.
— ¿Y qué siente cuando toca su clítoris? —Le dije mirándola con atención.
Desde mi posición noté que se acomodaba en su silla, casi enseguida cruzó su pierna derecha sobre su izquierda. Suspiró profundamente e hizo un ademán como si el ambiente estuviera muy caliente.
—Si no lo recuerda podría tocárselo en este momento, no se niegue ese placer debido a mi presencia, además sería más objetiva, y por lo tanto más fidedigna.
No me dijo nada solo se quedó mirándome fijamente mientras su respiración se aceleraba en algo. De repente sus manos bajaron hacia su entrepierna. No podía ver qué sucedía allá abajo porque el escritorio me impedía la visión pero, escuché el sonido de un cierre abrirse. Unos segundos después su brazo derecho se movía repetitiva y rítmicamente. Poco a poco la velocidad con que movía su brazo se iba incrementado, y leves sonidos, gemidos apenas perceptibles, empezaron a salir de sus labios.
— Señorita. — Dijo alguien a mis espaldas. Ninguno de los dos le hicimos caso. — ¡Señorita! —Dijo esta vez con más fuerza.
—Tú no te detengas, ¿entendiste?, no te detengas, sigue haciéndolo. Ahora vuelvo. —Le dije mientras me levantaba, giraba y raudamente me encaminaba hacia el lugar de donde surgía la voz.
Ni siquiera me había dado cuenta que la había tuteando. Una de las personas que se encontraba en la biblioteca con libro en mano me esperaba en la barra de madera.
—La señora está ocupada, en este momento, ¿qué desea? —Le dije con apremio.
—Entregar el libro. —Me dijo sin preámbulos, el muchacho.
—O.K. —Le dije, y tomé el libro de sus manos, pero el tipo se me quedó mirando, entonces recordé que seguramente esperaba que le devolviera el documento que generalmente se deja como prenda por el libro.
Pensé en volver donde estaba Gloria, y preguntarle donde los guardaba, giré y la vi, seguía sentada en el escritorio. No alcanzaba a ver los detalles de su rostro que debía estar visiblemente excitado, pero, estaba seguro que seguía friccionando su sensible, encantador y eréctil botoncito.
—Me parece que coloca los carnés en esa mesa que está allá. —Me dijo el muchacho señalando un lugar a mi derecha.
En una pequeña mesa, justo junto a una estantería de libros se hallaba una especie de casilleros. Me lancé hacia allá con la celeridad de la luz, o eso me imaginé. Rápidamente revisé las pequeñas casillas, tomé las ocho cédulas y carnés que había y fui donde estaba el muchacho esperándome.
— ¿Este es suyo? —Le pregunté. El tipo lo miró y asintió.
—Gracias. —Me dijo y se fue hacia la salida.
Me encontraba ansioso por volver donde estaba Gloria. Pero antes tenía algo que hacer. Miré a la otra persona que estaba sentada. La reconocí en uno de los documentos. Levanté la tabla y luego abrí la pequeña puerta y me dirigí hacia donde estaba aquella mujer con anteojos.
—Disculpe señora, —la mujer levantó su mirada hacia mí, — vamos a tener que cerrar la biblioteca por órdenes de la administración. —Le dije enseguida.
—Pero, estoy usando el libro, lo necesito de urgencia. —Me dijo contrariada.
—Le diré lo que haremos. Usted me deja su documento, se lleva su libro a casa y mañana viene a dejarlo. ¿Le parece bien?
—Pues, sí, está bien.
—Genial, ahora por favor, — le dije mostrándole la salida.
La mujer metió el libro en su bolsa y se dirigió a la puerta mientras yo la seguía de cerca.
—Gracias, —me dijo, mientras cruzaba el dintel—, yo mañana le traigo el libro.
Solo le sonreí, e inmediatamente cerré la puerta, coloqué una aldaba manual y furibundamente me dirigí hacia donde estaba Gloria.
Capítulo 5.
En cinco o seis segundos estaba nuevamente frente al escritorio. Gloria me miraba de manera ansiosa con su boca acezando lascivamente; su brazo no dejaba de moverse armónicamente, sabía muy bien lo que hacían sus dedos aunque no los tuviese a mi vista.
Sin pensarlo dos veces tomé con mis manos de los filos del escritorio y con fuerza los halé hacia mí retrocediendo al mismo tiempo como un metro; luego, furibundamente lo empujé hacia mi derecha.
Ahí estaba, la hermosa hembra con su piernas tan abiertas como sus adheridos jeans se los permitían. Sus dedos se perdían debajo de unas bragas de color negro que apenas se podían ver entre los pliegues del cierre del pantalón: Incómoda y todo, Gloria no cesaba de friccionar de manera vehemente su clítoris. Instintivamente me acerqué y mientras lo hacía me saqué la camiseta, dejando mi torso desnudo. Noté entonces que su mirada se dirigía hacia mis pectorales, y luego hacia mi entrepierna, el relieve de mi verga debajo de mis pantalones era imposible de ocultar. Levantó su mirada dirigiéndola a mi rostro, estaba cargada de deseo, de lujuria, mientras sus labios entreabiertos jadeaban levemente.
No lo pensé dos veces, y me acerqué a treinta centímetros de donde se encontraba sentada, me aflojé la correa, retiré el botón de mi pantalón, y lentamente bajé el cierre ante la mirada ansiosa de Gloria. Mi pene apareció cobijado por mis interiores azules. De un solo empujón, bajé mis interiores y pantalón dejando a mi verga finalmente libre. Gloria se quedó boquiabierta mirándola, pero no cesó de masturbarse. Lentamente me fui acercándome hasta que mi pene quedó justo frente a su boca, en toda su extensión.
La mujer madura miró el rosado glande que tenía frente a sí, levantó su mirada y se topó con mi rostro que la miraba con deseo. Volvió a mirar mi verga, y entonces, la tomó con su mano izquierda, y la acercó a su nariz, la olfateó varias veces alternando sus fosas nasales, y luego la arrimó hasta sus labios e inmediatamente empezó a besarla y a lamerla cariñosamente.
No bien ella tomó con su mano mi verga, empecé a disfrutar de las suaves caricias que recibía de sus labios y lengua. Me fue imposible no emitir un leve gemido de placer. Era la primera vez que una mujer me iba a practicar una felación. De repente sentí que su boca empezaba a mamarme la verga. Mis gemidos se hicieron más notorios. Sentí que mi glande era literalmente masajeado por sus labios y lengua, mientras chocaba alternativa y suavemente contra su paladar y el interior de sus mejillas, aunque en ocasiones el miembro entraba cuan largo y ancho era hasta el comienzo de su mismísima garganta.
Evidentemente Gloria sabía lo que hacía, de manera que me dejé conducir por la maestra, limitándome únicamente a tomarla del cabello y a acompañarla con mi pelvis en el armónico movimiento de su cuello y espalda. No recuerdo cuando tiempo estuvo chupando mi verga, quizá diez, veinte o treinta minutos, no lo sé, me sentía abstraído del mundo simplemente disfrutando del placer que me brindaba esa boca sensual. De vez en cuando Gloria levantaba su mirada, sin dejar de mamar para mirar mi rostro dominado por la lujuria. De repente, sentí un momento intenso de excitación en todo mi cuerpo, mis gemidos se transformaron en fuertes exclamaciones de placer y eyaculé vehemente en el interior de la boca de Gloria. Solo entonces, mis caderas empujaron con fuerza, mientras mis manos sujetaban enérgicamente su cabeza. Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete emisiones intensas de semen se regaron en la boca de la hembra madura; sin que una sola gota se le escapara por sus radiantes y excitados labios.
Mientras la hermosa hembra degustaba y tragaba mi semen, levantó su mirada una vez más hacia mí; su rostro lujurioso y descarado me excitaron tremendamente haciendo que mi verga intentará eyacular nuevo semen sin éxito, pues me lo había chupado todo, por varios segundos se mantuvo mirando mi éxtasis carnal y luego, volvió a dirigir su vista a mi verga, concentrándose en la felación, solo que esta vez se limitó a besar y lamer mi excitado y lustroso glande, en tanto su mano derecha continuaba frotando su entrepierna voluptuosamente.
Capítulo 6. (Próximamente)