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Tres relatos de sexo (Segunda vuelta)
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Tiempo de lectura: 10 minutos

Un desconocido muy persuasivo (2)

Cuando sube la pequeña escalera para llegar a la puerta, a Natalia, el corazón empieza a latirle a mayor velocidad. De repente recuerda la conversación que tuvo con sus amigas hace poco: “¿Será verdad que se acuesta con Gaby?” Había preguntado Florencia. “Qué va a ser verdad, si el tipo ya tiene más de cuarenta. Es muy viejo para ella. Además ¡Es un profesor!” comentó Tamara, aparentando estar escandalizada, aunque Natalia percibió que más que escandalizada estaba incómoda. “Pero aunque esté viejo, no está muy mal que digamos” dijo Florencia, y agregó “además, ¿te pensás que no pasó nada con Gaby cuando fue hasta la casa del profe a llevarle el trabajo práctico?”, Natalia, que hasta ese momento sólo se había limitado a oír a las otras, dijo “Que haya ido a su casa no significa que haya pasado algo” Florencia soltó una risita sarcástica que Natalia odió. “¿No me digas que a vos también te dijo que le lleves el trabajo a su casa? ¡Cuidado amiga, ese tipo es un turbio!” y soltó otra risita.

Ahora Natalia toca el timbre del departamento. La puerta se abre automáticamente y entra al edificio. Piensa que Florencia tenía algo de razón. ¿Por qué el profesor le había pedido que le lleve el trabajo a su casa? En su momento, ni siquiera se lo había planteado, pero luego se enteró por Gaby que el docente le había pedido eso, porque se acercaba la fecha de cerrar las notas, y era conveniente corregir el trabajo con la alumna presente para que sus observaciones sean claras, cosa que vía mail sería más difícil de lograr. La explicación la satisfizo por un tiempo, pero a medida que se acercaba el día en que tenía que llevarle el trabajo al profesor, una sensación de extrañeza se apoderaba de ella. Y ahora que se mete en el ascensor y la puerta se cierra, piensa si no sería mejor salir de ahí y volver a su casa. Después de todo, coincidía con Florencia en algo, el profesor de introducción al conocimiento científico era turbio: era frío, y hablaba justo lo necesario, era muy distante con los alumnos, pero a pesar de eso parecía tener un apetito voraz por las chicas más lindas de la comisión, ella misma incluida. Esto último era difícil de percibir, porque sabía disimularlo, pero cada tanto se dejaba descubrir embelesado con las tetas turgentes de Tamara, o con las nalgas apretadas de Gaby. En esas miradas efímeras dejaba traslucir un deseo animal que nada tenía que ver con una intención de seducir a las féminas de la comisión, sino más bien parecía querer poseerlas a toda costa, incluso, contra su voluntad.

Cuando llegó al piso que le había indicado el profesor, sus piernas, y su mano, con la que cargaba la carpeta con el trabajo práctico, temblaban como hojas. Le vino a la mente el rostro de Tamara, quien, mientras escuchaba las insinuaciones de Florencia, parecía más indignada que la propia Natalia: “No andes divulgando rumores, si no sabés de qué estás hablando” le dijo, casi gritando. “Si alguien de la comisión te escucha, van a empezar a decir cosas de Gaby, y también de Natalia”. Se la veía muy enojada, pero también parecía tener la necesidad apremiante de cambiar de tema. ¿Por qué? Se preguntó Natalia ¿por qué estabas tan inquieta, Tamara? Cuando terminó con sus cavilaciones, se dio cuenta de que acababa de tocar el timbre del departamento de su profesor. Una certeza implacable se apoderó de ella: “tengo que irme” se dijo. La puerta se abrió. El profesor no dijo nada. Se hizo a un costado. “Tengo que irme” Pensó Natalia. Pero su cuerpo no parecía convenir con su cabeza, dio unos pasos y entró en el departamento. Una mezcla de miedo y excitación hicieron erupción dentro de ella, y la sensación de que algo inminente estaba a punto de suceder la hicieron entrar en un estado similar al de la embriaguez.

“Acá está el trabajo, profe” le dijo, balbuceando, estirando el brazo tembloroso, mientras la puerta se cerraba a su espalda.

El profesor agarró la carpeta y la tiró al piso. Las hojas quedaron desparramadas sobre la cerámica. Se acercó a ella, hasta quedar casi pegados. Le acarició el rostro, y le metió el pulgar en la boca. Mientras, la otra mano se deslizaba por el muslo desnudo. “¿Por qué traje este vestido tan corto?” se preguntaba Natalia, sin obtener una respuesta. “¿y por qué no me puse ropa interior?” se preguntó luego, cuando sintió dos dedos enterrarse en su sexo palpitante.

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Una sincronización perfecta

Ya habían pasado treinta minutos desde que comenzaron. Se veía en el rostro de los cinco hombres una mirada concentrada. Los músculos de las caras estaban contraídos y en sus mejillas y frentes se deslizaban gotitas de sudor que iban a parar al piso, formando un diminuto charco debajo de ellos.

Cada tanto alguno parecía no poder aguantar más. Pero en esos momentos, alguno de sus compañeros lo miraban con una sonrisa fraternal, como diciéndole “Vamos, vos podés”, y entonces el hombre disminuía el ritmo de sus movimientos, y así podía adaptarse a los demás.

La mujer estaba en el piso, tumbada boca arriba. Su marido creía que estaba en casa, limpiando. Nunca había hecho eso, y nunca pensó en hacerlo, pero ver diez mil pesos, todos juntos, fue tentador. Estaba desnuda, igual que los cinco tipos que formaban un círculo a su alrededor. Eran hombres jóvenes, y todos eran diferentes: lampiños, peludos, rubios, morochos, pelados, gordos, flacos, musculosos… sin embargo tenían algo en común: las cinco vergas que ella veía dese abajo, eran hermosas: alguna más gruesa que otra, alguna más corta que otra, alguna más asimétrica, alguna más cabezona… pero todas eran hongos de una base gruesa y venosa. Todas comenzaban a largar el líquido preseminal, cuyo olor ya inundaba la habitación. Y todas se habían alzado en honor a ella. Las cinco vergas erectas como lanzas, y duras como rocas eran las responsables de que se haya convertido en una puta.

La mujer comenzó a acariciarse el clítoris, mientras se mordía el labio inferior. Cuando vio que los machos estaban a punto, abrió la boca y sacó la lengua, moviéndola arriba abajo, como invitándolos a que apunten ahí. “a la cuenta de tres” dijo uno de ellos, y comenzó a contar: “unooo” alguno tuvo que dejar de tocarse para resistir los segundos que faltaban. “dooos” varios de ellos mostraban sus dientes apretados, señal de lo difícil que era seguir reteniendo el semen. “trees” dijo el hombre, y entonces las vergas que la rodeaban expulsaron, simultáneamente, cinco chorros blancos, que salieron con potencia inusitada, y cayeron con una precisión maravillosa sobre el cuerpo de la mujer que esperaba, golosa, la leche de los machos.

Un cálido hilo cayó, justo donde ella quería. Lo saboreó, al mismo tiempo que más chorros poderosos impactaban con su piel. Haber retenido tanto tiempo el orgasmo no fue en vano. La eyaculación fue abundante y varios lograron que sus vergas escupan tres veces sobre ella.

Nunca había estado con tanta leche encima, nunca se había sentido tan puta, y jamás habría imaginado disfrutar de esa humillación. Los cinco hombres se acercaron, y la ayudaron a tragar hasta la última gota de semen.

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Una deuda con muy altos intereses

Gonzalo estaba temblando como una hoja. A pesar de que se encontraba en su propia casa, se sentía extremadamente asustado y nervioso. La presencia de Mario y sus secuaces siempre lo ponían incómodo, pero ahora era mucho peor, y tenía sus motivos para sentirse así, puesto que sabía perfectamente a qué venían esos hombres.

—Vos sabés que soy un tipo muy tolerante, Gonzalo. —le dijo Mario, sentado frente a él en la mesa de la pequeña cocina. El hecho de que lo haya llamado Gonzalo, y no Gonzalito como otras veces, era de por sí, una señal de alarma.— Pero con la plata no se jode. —Siguió diciendo. Gonzalo trató de sostenerle la mirada, pero le resultó imposible. Miró al piso e intentó decir algo.

—Yo te… te voy a pagar Mario, vos sa… sabés que siempre cumplo. — dijo Gonzalo, tartamudeando.— Además te… te juro que es verdad que me robaron.

—Para el fracaso siempre hay excusas. —Dijo Mario. Gonzalo levantó la mirada, y vio los ojos implacables de su acreedor. “No lo voy a convencer” se dijo. Luego observó a los dos hombres que se encontraban parados, flanqueando el cuerpo robusto de Mario. Eran dos tipos que pasaban los veinte años. A diferencia de su jefe, que era corpulento, estos otros eran delgados, pero musculosos. Ambos imitaban la mirada intimidante de Mario, cosa que no vaticinaba nada bueno para Gonzalo.

De repente un sonido interrumpió el silencio incómodo que se había sostenido por unos interminables segundos. La puerta principal se abrió. Se oyeron unos pasos livianos y rápidos, que se dirigieron a la cocina, donde estaban los hombres reunidos. Antes que nada, lo que entró por la puerta fue el perfume fresco y femenino; luego irrumpió ella en esa habitación cargada del sudor frío de Gonzalo, y de la virilidad apabullante de los visitantes.

—Hola mi amor. —Dijo alegre, casi cantando. Pero inmediatamente se percató de la presencia hostil de aquellos hombres. Se rostro se transformó rápidamente. No conocía a ninguno de ellos, pero la escena que tenía frente a ella no le gustaba nada. Su novio estaba como achicado, con la cabeza gacha, en una de las sillas que rodeaban la mesa cuadrada de madera. Del otro lado estaba un tipo enorme, que apenas cabía en la silla, secundado por otros dos que parecían sus guardaespaldas. Parecía estar viendo una película de gánster.

—Llegaste temprano mi amor. —Dijo Gonzalo, haciendo un esfuerzo inhumano para no quebrar su voz.

Ella le miró el rostro por primera vez, y ahora ya no le quedaban dudas de que estaba pasando algo malo.

—¿Por qué no vas a hacer las compras para la cena, mientras hablo con mis a… amigos? —Dijo Gonzalo, sin poder evitar tartamudear en la última palabra.

—No seas maleducado che. —Dijo Mario, al tiempo que se dibujaba una sonrisa desconcertante en su rostro.— así que sos la novia. ¿Cómo te llamás?

—Micaela. —dijo ella, todavía estaba más cerca del umbral de la puerta que de ellos.

—Micaela, estamos discutiendo unas cositas con tu novio. Enseguida nos vamos. —Gonzalo sintió una pizca de alivio. Quizá a Mario no le gustaba que personas ajenas a sus negocios se enteren de que era un mafioso y usurero, y tal vez eso le diera un día más para conseguir la plata.— Por favor no te vayas por culpa de nosotros, no quereos molestar.

—No pasa nada… —Dijo Micaela. Se veía encantadora con su cara asustada. Llevaba un vestido suelto de color azul, que le llegaba hasta las rodillas, y su pelo castaño, un tanto rojizo, estaba atado en dos colas que le daban un aire infantil.

—¿Me harías un favor? —Dijo Mario, dirigiéndose a ella.— Acá tu novio no es un buen anfitrión. ¿Me traerías un vaso de agua?

—Bueno. —Dijo Micaela, tratando de encontrar la mirada de su novio, para que le explique qué estaba sucediendo. Pero Gonzalo había devuelto la vista hacia la cerámica del piso.

Micaela se fue hasta la heladera, y Mario y sus secuaces la incomodaron aún más, ya que se la comían con la mirada, descaradamente, como si su novio no estuviese ahí. Cuando sirvió el vaso de agua, y se dio vuelta, todavía le clavaban los ojos ahí, un poco más debajo de la cintura, por lo que dedujo que mientras estaba de espaldas, le realizaron una minuciosa inspección a su trasero. Le entregó el vaso en la mano a Mario, y sintió cómo esos dedos fuertes y seguros aprovechaban para acariciar los suyos, finos y delicados.

—Muy linda tu novia. —Comentó Mario. Gonzalo apenas levantó la vista, y fingió agradecer el comentario con una sonrisa retorcida, más falsa que un billete de tres pesos.

A Micaela la indignó ver así a su novio. Comprendía que se sienta inhibido por la presencia de ese tipo, pero, ¿no podía conservar un poco de entereza y hombría?

—¿Cuántos años tenés Mica? —Preguntó Mario.

—Diecinueve. —Dijo ella. Se encontraba todavía al lado de Mario. Parecía que ese hombre tenía una especie de fuerza magnética, y ella no se sentía con la libertad de alejarse, salvo que él se lo permitiese.

—Diecinueve añitos.  Repitió Mario.— Así que hasta hace poco estabas en la escuela. Sos una criatura. —Y luego dirigiéndose a Gonzalo, dijo en tono de broma.— Así que sos un roba cuna eh.

Los dos hombres que estaban detrás de Mario, y ahora también detrás de ella, rieron, en una suerte de coro condescendiente.

—Y decime Mica. —siguió diciendo.— ¿ibas a escuela privada?

—Sí. —dijo ella, escuetamente.

—Entonces usabas jumper…

—Sí. —Respondió ella, sin entender a dónde quería llegar.

—No sabés cómo me gusta cogerme a pendejas con jumper. —dijo Mario. Micaela abrió grande los ojos. No esperaba ese comentario. Vio a su novio, que seguía mudo, no parecía otra cosa que una sombra.— en serio te digo. No hay cosa más sexy que una chica con su uniforme de colegiala. —la miró a los ojos. Ella estaba petrificada, pero la mirada lasciva de Mario le hizo sentir un hormigueo en la entrepierna.— Igual no te creas que me cojo a menores de edad eh. No, eso es para quilombos. Pero me gusta que mis putitas se vistan de colegialas. Eso sí, nada de lencería erótica eh. Esas ropas terminan siendo todas iguales. Sabés de qué te estoy hablando ¿no? que disfraz de enfermerita, disfraz de policía, disfraz de colegiala… no, no, no, a mi me gusta el uniforme de verdad. ¿Vos tenés todavía tu uniforme de la secundaria?

—No. —Dijo Micaela, tragando saliva.

—Qué lástima. —Dijo Mario, y poniéndose de nuevo serio preguntó.— Mica ¿sabés por qué estamos acá?

—Ella no sabe nada… —balbuceó Gonzalo.

—¡Vos callate la boca! —Estalló Mario. Su voz retumbó en toda la cocina. Pero enseguida recobró la calma.— Tu novio nos debe plata.

—¿Plata? —Preguntó ella.

—Sí. Te explico. Yo le vendo merca a él y una vez que Gonzalito la vende, me da lo que me tiene que dar. Pero ahora dice que no tiene nada.

—¿Qué? —preguntó Micaela. Era demasiada información toda junta.— ¿Sos dealer Gonzalo?

Pero el novio había quedado totalmente mudo después del grito de Mario. Era evidente que le tenía pavor.

—Sí, nos debe plata. Y de una forma u otra, hoy se la voy a cobrar. ¿Se te ocurre una manera de ayudar a tu novio a pagarme Mica?

Ella no dijo nada. Estaba totalmente decepcionada. Gonzalo siempre fue un chico normal. Bueno, y cariñoso. Quizá un poco vago, pero ese era su único defecto. Al menos el único que ella conocía pero ahora se enteraba que era un delincuente, y encima, de los peores: un dealer.

De repente sintió unos dedos deslizarse por sus piernas. Miró a Mario, que se humedecía los labios con la lengua mientras metía su mano, que subía lentamente hasta meterse por debajo de su pollera.

—Qué lindo culito tiene tu novia. —dijo Mario, mientras, con las yemas de los dedos frotaba suavemente las nalgas de Micaela.

Gonzalo vio la escena un instante y volvió a bajar la vista.

—¡Mirame! —Le ordenó Mario con otro grito. Gonzalo volvió a mirar, como Mario metía la mano con más vehemencia. Sus ojos brillaban, a punto de llorar, no tanto porque Mario estuviese manoseándole el culo a su novia, sino porque ella no daba señales de rechazarlo. Seguramente estaba muy asustada, además, nada podría hacer contra esa bestia, pero ¿por qué no hacía un mínimo gesto de rechazo?

Micaela por su parte, no podía creer que Gonzalo fuese capaz de presenciar cómo la violaban sin hacer absolutamente nada. Ya sabía que no había manera de que la defienda de esos tres hombres que se veían tan fuertes y además seguramente estaban armados, pero ¿no debería intentar algo, aunque sea infructuoso, aunque el resultado sólo sea recibir una paliza? ¿No le quedaba nada de hombría?

En una inusitada, y retorcida actitud vengativa, Micaela se quedó parada, sin dar señales de oponer resistencia, mientras sentía como esos dedos hambrientos estiraban el elástico de la bombacha para bajársela.

—Es una puta divina tu novia, mirá cómo le gusta que le manoseen el culo delante de vos. —Dijo Mario, humillando a Gonzalo.— ¡levantá la vista! —Gritó de nuevo, cuando vio que el otro esquivaba la escena. Gonzalo lo hizo, y vio como Mario levantaba el vestido, y le daba un beso negro a Micaela.

El rostro de ella se relajó, y reflejó una sonrisa involuntaria ya sea porque le daba cosquillas o placer.

—Disfrutá el espectáculo Gonzalito, gracias a esto voy a esperarte una semana más para que me pagues.

La agarró de la cintura.

—Apoyá tu mano en la mesa. —le dijo a Micaela.

Ella lo hizo. Separó sus piernas, y luego apoyó también su torso sobre la madera, quedando con el culo levantado, a merced de Mario.

Él no tardó en levantarle el vestido de nuevo, dejando el trasero blanco y erguido al aire. Se mojó los dedos con su propia saliva y enterró dos de ellos en el sexo húmedo de ella.

—Cómo no se me ocurrió venir antes a conocerte bebé. —Dijo Mario.— La próxima vez quiero que te pongas un uniforme de colegiala, ya te lo consigo yo.

Acto seguido se bajó el cierre del pantalón. Corrió hacia abajo el elástico del bóxer, y sacó la verga ya dura. No se molestó en bajarse el pantalón, no quería que sus guardaespaldas le vieran el culo. Sin embargo, ambos tenían una vista privilegiada del culo apretado de Micaela, y vieron nítidamente como la poronga de su jefe, quien no se había molestado en ponerse preservativo, se metía lentamente en su sexo.

Micaela largó un gemido cuando el falo se enterró varios centímetros en ella. Su rostro había quedado apenas a unos centímetros del de Gonzalo, y este recibió cada sonido emitido por ella como un balde de agua helada.

Mario hacía suaves movimientos pélvicos, pero su miembro era muy grande para el estrecho sexo de Micaela, acostumbrada a vergas más humildes.

El hermoso pelo ondulado, tirando a rojizo de Micaela se despeinaba cada vez más, a medida que su cuerpo se sacudía con mayor violencia, sobre la frágil mesa de madera, que parecía a punto de venirse abajo, cada vez que Mario la embestía con más vigor.

Gonzalo era testigo silencioso de los cambios que operaban en el rostro de su novia. Su piel blanca empezó a perlarse de transpiración, su boca se abría cada vez más cuando la verga se introducía en ella, y sus gemidos, ya casi carecían del tono del dolor. Mario la sacudió con una fuerza impresionante cuando le dio la última embestida. La mesa se tambaleó, Micaela estuvo a punto de caer, y por una vez, Gonzalo reaccionó y haciendo una considerable fuerza con sus brazos, logró equilibrar la mesa. Gracias a su altruismo, Mario logró acabar cómodamente. Retiró su verga, pero el primer chorro ya había caído adentro de Micaela. El resto lo eyaculó en las piernas de la chica.

—Eso estuvo muy bueno. —Dijo Mario, levantándose el cierre del pantalón.— Ojalá todas mis cobranzas fueran así.

Micaela quedó sobre la mesa, con la cabeza oculta entre sus brazos. El vestido le tapaba ahora las nalgas, pero en sus piernas todavía se deslizaba el semen.

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