Existe una leyenda que dice que los dioses descienden a la Tierra para saborear placeres que no están disponibles para los inmortales, pero que son inherentes a los habitantes de este planeta. ¿Por qué? Probablemente porque los humanos, a diferencia de los dioses, tienen carne, son esclavos de sus pasiones, y todo eso les está prohibido. Por eso, los dioses se encarnan temporalmente en personas para experimentar toda la profundidad de las pasiones, el temblor de la carne y el calor del cuerpo.
Y así sucedió una vez. Ares y Afrodita encarnaron en simples mortales, destinados a encontrarse, entregarse el uno al otro y luego separarse para siempre.
En un encuentro planificado había mucha gente, hablaban oradores, actuaban artistas. En el aire flotaba una atmósfera de benevolencia y festividad. Era un evento de trabajo que se parecía más a unas vacaciones para adultos. Un hotel lujoso a orillas del mar, temporada baja, unos cien participantes, no más. Y solo dos de ellos tenían un objetivo completamente diferente al de los demás. Tal vez llevaban meses, o tal vez toda una vida, preparándose para eso. Estos dos acordaron de antemano interpretar el papel de desconocidos, haciendo que las sensaciones fueran más intensas.
En el cóctel de bienvenida, ella llevaba un vestido negro ajustado que resaltaba su figura impresionante, especialmente su pecho y sus glúteos. Los tacones altos mantenían sus piernas en tensión. Caminaba ligera al sonido de la música, parecía una pluma de un cisne negro revoloteando por el viento. Su cabello, del color de la noche, y el suave tono de lápiz labial de cereza madura complementaban su imagen. Era ella: Afrodita.
Él estaba de pie lejos de la multitud, con pantalones blancos y una camisa del mismo color, fingiendo prestar atención a la actuación de los artistas hawaianos. Se fundía con el entorno y pasaba desapercibido para la gente. Pero no para ella. Ella sabía dónde estaba él en cada momento, con quién hablaba, qué comía y qué bebía. Él tampoco la perdía de vista. Era él: Ares. La observaba con admiración y evaluación, moviéndose por la sala para verla de cuerpo completo.
Mientras tanto, su expresión facial permanecía completamente impenetrable. Pensaba: ¿qué ropa interior llevará debajo del vestido? La línea del sujetador estaba claramente marcada. Pero las bragas, si es que las llevaba, debían ser tan livianas que casi no se notaban. O quizás no llevaba ninguna.
El espectáculo ya llevaba unas tres horas, el público terminaba el vino, las conversaciones se volvían más ruidosas. Él eligió el momento en que ella se quedó sola por un minuto junto a la mesa coctelera, se acercó sigilosamente por detrás y susurró: “Habitación 1018. La puerta está abierta”. Ella, como si fuera casualidad, se inclinó ligeramente hacia atrás y sus glúteos chocaron contra su duro miembro. Esto la hizo cerrar los ojos por un segundo. En ese momento, él desapareció.
Ella caminó con seguridad por el pasillo vacío, se detuvo frente a la habitación mencionada, empujó la puerta y entró.
Para entonces, él ya se había quitado los zapatos, la camisa estaba desabrochada, el torso desnudo. Ella con tacones, mientras que él descalzo, daba la sensación que tenían la misma altura. Ahora sus ojos y labios estaban frente a frente. Él la atrajo por la cintura y la besó. Primero rozando apenas sus labios, unos toques apenas perceptibles, luego profundo y prolongado. Después de respirarse mutuamente, ella se apoyó contra la pared, ahora frente a él estaba su pecho, su hermoso y firme pecho, oculto bajo el vestido.
Él la miraba con admiración, devorándola con la mirada desde los pies hasta sus ojos bien abiertos. Vacilaba y esperaba, sus manos colgaban en el aire. Entonces ella se giró, dándole la espalda, y apoyó su mejilla y manos en la pared. Al hacerlo, se arqueó tan elegantemente manteniendo un equilibrio perfecto. Y solo entonces él sabiendo las zonas erógenas de Afrodita, toco sus rodillas, sus corvas y, suave pero firme y lentamente deslizó sus grandes manos hasta los glúteos de ella. Su vestido negro comenzó a subir, revelando sus piernas esbeltas.
Ahora, sosteniéndola por detrás, besó su espalda a través de la abertura del vestido. Obedeciendo al instinto, ella separó ligeramente las piernas, y la mano de Ares, siguiendo ese eterno instinto, ya rozaba la cueva de Afrodita. La delgada tira de las bragas, desplazada hacia un lado, solo simulaba protección. Ella ya estaba completamente mojada. Lo que sucedió después es fácil de imaginar. Sus cuerpos se convirtieron en uno. Y ni el vestido negro ni los pantalones y la camisa blanca les estorbaban.
Probablemente esto duró poco tiempo. Lo que antes se llamaba ropa, ahora yacía desaliñado en el suelo.
Ares y Afrodita fueron juntos a la amplia ducha, como si quisieran apagar el fuego dentro de sus cuerpos. Ahora estaban completamente desnudos y se admiraban mutuamente a través de los chorros de agua. Pero esto duró hasta que se encontraron con la mirada. Ella lo rodeó con sus piernas, y él la sostuvo por los glúteos y la espalda. Después de unos minutos de sexo, la llevó a la cama, mojada e insaciable.
Ella se apoyó en los codos, y ante él se reveló toda la belleza de su cuerpo moreno.
—Bésame como prometiste —dijo ella.
Estas fueron las primeras palabras que pronunciaron.
En la esquina de la habitación, una lámpara emitía una luz suave y tenue. Él besó cada centímetro de su deseo, desde el ombligo hasta su vulva, sosteniendo sus piernas esbeltas en sus manos. Sus labios estaban abiertos como una flor, y aquel pequeño clítoris se llenó de sangre. Lo movió con la lengua, ella gimió y cerró los ojos. Lo hizo a diferentes ritmos, como si estuviera jugando con ella, acercándola y alejándola del clímax.
Finalmente, al sentir cómo temblaban sus piernas, introdujo dos dedos en ella, justo allí donde ella más lo necesitaba. Lo que les sucede a las diosas en esos momentos, probablemente sea mejor que los mortales no lo sepan. Verlo una vez, no se olvida fácilmente.
Esa noche, Ares la hizo suya, y no solo una vez. El vino y el agua se acabaron sorprendentemente rápido. Y cómo Afrodita lo recompensó por la mañana, tal vez lo sabremos algún día, si los dioses lo consideran necesario.
¿Eran personas ordinarias? No lo creo. ¿O eran simplemente un hombre y una mujer? Al parecer sí.
Para el momento en que se conocieron, cada uno tenía media vida a sus espaldas. Lo que más amaban en el mundo eran a sus propios hijos, un sentimiento que nadie podía quitarles. Pero también se amaban a sí mismos profundamente. Estaban constantemente en un proceso de perfeccionamiento de sus capacidades intelectuales y físicas, aunque las posibilidades de que sus caminos se cruzaran eran de una en cien millones (1 / 100,000,000).
Pero los dioses los eligieron a ellos. Estaban destinados a hacer todo el “trabajo sucio” para que el encuentro de Ares y Afrodita tuviera lugar. ¡Ingenuos! Pensaban que ellos controlaban sus propios destinos. Todo encajaba demasiado bien para ser verdad. Todo lo que les sucedió durante tres meses quedó registrado en unas pocas páginas del relato de ella, que más bien se asemejaba a un diario (te invito a leerlo). Ella podía quedarse mirando el mar, hasta el horizonte, donde se fundía con el cielo. Y él podía contemplar sin fin la llanura cubierta de nieve que se extendía a lo lejos.
Fueron cautelosos en su comunicación, pero la conspiración no los salvó. Lo más probable es que exista otra dimensión, de la que ellos sospechaban, pero no pudieron protegerse. El mundo cambiaba ante sus ojos, y ellos también se vieron envueltos en esos cambios. En los ojos de ambos apareció una especie de tristeza, a pesar de la sonrisa encantadora de ella.
Alguien mucho más importante que ellos decidía quién terminaría en el lado oscuro de la Luna y quién en el visible. Pero eso ya es tema para una novela de detectives o de espías.
Esta es una historia que aún no ha terminado, y quién sabe, tal vez los dioses les devuelvan a los humanos las sensaciones por las que vale la pena vivir.