—Vale…, venga. Lo haré.
—Entonces… ¿Haremos cositas ricas delante de mis amigos?
Ella sonrió tímidamente y asintió con la cabeza.
—¿Y no vas a rechistar como una estrecha?
Negó con la cabeza.
—Así me gusta, cariño.
Le dio un breve beso y con paso ansioso la arrastró de la mano hasta donde estaban los otros universitarios.
Nicolau intentaba descifrar el comportamiento ambivalente de Minerva y el negro respecto al gordo y el flaco: Minerva, a espaldas del negro, se dejaba tocar de los otros chicos, pero frente a él los despreciaba. Y el negro, aunque era celoso y posesivo de su trofeo, también quería exhibirlo y poseerlo frente a sus amigos, como si le excitara demostrarles que ella podía ser de él y no de ellos.
—Pardillos, prometéis no tocar, ¿verdad? —les preguntó el negro—. Que es mi chica, no la vuestra.
—Lo p-prometo.
—Te mentiría si te digo que no estoy loco por follarla —dijo el flaco mirando a Minerva—, pero me conformo con mirar y hacerme una paja.
Minerva asintió con la cabeza.
El negro arrojó su tolla del gimnasio al suelo rocoso y la hizo arrodillar. Como ella le había prometido, lo hizo sin rechistar. Los tres chicos rodearon a Minerva Magnusson. Tras sus bóxeres, los tres penes erectos se cruzaban en sus pelvis como espadas en su funda. El negro desenfundó la suya. La chica se sorprendió cuando el largo y grueso pene saltó como un resorte, haciendo que unos goterones de lubricación transparente salieran despedidos sobre su rostro y tetas; algo que causó risas a la chica y a todos.
—¡Wow! Estás muy lubricado —dijo ella.
—Así me pones. Ven, cómeme la polla.
Con una mano, Minerva Magnusson tomó el pene por su base. Lo miró. Su piel marrón oscura, su dureza y las venas tortuosas le daban la apariencia de un leño con su corteza. Se lo metió en la boca y empezó a mamarlo; al principio con calma, pero pronto se volvió impetuosa y hambrienta. El pene llenando su boca le impedía que pudiera tragar saliva, por lo que esta se le escapaba por las comisuras de los labios hacia el cuello.
Mientras tanto, el flaco y el gordo se quitaron los bóxeres y se empezaron a masturbar alrededor de Minerva. Sin dejar de chupar, ella deslizaba la mirada, alternando entre la polla de la izquierda: corta y gruesa, y la de la derecha: larga y delgada, con una gruesa argolla en el glande. Nicolau Prats, desde su escondite, también se empezó a masturbar.
El negro le soltó los broches al sujetador y este se deslizó sedosamente por su piel, dejando al aire a unas tetas que desafiaban la gravedad, y liberando unos pezones de aspecto hinchado, como los de una mujer amamantando gemelos.
Tras unos minutos de felación, el negro se impacientó al ver que Minerva no lograba entrar todo su pene en la boca, así que tomo firmemente la cabeza de ella con las dos manos, y empujó su pene hundiéndolo más profundo, hasta que tras tres envites pareció vencer una resistencia y el pene entro en la garganta de la chica, tan profundo, que su pubis chocó contra los labios de ella. Le dio una arcada, pero él le aguantó el pene así, hasta que le pasó. Luego empezó a follarle la boca de esa manera.
Minerva se dejaba follar la boca con la misma docilidad que lo hace una muñeca hinchable. Le sobrevenían algunas arcadas, que hicieron que los ojos se le hicieran agua, humedeciéndole el maquillaje, haciendo que ríos de lágrimas negras serpentearan a lo largo de sus mejillas. Tras unos minutos, tuvo una intensa arcada, por la que le dio unas palmadas al negro en su muslo, y este le retiró el pene de la boca.
—Casi me haces vomitar, ¡capullo! —dijo ella tosiendo, y escupiendo la espesa saliva que tenía acumulada en la boca.
—Eso no es por mi polla. Es por haber bebido tanto. Ven aquí —le dijo, poniéndola de pie.
Él se puso de cuclillas y le bajó el tanga hasta sacársela por los pies. Su vulva estaba lubricada hasta la raíz de los muslos.
—Te has puesto cachonda, ¡he! Enséñanos —le dijo subiéndole el pie izquierdo sobre una roca. Ella apoyó una mano en su hombro para no perder el equilibrio—. Eso es, preciosa, así; que mis amigos te vean el coño.
Los chicos también se pusieron de cuclillas para ver mejor.
—M-menudo c-coño tienes.
—Es un coño de guarrilla.
Era verdad que no era una vulva corriente, con ese aspecto casi infantil de un ojo cerrado que tienen la mayoría de las chicas. Minerva tenía una vulva exuberante. Sus labios menores, de color rosa pálido, eran redundantes, de tal manera que sobresalían por entre los labios mayores, impidiendo que la vulva cerrara. En la posición de pie en que se encontraba, los labios menores le colgaban como unos hermosos pendientes. De esa orquídea en esplendor, estaba emanando un cálido y dulce néctar cristalino, que colgaba de los labios en forma de hilos filantes, que todos miraron con detenimiento hasta que los hilos se rompieron y gotearon sobre la superficie rocosa.
—N-nunca había v-visto una m-mujer tan mojada.
—Tú nunca has visto una mujer desnuda, pardillo —se burló el flaco. El gordo se sonrojó y Minerva lo miró con condescendencia.
—¿P-puedo c-comértelo?
Minerva hizo el ademán de contestarle, pero el negro habló primero:
—¡He! Tu quieto donde estás. Mejor mira y aprende cómo se come una pussy.
Así, en cuclillas, el negro pegó sus gruesos labios a la vagina de Minerva, y se llenó su boca de ese clítoris y de esos suculentos labios, y los succiono y lamió como si llevara varios días sin comer.
Minerva empezó a exhalar unos breves gemidos, los cuales intentaba contener mordiéndose el índice de su mano libre. Una suave lluvia que humedecía la boca del basquetbolista parecía fluir del fondo de su vagina; misma de la cual, tras unos minutos, explotó una tormenta que empapó la boca de él, y la boca de ella emitió un largo gemido a la vez que las rodillas le tiritaban.
El negro se secó la boca con el antebrazo y se puso de pie.
—Despejen eso, pardillos.
Sus dos amigos quitaron sus mochilas de la roca plana. Entonces, el negro tumbó a Minerva bocarriba, con el culo en el borde de la roca, y le abrió las piernas. Mordiéndose un lado de su mullido labio inferior, la chica observó cómo el negro tomó su pene con una mano, se lo encajó entre los labios vaginales y lo resbaló dentro de ella. Ambos exhalaron un profundo gemido.
Tras unos segundos, empezó a follarla, pero sin metérsela toda, como dando tiempo a que las carnes de la chica se acostumbraran al tamaño de ese leño marrón oscuro.
—Dame más duro. No te cortes —jadeó ella.
—¿Y si te duele?
—No me importa —dijo a la vez que ella misma se llevaba sus muslos hacia atrás hasta apoyarlos sobre la superficie de la roca, a cada lado del cuerpo, y a continuación, con la ayuda de las manos, llevaba los pies hasta cruzarlos tras su nuca—. ¡Has que me duela!, si te apetece.
Los tres chicos se miraron boquiabiertos, sin dar crédito al grado de elasticidad que tenía esa chica.
—¡La leche!
—¿Pe-pero qué narices!
—¡Qué cojones! ¿Cómo has hecho, eso? —dijo el negro, a la vez que empezaba a follarla de nuevo, ensartándole la polla hasta hacer chocar sus testículos a gran velocidad contra el ano de la joven.
—Eso es, ¡así! Ábreme el coño, estíramelo con tu pollón.
Los angelicales gemidos de Minerva iban llenando cada espacio del idílico paraje.
—¡Búa, Minerva!, ¡eres lo puto mejor! Es como follarse a alguien sin piernas.
Los otros chicos, quienes sonreían deleitándose con el espectáculo sexual, aprovecharon el frenesí del folleteo para acercarse gradualmente, hasta el punto en el que, de una manera descarada, estaban masturbándose a la altura de la cara de Minerva; tan cerca de su boca entreabierta y jadeante, que parecían a punto de meterle sus penes en la boca; tan cerca que, si ella hubiese estirado su elongada lengua, podría habérselas lamido. La joven no luchó contra el atrevimiento de esos chicos; pues parecía tener suficiente lucha intentando no desmayarse del placer que le estaba dando el basquetbolista.
De repente, Minerva dejó de gemir y giró la cabeza hacia el arbusto de boj donde Nicolau Prats se escondía. Se quedó mirando fijamente hacia allí, con el ceño fruncido, como intrigada, mientras su cabeza se zarandeaba rítmicamente por las impetuosas penetraciones a las que estaba siendo sometida. Nicolau interrumpió su masturbación y contuvo el aliento. El tiempo pareció entrar en modo ralentizado, y tuvo la sensación de que el rostro de Minerva se acercó a él, como si hubieran usado el zum de una lente fotográfica. «Es imposible que me esté viendo», pensó, pues confiaba en que el arbusto y la oscuridad del bosque a su espalda lo ocultaban.
Tras varios segundos, Minerva empezó a gemir de nuevo mientras seguía mirando fijamente hacia el arbusto. No dejó de mirar hacia allí hasta el momento en que estiró su cuello hacia atrás, y mirando al cielo, exhaló un largo y adorable quejido que resonó en todo el paraje, tras el cual quedó desmadejada sobre la roca. En ese estado, el negro siguió follándola un par de minutos más, y luego sacó su pene y eyaculó una abundante cantidad de semen sobre el abdomen de ella.
Como el negro se fue a la balsa de agua a refrescarse y el flaco se entretuvo preparando un porro, el gordo sacó una camiseta blanca de su mochila y se le ofreció a Minerva a limpiarle el semen del abdomen. Ella dejó que lo hiciera mientras, con sus manos entrelazadas tras la nuca y con gesto divertido, miraba cómo lo hacía. Al final quedaba un goterón sobre el pubis, casi sobre un labio mayor; miró a los ojos de Minerva con timidez y ella asintió con la cabeza; la limpió con parsimonia y casi con amor, y acariciando con el torso de sus dedos la piel del juvenil y lampiño monte de Venus.
Cuando pareció resignarse a que no había más disculpas para acariciar a la chica, vio que ella deslizó sus pupilas hacia su teta derecha; entonces, el gordo vio dos largos goterones de semen sobre esta, uno de ellos cruzando el pezón. Con un arco de sonrisa en sus labios, agarró innecesariamente la teta con una mano, y con la otra se puso a limpiarla, aprovechando la situación para palpar la firmeza de su juvenil teta y para hacer saltar como un muelle al pezón cada vez que pasaba la camiseta sobre este. Estaba haciéndolo cuando se percató de que el flaco los miraba. Lo hacía sonriendo con malicia, sentado en el suelo, lamiendo el papel del porro.
—Ya está bien, David. Gracias. —le dijo Minerva en tono casi maternal.