Voy a contar mi experiencia sexual con un preso en la cárcel. En realidad, con tres presos. Es una historia que me acongoja mucho, por varias razones, pero creo que volcarla en este relato me ayudará a superarla.
Mi nombre es Vicky, soy argentina y tengo cuarenta y seis años. Soy masajista profesional. Soy viuda y tengo dos hijos. Tuve a Elián a mis diecinueve. Su padre, Ariel, era un vendedor de autos, quince años más viejo que yo. En ese entonces, yo trabajaba en su concesionaria. Ahí me preñó. Me acuerdo que me ponía en la parte trasera de los autos y me daba sin parar. Yo no tenía mucha experiencia sexual. Además, intuía que la única forma de conservar mi empleo era consintiendo todos los deseos de Ariel.
Pues bien, no podía estar más equivocada; cuando quedé embarazada Ariel me echó y nunca se ocupó de Elián. Yo tuve que seguir sola a cuestas. Gracias a dios conocí a Jorge, dueño de la despensa de mi barrio. Con él empecé una relación de verdadero amor; tuve con él a mi otra niña, Jenny. Jorge nunca hizo diferenciaciones entre Elián y Jenny; siempre trató a mi hijo como si fuera suyo. Pero después vino un duro golpe de la vida: Jorge murió. Él estaba muy enfermo del corazón y no soportó. Eso fue un gran golpe para mí y, sobre todo, para Elián.
Elián abandonó el colegio e incursionó una senda licenciosa. Vivía de juerga, vivía en la calle, rodeado de gente peligrosa. Él siempre me decía que no andaba en nada raro. Yo confiaba. Era un buen chico. Pero su entorno lo envolvió y lo llevó por el mal camino. Uno de mis clientes, a quien hacía masajes, le había conseguido un trabajo como seguridad en un supermercado. No me costó mucho convencerlo. Después les contaré mis historias como masajista (muchas de ellas no me enorgullecen).
En una tarde aciaga, Elián cayó preso. Quiso orquestar con un compañero un robo al supermercado en donde trabajaba, pero algo falló. Mi hijo sabía los horarios y los movimientos del lugar y estaban vaciando un cargamento de electrodomésticos que había llegado. Pero alguien vio, alguien oyó, alguien habló… Tres patrulleros llegaron y se los llevaron. Lo procesaron e imputaron como jefe de una asociación ilícita, pero lo terminaron condenado por robo en banda. Le dieron 5 años de efectivo cumplimento.
Para mí fue un gran golpe. Mi hijo preso era lo último que quería. Me destrozó. Al principio no quería hablarle. Estaba sumamente enfadada. Estuve sin hablarle mucho tiempo, todo lo que duró la investigación y el juicio. Una tarde, él se comunicó conmigo. Me dijo que me extrañaba, que estaba arrepentido. Imploró mi perdón. Me confesó, no sé si bajo el disfraz de una excusa, que sólo lo había hecho para ayudarme; odiaba mi trabajo y pensaba así poderme ayudar para que yo deje esa vil profesión.
Esa llamada mudó mi pensamiento. Era mi niño y yo tenía que estar ahí para él. A la semana, decidí ir a verlo. Estaba preso en una unidad del servicio penitenciario de la localidad de Moreno, no lejos de casa. Me contacté con la unidad y pregunté cómo tenía que hacer. Solicité verlo y me informaron qué trámites y requisitos debía observar. Así que, allí fui.
Debo reconocer que no elegí el mejor vestuario para ir. Es que suelo vestirme de manera bastante sugestiva para dar masajes. La mayoría de mis clientes son hombres. Casi todos. Y yo sé muy bien que me contratan por mis grandes y gordas tetas y por este culo apretado, que dios me dio. La mayoría de mis clientes son depravados. No acuden a mis servicios por dolores lumbares, por más que yo sea una excelente profesional. No recuerdo ni un solo hombre que no me haya tocado el culo mientras lo masajeaba, o que no me haya mostrado la pija dura. Al principio me resistía, me enojaba y los echaba.
Pero después me di cuenta de que podía usufructuar mi cuerpo. No accedo en todo, pero me dejo bastante. Sólo tengo sexo con uno, que me gusta mucho y que me lleva al orgasmo. A los otros, les satisfago sus “parafilias”, les hago algunas cositas: unos me tocan la cola, y pierden alguno de sus dedos allí; otros, la concha. Hay uno que le gusta hundir su nariz en mi argolla, le gusta “olfatearla”, como dice él.
En breve, fui a la cárcel después de dar masajes. Esa mañana había atendido a Carlitos. A él le gustaba que le haga la paja: se ponía boca arriba y yo tenía agarrar uno de mis pechos y ponérselo en la boca. Eso lo excitaba y ahí lo masturbaba hasta que acababa. Ese día había eyaculado muy poquito, apenas unas gotitas: “Es que vengo de coger con mi mujer”, se justificó. Así que lavé un poco y fui a ver a mi hijo. Tenía una remera blanca ajustadísima, sin corpiño, con los pezones duros y puntiagudos; y una pollera de jean. Tenía una tanguita de animal-print. Siempre me ponía ropa interior sexy porque en mi trabajo no sabía qué podía llegar a pasar.
-Lo siento, en este momento no hay ninguna oficial para hacerle la inspección personal. Va a tener que volver en otro momento, o dejar que la revise uno de los muchachos –dijo un policía petiso y morocho que me miraban con morbo desde atrás de un pupitre de escuela que hacía las veces de un escritorio.
-¿Cómo que no hay nadie? –repliqué con mezcla de angustia e ira-. Yo avisé que venía. Hice todos los trámites. Me dijeron que podía pasar.
-Sí, ya sé señora –el petiso no paraba de mirarme las tetas que, instintivamente yo me las cubrí con un brazo –pero no hay nadie ¿qué quiere que le diga? Es 4 de enero. Están todos de vacaciones. Todos los que estamos son todos los que ve. Puede volver en febrero o, le repito, la inspecciona uno de los muchachos y pasa con el detenido. Pero la tienen que revisar.
-Bueno ¿pero qué me tienen que hacer?
-Tienen que revisar que no ingrese ningún elemento prohibido, señora. Procedimiento de rutina, señora
-Pero yo no tengo nada, sólo vengo a ver a mi hijo –y abrí mis brazos como mostrando toda la honestidad que podía caber en mis enormes pechos. Entre el extremo calor que hacía –que el pequeño ventilador no lograba mermar- y los nervios de la situación, empecé a sudar como una condenada. Sentía los chorros de transpiración bajar por mi entrepierna. Sentía que mi concha estaba nadando en un caldo.
-Ah bueno, listo. Entonces pase, pase –dos policías que estaban atrás, semicubiertos por una pared llena de humedad se rieron a carcajadas. Me miraron y siguieron tipeando en vetustos teclados –Mire, señora, tiene que pasar por el procedimiento de rutina. Se tiene que desvestir, la inspeccionamos, corroboramos que no haya nada inusual y pasa. Si no, no pasa.
-Bueno, revísenme –mi fastidio era notorio. Largué la cartera en una silla con bronca y repetí: revísenme, abriendo los brazos y dando una vuelta.
El petiso se levantó victorioso. Agarró una pequeña linterna del primer cajón de su escritorio y se dirigió a un pasillo que se abría a la derecha: -por acá, señora, por favor. Lo seguí. Sentía mucha mezcla, pero también temor. Después de avanzar unos metros por ese pasillo oscuro, el petiso agarró las llaves que tenía colgadas en su pantalón y abrió una puerta sobre la pared izquierda. Prendió la luz. Se quedó bajo del quicio de la puerta, mirándome con lascivia y, señalando con su brazo la entrada, me invitó a pasar.
-¿Vos me vas a revisar? ¿Estás seguro que esto está bien?
-Todos acá estamos autorizados para revisar. Somos funcionarios públicos. Y ahora escúchame bien, boludita –su tono cambió drásticamente cuando cerró la puerta- ¿Vos pensás que esto es un jardín de infantes? Estás en una cárcel acá, querida. Así que, si querés pasar para garcharte al trolo de tu hijo, que seguro se lo deben empotrar todas las noches, vas a hacer todo lo que te diga ¿está bien? Si no, te pego una patada en el orto y volvés a la villa de adonde saliste.
-Pero… -Me quedé muda. Había pasado por situaciones difíciles antes, por mi trabajo, pero nunca algo así. El calor que hacía en la piecita era insoportable. Parecía que el origen de la canícula. Parecía que el calor había estado gestándose allí desde el diluvio
-Ahora, desvestite –el petiso se quedó mirándome. Mientras me sacaba la remera veía como se acariciaba el bulto.
-Ah ¿te olvidaste el corpiño? Dijo, acercándose
-Sí –dije, con mucho temor, cubriéndome los pechos con ambos antebrazos.
-Ahora, sacate la pollera.
Quizá para ganar un poco de tiempo, primero comencé por quitarme las sandalias
-No, no. Está bien. Dejalas. Bajate la pollera.
-Pero ¿no querés ver si llevo algo en los pies?
Se rio y me metió la mano por debajo de la pollera. Posó su dedo en el surco que se formaba en la loma de mi concha y empezó a hacer presión con el anular
-Acá quiero ver si tenés algo. ¿Ya estás mojadita?
-Estoy transpirada, hace calor
-¿Hace calor? Bueno, bajate la pollera, te dije –y me sacó la mano. Se olió y se chupó los dedos– ¡Si no te bajas la pollera no-en-tras! –Dijo en tono burlesco, y me pellizcó un pezón, girándolo entre sus dedos por cada sílaba que repetía.
-Dale –le dije, sacando su mano de mi teta, queriendo aparentar fortaleza –Me desabroché la pollera y me la bajé. La dejé caída entre mis pies.
-Ah… sin corpiño, con tanguita de leopardo –me dijo mientras daba una vuelta a mi alrededor. Bueno, ahora necesito que te agaches. No te imaginás cuántas putas vienen acá a ver a sus novios y se meten falopa en el orto. Voy a ser bueno, y voy a dejar que te dejes la tanguita puesta. Agachate.
-¿Cómo me agacho?
-Agachate, no te hagás la boluda. Tocate la punta de los dedos de los pies, ¿a ver?
Mientras lo hacía, sentía su dedo entrar en mi ano; él no movió su mano; la dispuso de tal forma que mi culo llegara a su dedo al agacharme. Tenía las uñas largas y me lastimaba. Jugaba entre el agujero de mi culo y el de mi concha. Estaba realmente transpirada. Su dedo chapoteaba ahí.
-A ver si hay algo acá… -y me metió el dedo mayor en la argolla, hasta el fondo, mientras que me pasaba el cular por el ano, haciendo pequeños circulito– Estás toda depiladita, hermosa… No sabés las negras que vienen acá, todas sucias, peludas, olorosas… -Agregó al mayor el dedo anular. El pulgar hacía más presión y me empezó a apretar una teta.
-¡Mirá las tetas que tenés! Te las voy tener que chupar todas
Estaba agachada. Tenía un pulgar en el culo y dos dedos en la concha que buscaban no sé qué. Tenía una teta siendo aplastada por la mano del petiso. Sabía que era inevitable. Veo que el petiso se empezó a tocar. De hecho, creo que pude ver cómo se sacó la pija. Ya estaba esperando la estocada cuando, de pronto, alguien quiso abrir la puerta. Estaba cerrada. El petiso hijo de puta la había cerrado. Reconozco que no vi cuándo. Del otro lado intentaron abrirla más de una vez. Después se escuchó una voz:
-Segovia, apurate que vino el director. Te está buscando por lo de Cáceres.
Segovia, el petiso, absolutamente disgustado, contestó:
-Pero qué viejo hincha pelotas. Si ya le pasé el informe ayer. Qué tipo pesado… bueno, decile que ya voy
-Apurate, que anda duro.
El petiso seguía buscando un tesoro que, estoy segura, pensaba estaba en mi útero.
-Mirá de la que te salvaste –me dijo y me dio vuelta. Tenía la pija afuera. Era negra, fea y chiquita. Y no estaba parada. Me agarró de la cara y me pegó con la chota. Después se puso atrás y me lamió todo el culo y la concha. Yo seguía agachada y empezó a pasarme la lengua desesperadamente, bajándola y subiéndola entre mi culo y mi argolla. Agarró una nalga y me la mordió fuerte. Creo que me hizo sangrar.
-Dale, ándate. Pasá. Tenés dos horas.
Yo estaba llorando, de dolor y de tristeza. Me sentía impotente. Tenía la teta izquierda totalmente chamuscada por la mano del petiso, que me había impreso su dentadura en una nalga. Pensé en irme. Pero pensé, también, que si me iba, todo eso habría sido en vano. Me dejé manosear, tocar y chupar por un enano impotente, que no le daba la nafta para coger. Así que me compuse. No tenía un espejo, pero me miré con el celular. Me saqué una foto del culo, para ver si estaba marcada y lo estaba. Pero bueno, tenía que ir con Elián. Me sequé y limpié con la parte interior de mi pollera y me vestí.
Llegué por el pasillo al mismo sitio deprimente de antes. Estaba absolutamente avergonzada. Un montón de ojos me inspeccionaban. Sabían que había sido vejada y deseaban ser mis vejadores una próxima vez. Había un tipo nuevo, un viejo pelado que, estimé, era el director.
-¿Y ésta? ¿Qué hace acá? ¿Vos estabas con esta, Segovia?
-Sí, señor. La estaba inspeccionando. Tiene una cita para ver a… Peralta, Elián Peralta.
-Siempre igual, Segovia eh. Bueno, háganla pasar y que no me rompa las bolas.
Otro oficial rubio y alto, que desentonaba con el resto de los uniformados.
-Por aquí…
Me hizo pasar a un lugar en donde había tres presos, de entre los cuales no estaba mi Elián. Los presos no me dijeron nada, pero me violaron con su mirada. Yo seguía esperando a Elián. El rubio me miró las tetas y se fue
-¿A quién esperás, mamita? –se me acercó un preso que me miró de arriba a abajo
-Eh… a nadie a mi hijo
-¿Y quién es tu hijo?
-Nadie, nadie –dije, tapándome los senos
-¿Creés que no me voy a enterar? Yo manejo todo acá
-¡Afuera Estigarribia! –se escuchó la estentórea voz de un enorme oficial que estaba en la habitación- Ya sabe que no puede tener contacto con los familiares de los otros presidiarios.
-Listo, listo. Pero te voy a encontrar a vos –se fue, haciendo gesto de besos.