Año 1950. Galicia.
Abigaíl era una muchacha pelirroja, pecosa, de ojos azules, gordita, más que gordita, fuerte, con grandes tetas y un tremendo trasero, medía 1.59 y pesaba 65 kilos. Se había criado con un tío en una montaña gallega olvidada de la mano de Dios, donde eran los únicos habitantes. Un día murió su tío y se quedó sola con los animales, un perro pastor alemán, más de veinte gallinas, cantidad de pollos y dos gallos. Un caballo de pura raza gallega, dos vacas y un buey, dos ovejas y un carnero, dos cabras y un cabrón y un cerdo y una cerda.
Abigaíl no sabía en qué año ni en qué día vivía, para ella no existía el lunes, ni el martes, ni el miércoles, ni el jueves, ni el viernes, ni el sábado ni el domingo. Para ella todos los días eran iguales, eran días de trabajo.
Una tarde soleada del mes de septiembre, estaba Abigaíl vendimiando en una de sus huertas cuando sintió un ruido que nunca antes había sentido. Leo, el pastor alemán, empezó a ladrar, un instante más tarde, un joven que a Abigaíl le pareció un adonis, detuvo su moto, una Guzzi, y le preguntó.
-¿El perro muerde?
-Si no lo azuzo, no, y no lo voy a azuzar, macizo.
El joven se llamaba Enrique, era alto, rubio y de ojos azules. Llevaba puesta una camisa blanca y un pantalón negro que marcaba un gran paquete. Bajó de la moto, y con una sonrisa en los labios, le preguntó:
-¿Eres Abigaíl, guapa?
Abigaíl, se asustó.
-¡¿Eres brujo?!
-No, soy tu primo Enrique.
-¿Eres de ese sitio donde hay mucha gente?
-Sí, soy de la ciudad. ¿Dónde anda el tío Miguel?
-Detrás de la casa plantando malvas.
-¿Está dándole a la jardinería?
-No, está dándole de comer a los bichos. ¿Sabes vendimiar?
-¿Quieres que te eche una mano?
-Mejor las dos, pero después de acabar de vendimiar.
Enrique se puso a vendimiar las cepas de la parra al lado de Abigaíl. La muchacha llevaba un vestido negro con flores rojas que tenía un gran escote. Le dijo Enrique a Abigaíl.
-Cuéntame algo de ti.
-Mejor háblame de ti. Aunque una cosa ya la sé.
-¿Qué sabes?
-Que te gustan mis tetas. No le quitas el ojo de encima.
-Es un acto reflejo. Los hombres somos mamíferos. Bueno, los hombres y las mujeres. Nos gusta mamar.
-Ahora lo entiendo.
-¿Qué entiendes?
-Porque se me va la vista para ese bulto que tienes en el pantalón.
A Enrique le entró la risa floja.
-¿Siempre hablas así?
-No tengo otra voz. Pero, ¿no me ibas a hablar de ti?
-No hay mucho que contar.
-¿De quién andas escapando? Venir a tan lejos a ver un tío que no conoces…
-Me pillaste. Vengo huyendo de la guardia civil.
-¿Esos que llevan un sombrero muy raro?
-Llevan un tricornio.
-Los tienes de dos yemas.
-¿Lo qué?
-Los huevos.
-¿Y eso a que viene?
-Hombre, si se los metiste tres veces, a unos bichos con bigote que andan con pistola…
-¿Lo qué? ¿Qué les metí?
-Los cuernos.
-El tricornio es el sombrero.
-Te entendiera mal.
-Ya me di cuenta. ¿Y tú cuándo has visto a un guardia civil?
-Era una niña. Andaban buscando a un topo.
-Ya sería a un tipo.
-Sería. ¿Y si no es por meterles los cuernos por qué te buscan?
-Robé un banco.
-¿Es que no tenías banquetas en casa?
Enrique se dio cuenta de que Abigaíl ignoraba muchas cosas.
-¿Saliste alguna vez de aquí, Abigaíl?
-No, no se me perdió nada fuera del monte. ¿Qué es esa cosa en la que venías montado?
-Una moto, que por cierto, la robé para venir aquí. Te toca hablar de ti.
-Yo no huyo de nada, pero desde que murió el tío Miguel me siento muy sola.
-¿Pero no estaba plantando malvas detrás de la casa?
-Y ahí sigue, pero los muertos no se levantan para dar conversación.
-¡¿Lo enterraste detrás de la casa?!
-En el monte o en las huertas lo podían desenterrar los animales. Pero no hablemos más de cosas tristes.
Enrique, la entendía.
-Sí, es muy triste ver morir a alguien que quieres.
-Me quedó el consuelo de que se murió como yo quería, con el carallo tieso dentro de mi coño.
-¡¡¡Cooooño!!!
-Sí, quiso gozar de mucho coño en un mismo día.
-O sea, que se murió jodiendo. Sí que fue una muerte feliz, sí. ¿Lo querías mucho?
-Bastante. Al final lo buscaba yo a él.
-¿Y al principio, no?
-No, las primeras veces me jodió a la fuerza. Me cayeron muchas hostias antes de cada jodienda.
-En fin, es tu vida y no seré yo quien la juzgue, pero debías callar esas cosas tan íntimas.
-Si se callan no se dicen y si no se dicen no se saben, y si no querías saber. ¿Para qué carallo preguntaste?
-Un razonamiento impecable.
Abigail, echó un racimo de uvas tintas en la cesta, levantó la mano, y le dijo a su primo:
-¡Con mis pecas no te metas que te meto!
-Valga la redundancia, se dice.
-No, se dice: Válgate Dios después de que caiga la hostia.
-Tu vocabulario deja mucho que desear, prima.
-No sé lo que quieres decir con eso del boca… en cualquier caso, tu padre, por las dudas.
Abigaíl era inculta y desconfiada, pero a Enrique le encantaba.
-El vocabulario es el léxico, eres…
-Sigue insultando y cabamos mal.
Enrique, viendo que no se lo podía explicar, cambió de tema.
-Estando tan alejada de la civilización y sola. ¿Cómo haces cuando estás mala?
-Me meto el dedo.
A Enrique lo pilló desprevenido.
-¡¿Te la rascas?!
-Cuando me pica.
-Esas cosas no se dicen.
-Tú tienes falta de riego o eres retrasado. Te lo voy a volver a repetir. ¿Si no quieres saber por qué carallo preguntas?
-Pero…
-Pero, no, pera, me tiro una pera, o dos, o tres, o las que me pida el cuerpo.
-O.K, pero me refería a cuando tienes fiebre y el cuerpo te pide cama, pero para taparte y sudar.
-Se dice jamacuco. No hace falta decir tantas palabras. ¿Eres un perero?
-¿Eres tú una perera?
-Sí, a veces de tanta pera que tiro me parece que soy una peral.
Enrique, la corrigió.
-Un peral.
-Eso tú.
-¡Me vas a volver loco! ¿Qué te estaba preguntando? ¡Ah, sí! ¿Qué haces cuando te da un jamacuco?
-Joderme hasta que me pasa. No se le puede hacer nada.
Enrique, volvió a cambiar de tema.
-¿A qué te referías antes con eso de echarte las dos manos? Creo que a tu cuello no te referías.
-¡Qué poca sabiduría tenéis los de ciudad! El cuello, es al cuello, si quieres me puedes echar una mano al cuello y otra a las tetas o al coño, y venga. ¡Jodienda!
-Échamela tú.
-No me tientes que te la echó. Cada vez que te miro para el culo y para ese bulto del pantalón, el coño y el ojo del culo se me abren y se me cierran. Y hacen uno, clash, clash, clash y el otro, pin, pin, pin… ¡No sé ni cómo me aguanto!
-¿Estás mojada?
-Sudada. Con el calor que hace, es normal.
-Hablaba de tu coño. ¿Lo tienes mojado?
-¡¿Qué si tengo el coño mojado?! Las pulgas andan en lancha de una parte a otra de mi coño.
-¡Exagerada!
-Sí, exageré un poco, algunas van a nado.
Enrique se rio de la ocurrencia.
-Así que crees que estoy bueno.
-¡Estás más bueno que un cerdo de la ceba!
Enrique le devolvió el "cumplido".
-¡Tú si que estás más buena que una cerda de la ceba!
Abigaíl, con una sonrisa de oreja a oreja, le preguntó:
-¿Crees que estoy para la matanza?
Enrique, la besó con lengua, le levantó la falda y le quitó las bragas. Vio el pelirrojo pelo de su coño mojado. Pasó su lengua por él.
-¡¿Qué me haces?! Esto no es joder.
-Es un cunnilingus. ¿Te gusta?
-¡¡Más que un cocido que lleve de todo!!
Enrique lamió los labios del coño. Metió y saco la lengua, le lamió y acarició el clítoris, después le metió dos dedos dentro. Lamió el clítoris con celeridad y Abigaíl, exclamó:
-¡Me va a dar algo!
Y le dio. Retorciéndose se corrió. Su coño echó flujo para mediar una taza de barro.
Al acabar, Abigail, sentía por su primo algo que nunca antes había sentido. Era algo que le hacía cosquillas en el estómago.
-Vamos a terminar de vendimiar.
Enrique, tocándose el bulto del pantalón, le preguntó:
-¡¿Y me vas a dejar así?!
Abigaíl parecía que de pronto supiese lo que era la vergüenza, bajó la cabeza, y le dijo:
-Espera hasta pisar las uvas en el lagar.
Enrique, noto el cambió.
-Me gustaba más la Abigaíl de antes de comerle el coño.
Abigaíl, estaba enamorada. Fuera un amor a primera lametada. Tenía que complacerlo. Cambió, y volvió a ser ella misma.
-¡Saca el carallo, Nartallo!
Enrique sacó la polla, Abigaíl se puso en cuclillas y en un par de minutos, Enrique, se corrió. Al acabar de tragar, Abigaíl, se limpió la boca con la manga del vestido, y le dijo:
-Ahora vamos a terminar de vendimiar que ya falta poco.
Acabaron de vendimiar a las cuatro de la tarde. Dejaron las uvas en la cuba listas para pisar y se fueron a comer. Abigaíl ya tenía la comida hecha. El pollo asado sólo había que calentarlo. Lo calentó en la cocina de piedra. Sentados a la mesa y comiendo el bicho con las manos, le preguntó Abigaíl a Enrique:
-¿Son guapas las mozas de la ciudad?
-Hay de todo, guapas, feas…
-¿Tantas mozas hay?
-Miles.
-¿Y esos cuánto es, más que los dedos de las manos y de los pies?
-A ver cómo te lo digo. Hay tantas como pinos en el monte.
-¡Cooona! Esas son muchas. En ese caso, aunque quisieras, no te daría tiempo a hacerle a todas lo que me hiciste a mí.
-Sería imposible, por falta de tiempo y porque la inmensa mayoría no se dejan.
-Es un consuelo.
-¿Qué es un consuelo?
-Saber que la inmensa mayoría de las mozas de ciudad son tontas.
-Si tú lo dices…
-Sí que lo digo, como digo que bebas vino, coño, que el vino da fuerzas para todo, y para joder, más.
-No te cortas un pelo.
-Sí que lo corto. Si no me lo cortara me llegaría a los pies.
-Quería decir… es igual.
-Si es igual mejor no lo digas, te repetirías.
Enrique habló solo.
-¡Coño, coño, coño, coño! De aquí salgo atontado.
-Olvida lo que te dije.
-¿Qué me dijiste?
-Que bebieras. No bebas que si con una taza ya hablas solo, con dos sales dando gritos. Comamos.
Enrique se dio por vencido.
-Comamos.
Comieron y bebieron y después se fueron a pisar las uvas al lagar.
Abigaíl y Enrique estaban dentro de una cuba, ella pisaba las uvas en bragas y con una camisa puesta, él las pisaba en calzoncillos y a torso descubierto. Cuando ya casi las tenían pisadas, le dijo Abigaíl a su primo:
-¿Me vuelves a hacer lo que me hiciste en la huerta? Ahora tengo el coño mojadito de mosto, te va a saber dulce.
Enrique, iba a disfrutar.
-Desnúdate y sumérgete en el mosto para comerte enterita.
Abigail se desnudó y se sumergió en el mosto. Salieron de la cuba. De pie, Enrique, besó a Abigaíl en los labios y le lamió el mosto del vino tinto de la cara, de sus orejas, de su cuello, de sus hombros de sus tetas, de su vientre, de su coño, de sus piernas, de sus pies. Volvió al coño y comenzó a lamerlo despacito. Poco más tarde, Abigaíl, entre gemidos, le dijo a su primo:
-Métemela en el culo.
Enrique, empalmado como un burro, se la clavó hasta el fondo, y después le folló el culo con fuertes arreones… Al rato, Abigail, comenzó a correrse de nuevo como una fuente. Abigail, jadeando, y con un tremendo temblor de piernas, echó el culo hacia atrás. Enrique, le inundó el coño de leche.
Y hasta aquí hemos llegado porque la inspiración de me ha acabado.
Se agradecen los comentarios buenos y malos.