El calor agobiante de la mañana dominical en la hacienda familiar de Afrodita era casi tangible, un manto pesado que envolvía cada rincón del lugar. El aire olía a tierra seca, a hierba quemada por el sol, y a ese aroma dulzón de los frutales maduros que rodeaban la casa principal. Afrodita, vestida con un suéter ligero y una falda holgada, trabajaba recogiendo leña bajo la sombra de los árboles, imaginando escenarios prohibidos. Fantaseaba con un hombre libertino, uno lo suficientemente audaz como para tomarla por la fuerza, arrancarle la ropa y devorarla sin remordimientos. No quería solo sexo; anhelaba la perversión, la entrega absoluta a un juego donde las reglas las pusiera él.
Ares, invitado a la fiesta de la noche anterior, la observaba desde la distancia. La casa de huéspedes, separada de la vivienda principal por un sendero bordado de “bougainvillea”, le ofrecía el escondite perfecto para estudiar cada uno de sus movimientos. La vio agacharse, el suéter levantándose por un instante cuando una rama le rozó el seno, revelando la piel dorada por el sol y la ausencia de sostén. Él conocía demasiado bien esa mirada suya, esa tensión en su mandíbula que delataba sus pensamientos lascivos.
Sus ojos se encontraron, y en ese cruce de miradas hubo un pacto tácito.
De la noche anterior había sobrado alcohol, y Afrodita le ofreció un trago con una sonrisa que era pura provocación. Él bebió con avidez, dejando que un hilo del líquido se derramara sobre su pecho, como una invitación. Antes de que ella pudiera reaccionar, la alzó en sus brazos con una fuerza que la hizo contener el aliento. La llevó a una construcción rústica en medio del jardín, rodeada de enredaderas y con un techo translúcido que filtraba la luz del amanecer en rayos dorados.
El interior era pequeño pero encantador: paredes de piedra cubiertas de musgo, macetas con hierbas aromáticas que perfumaban el aire, y una ducha antigua de que brillaba bajo el sol. Afrodita apenas tuvo tiempo de reaccionar cuando él, aun sosteniéndola como un trofeo sobre su hombro, con gesto de pillo, le levantó la falda. Algo brilló entre sus piernas, a través de una lencería traslucida color piel que apenas cumplía su función. Con un movimiento brusco, él rompió el pantie, haciendo que el elástico le azotara la piel.
—Filho da puta —maldijo ella en portugués, más por el ardor del golpe que por verdadera indignación.
Él la giró hacia el espejo, donde su reflejo mostraba un detalle inesperado: incrustado en ella, un juguete que semejaba una joyería se asomaba entre sus nalgas, brillando como una gema robada. Con un gesto dominante, lo extrajo, lo escupió y tiró en el lavabo dejándolo rodar con desdén.
—¿Что еще ты сппрятиваешь, киса? —preguntó él, mientras sus manos exploraban su cuerpo con una mezcla de crudeza y fascinación.
El aire se espesó con el olor a sexo, a piel caliente y a deseo contenido. Él la nalgueó una y otra vez, marcándola con sus dedos, antes de obligarla a arrodillarse frente a la ducha. El chorro de agua que brotó era fino pero implacable, y él jugó con eso, dirigiendo el flujo hacia su boca entreabierta antes de introducir su miembro entre sus labios. Afrodita ahogó un gemido cuando el agua se mezcló con el sabor salado de su piel, creando una sensación que era tanto placer como tortura.
La lavadora antigua, apoyada contra la pared, se convirtió en su altar. Él muy caballerosamente la tendió sobre ella, lamiendo cada gota de agua que resbalaba por su cuerpo, deteniéndose en los pliegues más íntimos, donde el aroma a jabón y a su excitación formaban un dulce cóctel embriagador.
—Выпей меня (Bébeme)—suplicó ella en ruso, arqueándose cuando sus dedos la penetraron con fuerza por ambos orificios.
El primer orgasmo la sacudió como una descarga eléctrica, dejándola temblorosa y hambrienta de más. Cuando por fin se besaron, el sabor a tinto de verano —dulce, ácido, embriagador— se mezcló en sus bocas.
Extra:
Gracias a que el lugar en donde se encontraban aún estaba en construcción y que su lejanía se mezclaba con estar escondido entre la vegetación, era el refugio perfecto dónde nadie los encontraría. Por lo que, Afrodita aprovechó la privacidad para explorar cada centímetro de su propio cuerpo frente a él excitándose de ver sus movimientos resbaladizos reflejados en el espejo, cuya anticipación convertía cada caricia en una promesa.
—Кончи мне в грудь (córrete en mis senos)—ordenó ella, al ver que ya él no era capaz de contenerse más.
Mirando cómo Ares perdía el control, lo escuchó por primera vez maldecirla en ruso y aunque ella no entendía todo lo que él le decía, nuevamente se le erizaba la piel de verlo tan vulnerable.
El sabor de Ares fue una revelación para ella, y cuando se besaron de nuevo, supo que esta fantasía solo era el principio. Porque para Afrodita, el sexo era más vital que el aire, y hoy, bajo el sol de la mañana, había saciado su hambre… por ahora.