Era un vecino más, un tipo común, con su familia común y su vida común. Me lo cruzaba en la vereda cuando salía a tomar mate o lo veía lavar el auto. Nada que llamara la atención. Hasta que me miró distinto.
Un sábado a la noche, por mi cumple número 26, habían venido las chicas con amigos a casa. Había mucha cerveza y música fuerte. No me cogí a nadie. No porque no pudiera, sino porque no tenía ganas.
Me desperté tarde, con la boca seca y la sensación de haber dormido poco. Afuera, el sol rompía la tierra. Un calor de mierda.
No sabía si era la resaca o los casi 30°, pero estaba transpirando. Me puse un short deportivo, la remera más fresca que tenía y fui por mi tarea de la mañana: el cuadro que las chicas me habían regalado en mi cumpleaños. Queda espectacular en la pared, pero no tenía martillo y quería sacarme el tema de encima.
Salí de casa y crucé la calle con paso seguro. Alejandro estaba en la vereda, en ojotas y con el mate en la mano. Lo saludé con una sonrisa mínima, de esas que se hacen por educación, y antes de que pudiera meterse le solté:
—¿Me prestás un martillo?
Levantó la vista y me escaneó sin apuro. Sus ojos recorrieron mis piernas y subieron lento hasta mi cara.
—Buen día, Mey. ¿Para qué lo necesitás?
—Para clavar un cuadro.
—Dale, ahí te lo traigo.
Cuando volvió, lo agarré y me fui a hacer lo mío. Media hora después, estaba de vuelta.
Ale seguía en la vereda, ahora en la reposera, con las piernas estiradas. Le devolví el martillo y me quedé un segundo más de lo necesario.
—¿Te quedó bien el cuadro?
—Sí. Me lo regalaron ayer.
Se tomó un mate e hizo una pausa antes de hablar.
—Ah, ¿fue tu cumple?
Asentí con la cabeza.
—Feliz cumpleaños entonces. ¿Festejaste?
—Unos amigos cayeron con birras, nada grande.
—Mirá vos… ¿Querés un mate?
Me miró fijo. No había sonrisas esta vez.
—Dale —dije sin dudar.
Me invitó a pasar y me acomodé en una de las sillas del living y él se sentó en el sillón, inclinado hacia mí. Me pasó el mate y cuando lo agarré, sus dedos rozaron los míos.
Llevé la bombilla a la boca y tomé despacio, sintiendo su mirada clavada en mis labios. No disimulaba ni un poco.
—¿Estás entrenando? —dijo, con los ojos fijos en mis piernas.
—No. Soy media vaga jaja.
—Mirá. Pensé que sí, porque estás… —hizo una pausa y sonrió—. Estás re fuerte.
No me dio tiempo a responder. Apoyó el mate en la mesa y se acercó más. Su mano, grande y firme se posó en mi muslo.
—Te queda hermoso esto que tenés puesto.
Su voz era baja y segura. Me prendió fuego. Lo miré con descaro y abrí apenas las piernas.
—¿Sí?
Él deslizó los dedos por mi short hasta el borde. No dudó, metió la mano y apretó mi concha por encima de la tanga.
—Sí.
Me besó con hambre. Su mano bajó la tela y sus dedos me abrieron, me exploraron con desesperación. Gemí contra su boca y él gruñó bajo. Me levantó de la silla y me llevó hasta el sillón.
Me acomodó sobre él, con las piernas abiertas. La tanga apenas estaba corrida y sentí la tela de su short contra mi piel. Me froté contra él sin vergüenza.
Me levantó la remera y se metió un pezón en la boca. Lo mordió y lo chupó con una desesperación que me hizo excitar más.
—Sos hermosa —dijo con la boca pegada a mi piel.
Le saqué la remera y él bajó su short y bóxer de un tirón. Su pija estaba dura y gruesa. Metió su mano en mi boca, mojó la punta de su verga con mi saliva y me la pasó por la vagina.
—Metela —le rogué.
No esperé respuesta. Me la metió e iba sintiendo cómo me llenaba. Nos quedamos quietos un segundo, con los cuerpos tensos. Me sostuvo de la cintura y empecé a subir y bajar lento.
—La concha de tu madre… —gruñó.
Lo monté desesperada, con las piernas apretando su cuerpo y las manos enterradas en sus hombros. Me cogió como si nos hubiéramos necesitado desde hace años.
—Qué rica sos, puta hermosa…
Me agarró del culo y me apretó con fuerza, enterrando sus uñas en mis nalgas. Grité sin poder evitarlo.
—Eso… así te quería coger —dijo con la voz ronca.
Después me puso en cuatro, me metió dos dedos y los sacó empapados. Me la metió de nuevo y esta vez no hubo pausa.
Me empujó hasta el fondo mientras me agarraba del rodete y me lo tiraba con fuerza. Grité de placer, él jadeó fuerte. La embestida se volvió frenética, ruidosa y sudada.
Me apretó contra el sillón, metió la mano entre mis piernas y me tocó el clítoris. No aguanté más. Me tensé y gemí su nombre mientras llegaba al orgasmo.
Él siguió un poco más, respirando entrecortado. Me la sacó y eyaculó en mi culo con un gruñido intenso. Se quedó quieto unos segundos, recuperando el aliento.
Nos levantamos sin decir mucho. Me besó el cuello y abrazó.
—Esto fue tremendo.
No le respondí. Me bajé la remera y me acomodé el short.
—Nos vemos, Ale.
Salí de esa casa con la adrenalina al máximo.
Cuando llegué, Aye, mi hermana mayor, me miró con curiosidad.
—¿Dónde estabas?
Helena, la del medio, me estudió con desconfianza. Yo estaba despeinada y el maquillaje de la noche anterior se me debía haber corrido.
—Salí a caminar —respondí, agarrando una botella de agua.
Me encerré en mi cuarto y me tiré en la cama, cansada. La sensación de Alejandro cogiéndome contra el sillón todavía estaba en mi piel.
No lo volvería a hacer, pero tampoco me arrepentía.