Para que papá me vea

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Amanece y el sol, descubre con su luz, a Micaela que regresa de una fiesta en la playa.

Lugares de vacaciones que tantas colas han visto, apretadas en pequeños pantaloncitos o sugeridas en las telas más finas de los vestiditos. Tetas blancas en escotes de mujeres recién llegadas, tetas con la marca del biquini que estuvieron toda la tarde al sol, piernas jóvenes cruzando por las avenidas, esperando recostadas en autos lujosos. Pueden olerse los pequeños detalles para seducir, unas uñas francesas que arañan la piel de un desprevenido, unos aros en forma de O que alargan un cuello, la pequeña rosa roja en el elástico de una bombacha. Todos caminos al placer, todos altares al deseo.

A sus 18 años, Micaela atrae a los papás de todas sus amigas, a todos sus profesores, a los señores que la cruzan en el colectivo. Puede sentir la mirada de los hombres sobre su cuerpo, puede hacer listas según la parte que eligen de ella. De alguna manera le gusta sentirse linda, pero detesta a las personas agresivas y lleva para ellos un broche para apuñalarlos.

Camina descalza y la calle de arena entibia la planta de sus pies. Los pájaros festejan con su canto la llegada del día, y siente esa alegría contagiarse a su cuerpo. Piensa en la brisa que entra por la ventana del primer piso frente a su cama, papá dejo que eligiera habitación, aunque sabía que eso enojaría a mama, y se estremece de pensar en el roce fresco de las sábanas limpias.

Cruza, de costado, la tranquera apenas abierta y decide rodear la casa para entrar por la cocina y evitar que vean a la hora que llega.

La fila de árboles al costado de la pileta brilla por el reflejo. El agua la atrae y camina hasta el pequeño borde de cemento que la rodea. Su papá alquilo esta casa por ellas, y por la pileta, como siempre repite cuando se quejan de algo. Prueba con un dedo del pie la temperatura del agua y después gira para meterse en la casa.

Se asusta cuando ve durmiendo a su papá en la hamaca de la galería. Caído a sus pies hay un atado de cigarrillos y una lata de cerveza. Se acerca en silencio y comprueba que su papá está en calzoncillos, esos viejos. Es el único hombre que conoce que los sigue usando. Es una prenda ridícula –piensa– pero por algún motivo no le entran ganas de reír. Además la tela verde oscuro apenas llega a tapar lo que su papá tiene debajo. Se da cuenta que está viendo algo importante y prohibido. Mira nerviosa a los costados, pero sabe que su mamá duerme todo el tiempo que pueda en vacaciones.

Abajo de la ropa a su papá se le dibuja la forma de una morcilla, o esos chorizos que cocina algunos mediodías en la parrilla sin dejar que nadie se acerque. Algo grueso y redondeado. Grueso. Imagina que con un pequeño movimiento, apenas su uña agarrando el elástico, ese monstruo saldría de donde está guardado, por el costado, se derramaría. Se muerde los labios. Piensa que hace mal, que es asqueroso, un pecado, una enfermedad psicológica, pero su cuerpo no puede despegarse del contorno de esa pija.

Levanta un dedo, quiere arrastrarlo a lo largo del bulto que se marca en la tela pero a mitad de camino lo desvía y se lo mete en la boca. En el boliche, como estaba con las chicas el tiempo pasaba de otra forma, todo era moverse entre otros cuerpos y sentir las miradas como si fueran espejos pero acá, a la sombra de los árboles, vuelve a ser una nena que descubre que su papá tiene la pija muy grande.

No sabe cuánto tiempo pasa así. El canto de los pájaros y el suave sonido de su saliva empapando el dedo son los únicos ruidos.

Cuando su papá abre los ojos. Micaela se sorprende como si el mirarlo hubiera tenido que durar más.

–Me quedé dormido corazón –dice sentándose en la hamaca y apoyando los pies en el suelo. Ella sigue con la mirada al bulto que a pesar de todos los movimientos, continua desafiante, como un gran secreto que el cuerpo no puede esconder.– Llegaste recién… –bosteza– no te acostaste todavía –pregunta más despierto, subiendo con la vista desde los pies hasta los ojos de su hija.

–Hace un rato… me parece que me voy a meter en la pile antes de dormir –y sin esperar gira y camina de nuevo hasta el borde del agua. Allí, segura de la mirada de su papa, arruga el vestido hasta la cintura y después se lo saca por la cabeza, estirando los brazos.

Muchos hombres le miraron el culo ayer noche. Muchos lo miraron en su vida de pendeja, y apenas unos pocos lo acariciaron y jugaron con él. Está muy excitada. Tiene puesta una tanga negra que eligió justamente por cómo le marcaba la cola, como resaltaba la marca del sol haciéndola parecer más blanca, y la tira de un top que uso para no quedar en tetas con el escote. Se lo saca.

Todavía de espaldas aguarda unos segundos antes de hundirse en la superficie celeste de la pileta. Quiere preguntarle papá se te puso más gruesa, me mostras como esta de grande en ese calzoncillito antiguo que no termina de tapar esa pija, y sacude apenas la cola. Un movimiento que solo alguien que le esté mirando mucho el culo puede ver. Y espera que lo vea.

Nada en lo profundo unos momentos, esta tan excitada que no siente la frescura del agua, así que regresa al borde porque se quiere asomar. Papá sigue sentado, con las piernas abiertas, y aunque no puede adivinar su mirada puede asegurar que la mira a ella. Se empuja hasta quedar con el ombligo apoyado en el borde de cemento. Sus tetas cuelgan frente a su papa. Micaela espera que pueda ver las gotitas que caen cuando tiemblan, y el borde marrón claro donde la teta se arruga en los pezones.

La mamá grita desde la cocina. Micaela se hunde en el agua, se queda pegada a la pared de la pileta con el corazón bombeando enloquecido. Cuenta uno, dos, tres… y asoma la cabeza.

El papá ya no está. Ve la espalda alejarse rumbo a la calle. A su mamá le gustan las medialunas recién hechas. Micaela estira su cuerpo desnudo y cuando siente el calor quemar sus nalgas vuelve a hundirse. La mamá sale al jardín con un termo de mate en la mano y la llama. Ella pide una toalla y una remera, y sonríe satisfecha de la mujer en que se está convirtiendo.

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