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Tres relatos de sexo
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Tiempo de lectura: 9 minutos

Un desconocido muy persuasivo

Su expresión no era muy diferente a la que tenía cuando le entregaban la cuenta en un restorán: una media sonrisa con la mirada penetrante dirigida al mozo de turno. Incluso la postura era similar, ya que, igual a cuando está en un restorán, debía levantar la cabeza para observar al otro, que, erguido, la superaba por varias cabezas. Pero ahora no estaba sentada, sino arrodillada, y el tipo que estaba parado frente a ella no le iba a entregar la cuenta precisamente.

El hombre, mientras movía su brazo frenéticamente, producía un constante chasquido, parecía el ruido de un pedazo de cuero mojado chocando con una superficie dura.

Ella se sentía algo patética, en esa posición tan pasiva, esperando que el hombre impregne en su cara su pegajosa virilidad.

De todas formas, la situación no le desagradaba. Le gustaba lo inesperado, le divertían las aventuras, y le fascinaban los secretos. Y esto sería un secreto, porque su marido nunca debía enterarse. La sensación de lo prohibido y el instrumento largo que temblaba, en movimientos espasmódicos frente a ella, hicieron que su bombacha se empapara.

¿Por qué todavía estoy vestida? Se preguntó. El hombre no solo no la había desnudado. Ni siquiera la había tocado. No había acariciado sus muslos por debajo de la pollera, no había sobado las tetas que tanto la enorgullecían, ni había perdido el tiempo de manosearle el culo, el cual todos los hombres con los que estuvo se deleitaban en tocar. Ella había ido a la casa del hombre a pedirle que le diga a su hijo que no moleste más al suyo. El hombre había dicho que los chicos de doce años ya deberían saber cuidarse solos, y ya no dijo más.

Pero sí dijo algo más, pensó ella, tratando de recordar. El hombre se había quedado mirándola, comiéndosela con los ojos, sin siquiera disimular. Tenía una mirada salvaje, algo desquiciada, pero muy viril. Ojalá mi marido fuese tan intenso como este tipo, pensó ella. “Estás muy buena” le dijo, ante su desconcierto. “me encantan las rubias naturales”, agregó. A ella le temblaron las piernas, y sintió mucho calor entre ellas. “arrodíllate” le dijo el hombre.

Ella se preguntaba qué se creía ese hombre, ¿pensaba que se iba a arrodillar solo porque se lo ordenase? Pero cuando terminó con ese razonamiento mental se percató de que estaba de rodillas, y cuando intentó decirse que eso era una locura, que no podía practicarle una felatio a un desconocido, por más poderosa que tuviese la mirada, se dio cuenta de que su boca estaba abierta y que el sexo del hombre entraba en ella, dejando a su paso el sabor particular de esa extremidad. Entonces ella cedió, y sintió, como, lentamente, el miembro se endurecía.

La verga se agitaba con más intensidad, a solo unos centímetros de su cara. El hombre, hasta ahora poco expresivo, hizo un gesto muy parecido al del dolor, justo un instante antes de largar tres chorros de semen en su cara.

Ella se quedó arrodillada. Esperando que él finalmente la despoje de sus prendas y la viole encima de la mesa, pero el hombre se limitó a entregarle un papel de cocina y a abrirle la puerta, invitándola, en silencio, a que se vaya.

Un recuerdo para un enamorado

Juliana estaba sentada muy cerca de él. Sólo dos sillones con almohadas deshilachadas los separaban. Carlos atesoraba esos breves minutos en que la tenía para él solo. Los demás miembros del club de lectura solían llegar sobre la hora, o incluso algunos minutos tarde, pero Juliana salía de trabajo e iba directo al pequeño departamento que alquilaban por hora para reunirse a hablar de literatura. Y Carlos, siempre se inventaba alguna excusa para llegar antes y acompañarla en esos minutos preciosos.

Como de costumbre, él, intimidado por la belleza natural de la chica, sólo atinaba a pronunciar alguna que otra frase. Estaba convencido de que todo lo que decía le resultaba aburrido a Juliana, sin embargo, ella se mostraba de lo más cordial, cosa que sólo servía para que Carlos se enamore más de ella. Juliana llevaba un short, de esos que por delante parecen polleras. Carlos siempre pensó que esas prendas eran una estafa a las fantasías masculinas, pero aun así, no perdía oportunidad de mirarle las piernas: eran largas, interminables, torneadas y musculosas. Juliana tenía un cuerpo atlético, pero sin perder una pizca de femineidad. Era delgada, pero fuerte. Sus piernas eran su mejor atributo, pero a Carlos también le gustaba mucho sus labios gruesos, y las pecas, casi imperceptibles que se repartían debajo de sus ojos, y rodeaban su nariz prominente. Era sencillamente hermosa.

De repente a Carlos lo invadió una depresión fulminante.

Cuatro años, pensó. Cuatro años que estoy enamorado de ella, y no pasó nada.

Pero lo peor no era el hecho de no haber estado nunca con ella, sino la certeza de que nunca tendría su amor. Ya lo había intentado todo, a su manera torpe, pero lo había intentado: la invitó a salir, le escribió cartas cursis diciéndole de manera difusa lo que sentía, y más de una vez había intentado robarle un beso. Pero esto último casi le costó su amistad con ella, por lo que tuvo que desistir, y conformarse a adorarla a la distancia.

“Voy al baño, ya vuelvo” dijo ella. Se levantó sobre sus piernas elastizadas, y caminó ágilmente hasta el baño. Y entonces Carlos se perdió en sus fantasías. “Qué no daría por seguirla hasta el baño”, pensaba, “esperar a que termine de hacer pis, y aprovechando que tiene la bombachita baja, abusar de ella. Juliana me odiaría, sin dudas, pero de todas formas nunca me querría, y yo me sacaría las ganas”.

Sintió cómo una erección se levantaba adentro de su pantalón. Es una locura, pero ¿y qué? Luego iría preso ¿y qué? Bien podría suicidarme para no sufrir en prisión. De todas formas, si cumplo mi fantasía, moriría feliz.

Sacudió su cabeza, tratando de ahuyentar sus fantasías perversas, pero el bulto duro de su pantalón era testigo de que no logró hacerlo.

Juliana terminó de orinar, y se limpió el sexo con papel. Fue entonces cuando sintió que alguien empujaba la puerta. “¿Carlos?”, dijo “Si te dije que estoy acá” agregó con una sonrisa nerviosa. “ya lo sé” susurró Carlos, al otro lado. Entonces empujó con más fuerza, y sin mucho esfuerzo, hizo que la traba de metal que estaba del lado de adentro de la puerta se doblara, hasta que la puerta se abrió.

Juliana estaba todavía con el short y la bombacha abajo. Carlos entró, y ella supo, al ver su rostro, que la locura finalmente se había apoderado de él. “me va a violar” pensó, con temor. “siempre supe que algún día lo iba a hacer” se dijo, resignada.

Carlos la agarró de los tobillos, le sacó el short y lo tiró al piso, y luego la despojó de su ropa interior blanca. Hizo un bollo con la prenda y la cerró en su puño. Acto seguido la acercó a su rostro y la olió. “Gracias por el recuerdo” le dijo, guardándose la bombacha en el bolsillo de su pantalón. “nunca te voy a olvidar” agregó, dándole la espalda, dejándola más sorprendida que asustada.

Todavía estaba en el baño, conmocionada, cuando escuchó la puerta cerrarse detrás de aquel muchacho que no volvería a ver.

Una maestra chantajeada

Ser una mujer linda siempre tuvo sus ventajas, pero también sus desventajas. Eso lo sabe ahora que está rodeada por cuatro pendejos de no más de dieciocho años, en pelotas, y con las pijas como mástil.

“No puedo creer que nos vamos a coger la mamá de Joaco” dijo uno de ellos. Era delgado, y tenía una cara aniñada. Si no lo conociese desde chico, pensaría que tenía quince años. “Vos no te vas a coger a nadie, pendejo”, pensó ella, pero las palabras no salieron de su boca. Estaba paralizada por la impotencia.

Ya sabía que el repentino interés que ese cuarteto había mostrado por su hijo, era extraño. Joaco era dos años menor que ellos, y cuando ellos todavía estaban en la escuela, lo acosaban con bromas pesadas, y hasta lo golpeaban.

“Bueno, profe, o se desviste usted o la desvestimos, nosotros, como guste”. El que le dijo eso era Marco, un chico rubio, musculoso, y extremadamente atractivo. Belén lo odiaba. Había tenido la mala suerte de ser su profesora hace solo dos años. Era hijo del empresario más importante de la zona, dueño de un supermercado y un shopping entre otras cosas, y el pendejo solía comportarse de acuerdo con su estrato social, despreciando a los de un nivel socioeconómico inferior. El hecho de que ella fuese la profesora más joven y linda de la escuela no hacía las cosas más fáciles. Siempre le silbaba cada vez que se daba vuelta a escribir algo en el pizarrón, y el grupo que le hacía la corte aprobaba el chascarrillo con risas. Y ahora ese ser despreciable pretendía poseerla junto con ese grupo de pendejos caprichosos que pensaban que tenían derecho a tomar las cosas sólo con desearlo.

Los cuatro muchachos encuerados se le fueron acercando. La escena le parecía surreal ¿cómo es que me está pasando esto? Se preguntaba. Todo había sucedido muy rápido. Los chicos se habían presentado en la casa, supuestamente en busca de Joaco. Ella, ingenuamente los hizo pasar para que lo esperaran, y cuando fue a llevarles algo para tomar, vio en la tele de cuarenta pulgadas una escena pornográfica. “Chicos, por favor, acá no miren eso”. Estaba realmente indignada con la insolencia de los pendejos. “Mañana hablo con Joaco y le digo que no quiero que se vuelva a juntar con estos chetos maleducados”, se dijo. “Pero profe” dijo Marco, con una sonrisa enigmática “mire bien, la actriz es muy buena”. Belén miró la tele un instante. En ella aparecía una mujer de piel caribeña, con un hermoso pelo negro, largo y lacio. La mujer estaba completamente desnuda, tenía un cuerpo voluptuoso, sus caderas hacían una curva pronunciada y las nalgas eran redondas y grandes. Belén no podía creer lo que veía, pero la siguiente imagen la hizo convencerse: apareció un rostro en primer plano. Un rostro atractivo, con unos ojos verdes que brillaban en medio de ese mar de piel bronceada. La boca de la mujer se abrió y engulló una verga gruesa y venosa, que se le metió adentro hasta que los bellos púbicos del hombre que la penetraba chocaba con su nariz y labios.

“Sale muy linda comiéndose la pija del profe Gustavo” dijo Marco, más odioso que nunca. “Ojalá hubiese podido hacer que lo echen” pensó Belén con remordimiento, al recordar todas las veces que la trató despectivamente y que le faltó el respeto. Pero las autoridades de la escuela no se habían animado a expulsarlo, ni siquiera, cuando Belén se había quejado de que Marco le había rozado las nalgas. El chico había asegurado que fue sin querer, y el caso había quedado ahí.

En efecto, la mujer que salía en ese video comiéndose la pija, era ella misma, y el hombre no era precisamente su marido. Pensó en las implicaciones que eso podría tener si el video salía a la luz: la echarían de la escuela, su marido la dejaría, quedaría como la más puta de las profesoras, su hijo la odiaría, y a él le harían la vida imposible en la escuela. Para colmo, a esas alturas del año ya no podría conseguirle vacantes en otra escuela.

Cuando salió de su ensimismamiento se dio cuenta de que los chicos ya se estaban desvistiendo. “Nuestro silencio se paga, profe” dijo Marco. Belén sintió cómo un calor se le subía hasta la cara y la sofocaba de tal manera que le nublaba los pensamientos.

Ahora los cuatro cuerpos desnudos la rodeaban y la manoseaban por todas partes. “que puta linda” le decía uno “que pedazo de ojete” susurraba otro, mientras su mano subía y bajaba en su nalga izquierda. “Así me gusta, calladita y obediente” dijo Marco, mientras le estrujaba las tetas. Esto hizo que Belén por fin reaccione. “¡No! ¡Me sueltan ya!” ordenó. Pero los cuatro muchachos estaban demasiado excitados para hacerle caso, además, consideraban que si ella les había permitido llegar hasta esa situación sin quejarse era porque había accedido al trato: el silencio de ellos, a cambio del cuerpo de Belén. Por eso sus exalumnos no repararon en sus negativas, y procedieron a quitarle la ropa.

Ella intentó empujar a Marco, pero este apenas se había movido, y el que estaba detrás, magreando su trasero, la agarró de las muñecas y llevó sus manos atrás, inmovilizándola, como si estuviese esposada. Aun así, ella intentó resistir, y tras un fuerte forcejeo fue a caer al piso, golpeándose la cabeza, justo encima de su oreja derecha, cosa que hizo que se desmayara.

Despertó después de media hora con un fuerte dolor de cabeza. Su visión nublada, fue captando formas poco a poco. Sus pensamientos estaban tan neblinosos como su vista, pero pronto recordó lo que había pasado. De repente sintió un ardor en la entrepierna, y también sintió que un miembro se enterraba en su sexo con violencia. Cuando recuperó la mayor parte de la vista, vio a Marco, que estaba encima de ella violándola. “¿le gusta profe? ¿Le gusta la pija de su alumno preferido?”. Le decía Marco, con sus bellas facciones contorsionadas, y los músculos de los brazos, los cuales estaban estirados para sobarle las tetas mientras la penetraba, se encontraban con las venas marcadas. Ella se removió sobre el piso duro, y entonces dos de los secuaces de Marco la agarraron de las muñecas y la obligaron a colocar los brazos contra el piso. Ella se debatió durante unos minutos, pero el golpe de la cabeza la había atontado y no tenía fuerzas, por lo que pronto desistió, y viendo que aquello que temía ya estaba sucediendo, lo dejó hacer esperando que acabe lo más rápido posible.

Sin embargo, la violación grupal estaba lejos de terminar. Aquellos que pusieron sus brazos contra el piso, acercaron sus vergas babosas a las manos de Belén. Las abrieron, y le ordenaron que los masturbe. El cuarto hombre se paró encima de ella, flanqueando el rostro de Belén con sus pies. Ella veía los testículos peludos del chico con la vista todavía algo nublada. Fue entonces cuando se dio cuenta de que en su ojo izquierdo había entrado una gota de semen. Se preguntó cuántas veces habían acabado encima de ella mientras estaba desmayada. Pero desechó ese pensamiento. No quería pensar en nada, sólo se limitaba a abrir las piernas y a masajear haraganamente las pijas de los otros dos. Pero el cuarto muchacho la obligó a ser más activa, porque poniéndose en cuclillas le acercó una verga con fuerte olor a semen a la boca. Belén, ya completamente resignada, separó los labios y dejó que se la cogieran por la boca.

Cada vez que acababan se aseguraban de eyacular hasta la última gota en el cuerpo de Belén. Enseguida, su piel tostada se fue cubriendo de una capa blanca de líquido viscoso. A los cuatro pendejos no parecía importarles, al contrario, les encantaba verla enchastrada con la leche de sus compañeros, y la seguían violando sobre el piso. Le metían la pija hasta el fondo, tanto en su sexo, con en su boca. Cuando ella quería descansar, porque sus mandíbulas ya no tenían fuerza para seguir chupando, le tapaban la nariz, hasta que se sintiese ahogada y se veía obligada a abrir la boca para respirar. Era entonces cuando la verga se metía de nuevo en su boca. Y mientras esta se movía al ritmo de los movimientos pélvicos de su violador, Belén sentía como un hilo de baba mezclada con semen le chorreaba de su boca e iba a para al piso.

“Me encanta verte tan sumisa profe, así tendrían que comportarse todos los negritos como usted” se burlaba Marco. Para él, además de un acto excitante, lo que hacía era la reivindicación de su clase. Él sólo estaba haciendo lo que su posición acomodada le permitía, y eso incluía tratar a los pobres como cosas.

Cuando se cansaron de violarla por la boca y el sexo, y cuando su rostro repleto de semen ya no les resultaba atractivo, la obligaron a ponerse en cuatro y se dispusieron a hacerle el culo por turno. Primero le metieron los dedos, impregnados de gel lubricante, y luego tuvieron la delicadeza de culearla de manera que los que la tenían más chica fuesen los primeros en poseerla.

Aun así el enculamiento fue salvaje. A Belén le temblaban las piernas y los brazos, y apenas podía moverse. Carecía de fuerzas, y su mente, casi enloquecida, había escapado a un lugar lejano. Sin embargo, su cuerpo recibía los embistes de las pijas de los cuatro pendejos. Cada tanto largaba un grito involuntario, cuando se la metían muy profundamente. Esto enloquecía a los muchachos, que pensaban que se trataban de gemidos de placer, y entonces le embestían con más entusiasmo.

El sol ya se estaba ocultando cuando decidieron dejarla en paz. Belén tardó en moverse, porque su cuerpo no le obedecía, y sólo el miedo de que su hijo la encontrara en ese estado, le infundieron las energías suficientes para ir a su cuarto.

Media hora después Joaco llegó a casa. La encontró algo desordenada, y un olor raro flotaba en el aire. Se sorprendió cuando su mamá le gritó, desde su habitación, que no entrara porque se sentía mal. “ya se va a poner mejor”, pensó, y como estaba aburrido decidió llamar a sus nuevos amigos para pasar la tarde.

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