Te he sorprendido de nuevo. Llegaste y dijiste como siempre: “Hola, cariño; ya estoy aquí”. “Estoy en la cocina, cielo”, te respondí. Dejaste las llaves del coche y de la puerta del piso e, inmediatamente, caminaste hacia la cocina. Venías comentándome sobre el tráfico y la lluvia. Al llegar al vano de la puerta, la palabra “semáforo” se cortó en “…ma…”
Yo me eché a reír y me giré despacito, dejé las pinzas en la bandeja donde reposaban las presas de carne de ternera rebozada, y me mostré con los brazos abiertos. Llevaba el pelo suelto, unos zapatos rojos de tacón alto y un delantal corto, que había comprado para tu sorpresa de hoy, en plástico transparente y… nada más. Había cuidado el efecto de la imagen. Me había observado frente al espejo frontal del baño con el delantal. Buscaba el impacto visual. El tejido transparente aseguraba el shock instantáneo del sentido más fundamental de nuestra especie: la vista.
Efectivamente, en el centro de mi cuerpo destacaba el recortado vello negro de mi pubis, visible como una diana tras el plástico del corto delantal. Inmediatamente la vista se centraba en el punto central, bajo mi destacado monte Venus, que siempre fue muy acusado. Había afeitado mi musguito sexual en forma de corazón y dejado rasa la zona cercana a los labios externos.
Siempre tuve unos grandes labios vaginales, de un color ligeramente más oscuro que la piel, y mucho más que la zona del interior, con su carne rosadita en el agujero, como otra boquita con la lengüita igual que la de las orquídeas; al igual que una diminuta orquídea, con sus pétalos caídos, su ginostemo, esa hojita como un ganchito rosado interior, carnoso.
Mi sexo me ha gustado siempre, desde que descubrí el pinchazo del deseo concupiscente. Me provocan compasión las mujeres que no han superado el concepto de pudor inculcado por la tradición, y no han podido descubrir el paraíso del placer sexual más allá de los rituales conformistas; del mismo modo los hombres de visión igual de estrecha.
Recuerdo perfectamente cuando descubrí mis primeros pelitos de vello púbico. Hablando con mi amiga Julia, mayor que yo, ella me explicó cómo obtener placer de mi sexualidad femenina. Esa noche, en la impunidad del baño, picada por la curiosidad y un hormigueo en el vientre, me desnudé completamente. Mis pechos eran todavía pequeñas bolitas tersas con unos diminutos pezones de color rosáceo. Mi vulva no tenía los labios bien marcados y salientes, visibles al exterior, llamativos, seductores, que más tarde destacarían inmediatamente al bajar la braga.
Abrí con delicadeza mi vulva y descubrí el aún pequeño secreto de mi sexualidad femenina, el centro absoluto de mis placeres terrenales: mi clítoris. Lo miraba atentamente. Pequeño corpúsculo sujeto entre la carne, en el centro de mi poco más que infantil rajita. Tal como Julia me explicó que había que hacer para sentir ese cosquilleo previo, en medio de la sensación calórica de hacer algo prohibido pero placentero, comencé a tocarlo, acariciándolo de abajo arriba; lo sujeté delicadamente entre mis dedos y lo fui frotando.
Por vez primera sentí el placer incipiente, inquietante, hasta un poco desagradable y doloroso, pero mi cuerpo se estremeció ante una ola que salía de mi bajo vientre, entre los muslos, en el origen de la hendidura que separa mi fruta deliciosa en dos hemisferios, que guardaban cierta similitud con las nalgas.
Días después conseguí estimularme y masturbarme plenamente por primera vez; en aquella ocasión ya obtuve una intensa satisfacción, que sería la antesala a mis juegos diarios conmigo misma.
Ahora, mi lindo conejito tan sensualmente dispuesto, reclamaba los ojos de mi marido con urgencia. Su mirada reposaba entre mis piernas, como hipnotizado por la imagen de mi desnudez de hembra apetitosa, bajo el fetichismo de una prenda que era y no era tal; desvelado el misterio que se ocultaba bajo las ropas e indumentaria castradora. La transparencia convertía la desnudez en deseo; deseo de ver y tocar, de saborear y oler, de obtener placer del placer.
“La cena está lista, mi amor”, le dije insinuante y muy satisfecha de ver coronado el éxito de mi pretensión de calentarlo a él y de canalizar mis ganas de ser amada físicamente y entregarme a los apetitos de la posesión.
Él vino hacia mí y me besó cogiéndome de la cintura. Mis senos desnudos se fundieron con el pecho vestido de él. Tuve una sensación intensa cuando mis pezones se restregaron por el tejido, cuando mis senos fueron aplastadas por el abrazo. En el interior de mi vientre algo comenzó a palpitar y ponerse tibio y endurecido; apreté mis muslos para expandir esa sensación placentera.
Yo tenía un plan. Me acerqué a la mesa de la cocina, separé una silla, me subí a ella. Mi vulva se apoyó en la fina madera; los glúteos buscaron una posición cómoda. Me tumbé. Abrí mis muslos y le dije: “Mi chochito quiere que lo humedezcas; me lo comes”. Yo vi que en su pantalón ya se marcaba el paquete de su sexo hinchado y deseoso por las ganas de metérmela, de hincarla y cabalgar sobre mi vientre, entre mi carne. Me tomó de la cintura y me deslizó para dejar mi sexo al servicio de su boca. Mi culo se abrió levemente y noté la superficie de la mesa rozando mi ojete; una nueva sensación, que se sumó a la fuerza del deseo vigoroso de notar dentro de mí la carne dura y tiesa de su verga.
Él se sentó en la silla. Oía su respiración acelerada. Ajustó un poco más mi coñito hasta que quedó indefenso, a su disposición, sumiso, al alcance de su boca. Mis piernas colgaban de la mesa. Él, con un gesto nervioso me retiró el delantal. Mi concha estaba ya mojada de flujo y yo la sentía palpitante y ardiente; quería ser abierta, mamada, lamida, sorbida y chupada, tocada, masturbada y follada ya mismo; sin más dilación, de inmediato.
Quería notar la polla entrando y saliendo, la dureza del órgano desatando sensaciones de placer a cada clavada. Él me la abrió con los dedos de ambas manos y pegó sus labios a los míos verticales. Me besó el coño y lamió mis labios verticales, introduciendo la lengua por entre los labios, separándolos y acariciando con la lengua toda mi raja.
Me inundó una marea de deseo carnal irreprimible. Le cogí la cabeza y la apreté contra mi chocho peludo; yo misma lo frotaba contra sus labios abiertos. Noté el conducto de mi vagina ensalivado; a cada chupada escuchaba el sonido de la lengua sorbiéndome. A continuación, metió su dedo hasta dentro e inició la masturbación de mi coñito. Con otro dedo jugueteó con mi pepitilla rosada. Me puse caliente a tope. El calor me subía a las mejillas.
Siguió hasta que llegué al clímax y me corrí. Me bajé de la mesa. Saqué de su encierro la tranca dura y el glande ya de color violeta por la tensión del deseo. Se la agarré. La polla estaba muy tiesa, nervuda. Se la meneé y la apreté. Me senté sobre él de espaldas. Él me agarró las tetas y a su vez las apretó, y la introdujo en mi chumino babosito por el flujo. Comenzó a follarme enérgicamente. Estaba muy excitado; los dos jadeábamos sonoramente; algunos quejidos se alternaban con los gemidos de goce.
De repente, se interrumpió. Sacó su falo chorreante de mis jugos: “Has sido malita. Te voy a castigar”, dijo. Me empujó contra la mesa. Con el ardor del deseo y disfrutando anticipadamente de lo que vendría, me puse acodada sobre la mesa y me giré para ver la escena. Vi la polla con su tremenda erección, completamente empapada de mi leche femenina. Siguió follando mi concha. La metía y sacaba rítmicamente. Yo estaba tan mojada de mi propio flujo que trabajaba hacia mi culo.
Después de joder mi chochito ardiente un poco más, la sacó y comenzó la parte más intensa del juego: “Te gusta ser traviesa, ¿verdad? Eres una putita con un culito muy atractivo, ¿sabes?” Y me cacheteó las dos esferas del culo. “Como has sido mala y quieres que te follen bien, te voy a castigar”. Me abrió las nalgas y me clavó la polla en el ojete. Estaba dura y húmeda. Presionó y mi ojo del culo, que se abrió sin resistencia. Me gustaba que me jodiera por ahí. “Sí” -jadeé-; me gusta. Fóllame el culo. Métemela y lléname el agujero de semen. ¡Uhmmm¡ ¡Ay, amor! Dame por el culo. Así, sigue…, sigue. Córrete el mi ojete”. Después de un gemido hondo noté que se iba dentro de mi recto. Me estaba llenando el culo de leche caliente.
Poco a poco, la pija se fue aflojando en mi conducto. Cuando la polla se destrempó, resbaló y se deslizó, saliendo por sí sola de mi culo; la leche goteaba desde el dilatado agujero.
Estaba cerca de la extenuación, pero todavía quería algo más, los dos queríamos un bis de disfrute. Como yo sabía lo que le gusta más, y a mí me encantaba llevarlo al máximo, terminé haciéndole una mamada que le arrancó gritos de placer.
Ahora ya podríamos cenar.