El capitán Salazar se despertó con un gran dolor de cabeza; y vio al cabo junto a él con la cabeza ensangrentada y sin sentido. Pero, en ese mismo instante, entró el sargento Diez, que se quedó quieto en la puerta como si hubiera visto al diablo.
– ¡Pasad!, y ayudadme sargento. No os quedéis ahí parado… o, ¿es que no veis?
– ¿Que pasó?, mi capitán.
Salazar, no quería que el sargento supiera la verdad.
– ¡Se ha mareado!. Mirad, que golpe se ha dado
Cogió uno de los pañuelos que Gabriel había dejado sobre la cama, y empezó a limpiarle la sangre que tenía en el cuello y encima de la oreja.
El sargento le miraba sin poder evitar que el capitán se diera cuenta de lo que llamaba su atención.
– ¡Si!, ya sé lo que estáis pensando. Me lo he follado, ¡si!…
… pero, no veis que culo tiene este cabrón. ¿Acaso a vos no se os antoja?
El sargento, indeciso, guardó silencio. El nunca se había follado el culo de un muchacho… pero, ese culo le parecía algo extraordinario.
-¡Aprovechad, ahora!. Está inconsciente; y no se va a negar, ¡sargento!
El sargento, que estaba de pie junto a la puerta, tan solo acertó a cerrarla.
Y todavía en el suelo, Salazar se arrimó al cabo, lo suficiente como para calzárselo y empezar a darle buenos meneos.
El sargento miraba embobado. Y poco a poco, se fue calentando.
– ¡Animaos, sargento!. ¡Os aseguro que no os arrepentiréis!…
… ¡venid!, ¡acercaos!.
Se levantó (un poco mareado) y dejó que el sargento ocupara su lugar; sorprendiéndose gratamente, cuando vio la herramienta que gastaba ese desgraciado. Luego, empezó a colocarse el calzón y a remeterse la camisa…
… sin dejar de contemplar el culo del sargento, mientras disfrutaba del cabo.
– Menudo culo se gasta este cabrón, pensó…
De pronto, Gabriel despertó; y miró hacía atrás.
– ¡Ah!, sois vos, le dijo al sargento…
… ¡que bien lo hacéis!… ¡seguid, os lo ruego!…
Después, miró al capitán, que le observaba atentamente, y le mantuvo la mirada, desafiante…
– ¡Bueno, ya!, ¡dejadlo!. Tenemos que regresar. ¿Hay alguna novedad, sargento?
El sargento lo miró con cara de “me has jodido, cabrón”, y la sacó. Se recompuso rápidamente y…
– ¡No!, mi capitán. Le esperábamos para seguir con el registro en el piso superior.
– ¡Muy bien!. Entonces, regresemos…
Sin embargo, en la alcoba del Duque, todo estaba empezando a relajarse.
La tarde había sido intensa; y ya eran casi las siete…
… aunque, el Duque y su secretario, daban la impresión de no querer terminar.
– No sabéis, como he disfrutado de vuestra compañía Sr. Duque, dijo Sarasola.
– ¡Mmm!… moi aussie, ¡mon cheri!. Poseéis un cuegpo magavilloso. ¿No cgeéis, Etienne?
– ¡Ya lo cgeo!, Sire.
Muy a su pesar, el Duque se incorporó y…
– ¡Bueno!, me temo que tenemos que empezag a pgepagagnos paga la cena, cogonel.
– ¡Si!, será mejor que vuelva con el regimiento, antes de que se me haga tarde.
El coronel, se levantó, y pidió un barreño con agua templada; necesitaba adecentarse un poco.
– ¡Etienne!, encaggaos de que el cogonel esté bien atendido. Yo, todavía voy a dag una cabezada.
Las caballerizas ya estaban cerradas. Pierre y Nandillo decidieron cerrar hoy un poco antes. Necesitaban bañarse tranquilamente y acostarse. La mañana les esperaba muy madrugadora.
Subieron al primer piso…
… y vieron a Yago tendido, boca abajo, y completamente dormido. Le echaron una manta por encima, y se quedaron mirándole durante un rato.
Nandillo, miró a Pierre, que también le miraba; y se mordió el labio inferior…
– ¿Te gusta?, preguntó…
– ¡Oui!, mon cheri… me gusta mucho.
– ¿Más que yo?
– ¡Es difegente!…
Le cogió del brazo; y tiró de él, para llevárselo al otro rincón. Allí lo tenían todo preparado.
Sin embargo, en el salón de recepciones acababan de encenderse las luces. El Chambelán, encargado de que la cena resultara del agrado de todos, mandó encender las cinco lámparas que iluminaban el gran salón; en el que se habían colocado mesas y sillas suficientes, como para que todo resultara espectacular.
Salazar, perfectamente uniformado para la ocasión, fue indicándoles la posición a cada uno de sus soldados. Posición en la que deberían permanecer durante toda la cena. Y luego, subió; y se quedó en el primer escalón de la escalera, para recibir a los comensales que ya empezaban a bajar.
Algunas damas, le saludaban muy divertidas, mientras miraban abajo en busca de algún galán. Y en muy poco tiempo, el salón presentó un aspecto de lo más concurrido y mundano. Congregando a un buen número de invitados, que elegantemente vestidos, esperaban que el Marqués y sus hijas hicieran acto de presencia.
Beatriz , la mayor, fue la primera que asomó.
No, del todo; porque iba jugando con el pañuelo que llevaba su padre, anudado al cuello, y que graciosamente le daba un toque alegre a ese traje gris perla; hasta que, miró a los invitados, antes de empezar a bajar la escalera, y sonriendo, de esa manera tan particular que ella tenía, lo soltó. Y después, agarrando a su padre del brazo, empezaron a bajar la escalera, lentamente; seguidos de Blanca, la hija menor del Marqués y Hervé de Clementsy, lugarteniente al mando de la escolta del Duque.
Los invitados empezaron a aplaudir…
… y poco a poco, D. Pedro y el Conde, que esperaban abajo, pudieron acercarse a saludar al Marqués y a sus dos hijas.
El Duque, esperó arriba, unos minutos; y antes de bajar, se hizo anunciar.
El Chambelán, se asomó a la escalera, y con un gran bastón, dio dos fuertes golpes en el suelo; y anuncio:
– ¡Su excelencia, el Duque Marcel Bertrand de Choisely!
El Duque apareció ante todos, completamente altivo. Empezó a bajar la escalera, muy ceremonioso; y al llegar abajo, se hizo paso entre los invitados, hasta llegar a situarse frente al Marqués. Hizo una reverencia.
– ¡Su excelencia!
– ¡Sr. Duque!.
El Marqués, correspondió a su reverencia, con otra…
Y Naturalmente, el Marqués, que ya estaba acostumbrado a esos aires que el Duque se daba, y mirando a sus invitados, con cara circunspecta, le presentó sin muchos aspavientos.
– Me he enterado de que partís para Versailles, mañana mismo. ¿Es así?, o me equivoco, Sr. Duque.
– Me temo que oui, ¡Sire!. Le pgometí al gey, que mi estancia con ¡vuestga excelencia! no llegagía a pasag de un mes.
– Y, entonces… ¿ya lo teneis todo preparado?
– Cgeo que si, ¡excelencia!…
Y miró a su secretario que estaba a su derecha.
Etienne retrocedió un poco, mirando al suelo, y dijo:
– Tout est prêt, Sire (todo está preparado, Señor)
Luego, empezaron a ocupar sus lugares; y Choisely se quedó de pie mirando a la puerta de entrada, pensativo…
Desde el lugar que ocupaba Sarasola, junto a Blanca y Hervé, podía ver con toda claridad, la escalera en la que Salazar daba paseillos, incansablemente; mientras vigilaba a sus chicos, sin necesidad de tener que moverse demasiado.
Al principio, con la charla y la gracia natural de la hija del Marqués, y los divertidos comentarios del lugarteniente, el coronel se mantuvo entretenido; disfrutando de la comida y el vino de la zona. Sin percibir, en absoluto, el interés suscitado por él en el capitán Salazar; que desde hacía rato, le miraba insistentemente…
Pero, hubo un momento en que, mientras le permitía a uno de los camareros terminar con su servicio, se sintió observado.
Y su curiosidad natural, quiso que, disimuladamente, mirara en todas direcciones, para ver de quien se trataba.
Salazar no pudo esquivarle. Tenía los ojos clavados en él.
Y terminaron encontrándose…
Al capitán no le importó, en absoluto; ya que estaba perfectamente al tanto de sus actividades, fuera de servicio. Pero, ahora, debería hacer un segundo movimiento, para poder conseguirlo, sin llamar mucho la atención.
El coronel se la ponía dura, desde que bajó de su caballo; y dejó, a la compañía, en manos del oficial de guardia.
Esperó con paciencia a que la cena llegara a su fin; y antes de que sonaran los primeros compases para que empezara el baile, en honor a los enviados reales, se acercó al Marqués y le preguntó, al oído, si quería algo especial para esa noche.
El Marqués, le miró de reojo, e hizo un gesto, que venía a decir que no lo había pensado todavía. Pero, entonces Salazar, haciendo una reverencia, se separó de la mesa y se dirigió a la puerta de entrada.
Por supuesto, el Marqués, maestro del disimulo, observó ese movimiento; y cuando lo vio situado junto a ese sargento, recién llegado, que había colocado en la puerta principal, supo lo que quería.
Levantó la cabeza y mirando al capitán, le indicó que se lo mandara.
Salazar, como siempre, supo que decirle al sargento; que le hizo el correspondiente saludo militar, seguido de un sonoro taconazo, e inició la marcha, en dirección al grupo en el que se encontraba el Marqués.
– ¡Su excelencia!. Me manda el capitán Salazar.
– ¡Ah!, si… ¡gracias, sargento!. Con discreción, seleccione a dos de sus soldados y llévelos hasta mi alcoba. Colocadlos a ambos lados de la puerta. Y esperad a que llegue. No tardaré mucho.
– ¡Como mandéis, excelencia!
En opinión del Marqués, Salazar tenía un gusto exquisito seleccionando machos. Y se quedó mirando el culo del sargento Diez, mientras se retiraba.
Casi inmediatamente empezaron a sonar los primeros compases de la segunda pieza de baile. Un minué.
Beatriz, el Conde, Blanca y Hervé; además de otras damas, con sus respectivas parejas, ya estaban colocadas formando un pasillo, para seguir bailando… como era debido.
Y otros, empezaban a tomar posiciones, dentro del salón, atendiendo a sus intereses. Por ejemplo…
D. Pedro, que ya tenía su corte de divertidas damiselas, escuchando atentamente sus ocurrencias. Mientras Sarasola, intentaba localizar al desparecido capitán; poniéndose en evidencia, ante los ojos del Duque, que no le perdía de vista, y se había dado cuenta de las intenciones de Salazar.
Claro que, él, también estaba poniéndose en evidencia ante los ojos del lugarteniente Clementsy; al que no dejaba de mirar con descaro, mientras bailaba con Blanca.
Pero la mayoría de los invitados estaban pendientes del baile, atentos a los todos cambios; y no se daban cuenta de este tipo de cosas,
Sarasola, que ya se había olvidado del capitán, apoyado en una columna, miraba a los caballeros que bailaban, disimuladamente…
Y así, estuvo durante un buen rato. Hasta que, de repente, sintió unas manos que le tocaban tímidamernte; y se dio la vuelta, para ver quien tenía el atrevimiento de tocarle el culo.
– ¡Ah!, sois vos… dijo, sorprendido gratamente.
– ¡Disculpad coronel!, no he podido evitar la tentación. Me tenéis hechizado.
Sarasola, sonrió con mucha picardía, y echándole el brazo por los hombros, se lo llevó a uno de los pasillos que bordeaban el gran salón.
– Le aseguro, capitán, que nunca había sentido unas manos tan bien colocadas sobre mis posaderas… ¡jajaja!
El capitán, que hasta ese momento, no sabía muy bien a que atenerse, también solto una caracajada….¡jajaja!
Y tras unos pasos, alejándose del bullicio de la fiesta; casi, estaban solos.
Poco a poco, fueron alejándose… en dirección a la torre.
Como estaba oscureciendo, al pasar frente al cuerpo de guardia, el capitán subió la voz para que no les dieran el alto.
Y luego, atravesaron la imponente puerta de madera, con cuidado de que no se la oyera demasiado.
Nada mas atravesarla, y antes de subir arriba, se entregaron a un intenso magreo.
– ¡Me tenéis loco!, mi coronel.
Salazar le había echado mano al culo; y le estaba dando un buen masaje entre las nalgas; mientras, Sarasola sopesaba ese pollón; y le comía la boca, con ansia.
– ¡Ah!, capitán. Como me gustáis…
… os gustaría follarme el culo ¿verdad?
– Lo ansío, impacientemente, mi coronel.
Sarasola, se dio la vuelta y se apoyó en los escalones de la escalera de caracol…
– ¡Ahí, lo tenéis!…
… ¡es vuestro!, capitán.
Salazar le mordió esos prietos y redondos cachetes, y metió la cara entre sus piernas; buscando ese olor a macho, que tanto le gustaba.
Luego, le desabrochó el calzón; y dejó que ese culo respirara.
– ¡Que buen culo tenéis!…
… y ¡que bien lo vamos a pasar!, ¿verdad, mi coronel?.
– Solo tenéis que dejaros llevar por vuestro deseo, capitán. Esta noche soy vuestro.