El veterinario

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Me pasó está semana. Jueves a la tarde, cielo gris, Clay vomitando desde la noche anterior y yo con la remera más fea de mi ropero. Ni me peiné y ni me fijé en las ojeras que tenía.

Me pedí un Uber e iba puteando por lo bajo y rogando que el gato no me vomitara en el camino.

Llegué a un consultorio limpio, olía a lavanda y a desinfectante caro. El tipo todavía no salía. Mi hermana me dijo que ya había llevado al michi ahí.

Cuando salió, supe que estaba al horno. Aníbal. Brazos firmes, pelo algo despeinado, guantes puestos. Fachero sin buscarlo. Me sonrió y me pidió que pusiera a Clay en la camilla. Asentí sin poder sacarle los ojos de encima

Lo revisó con una dulzura que me hizo tragar saliva. Le hablaba al gato como si fuera un nene. Le acariciaba el lomo, le limpiaba el hociquito con una gasa húmeda y le decía “tranqui amigo, ya va a pasar”.

En un momento, no sé por qué lo dije, pero lo dije:

—Nunca vi a un hombre tratar con tanta dulzura a un animal.

Él levantó la vista, se me acercó, me acarició la mejilla, la oreja, el aro, y soltó:

—No soy tan dulce como pensás.

Ahí ya no hubo retorno. Me apretó contra la pared, cerró la puerta con una sola mano y me besó con desesperación.

Yo le devolví el beso con hambre, con furia. Le metí la lengua hasta el fondo mientras sus manos me apretaban el culo con ganas.

Me sacó la remera y la tiró por ahí. Quedé en corpiño. Después me bajó el pantalón, la tanguita sin decir nada y me metió dos dedos de golpe. Me arqueé contra la pared, gimiendo bajito, mordiéndome los labios para no gritar.

—Sos tan, tan linda… —me dijo entre dientes, besándome el cuello, lamiéndome la oreja.

Me arrodillé. Le abrí el pantalón. La tenía dura y gruesa. Me la metí en la boca y le agarré las bolas, mirando desde abajo.

—Estás buenísimo —le dije, con la voz ronca—. Quiero toda tu leche.

Gemía. Me sujetaba el pelo. Me guiaba la cabeza con la mano. Me decía “así, mi amor, tragámela”. Y yo tragaba.

Me levantó de un tirón, me dio vuelta y me apoyó contra la pared. Me la metió de una y grité. Me embestía con furia y me encantaba.

—Dame más. Más fuerte. No pares, por favor, no pares.

Y no paró. Me cogió todo.

Yo gemía, lagrimeaba, y me corrí tan fuerte que se me doblaron las piernas. Tanto que él me agarró para que no me cayera.

A partir de ahí me bombeó con más fuerza, con una urgencia que me enloquecía, hasta que acabó en mi culo. Sentí el calor espeso de su delicioso semen en mí.

Respiraba hondo con la cara apoyada contra la pared, los ojos cerrados, el cuerpo entregado. No dije nada, me quedé ahí con la piel todavía ardiendo.

Él también se quedó un rato ahí. Respirando sobre mi espalda. Me besó el cuello, las orejas y los aros con una ternura que me desarmó.

—Sos hermosa, pendeja puta —me susurró.

Yo sonreí. Todavía con el corazón latiendo a mil por hora.

Me limpió la cola con una gaza y me vestí. Clay dormía tranquilo en su transportador, como si todo esto no hubiese pasado.

Intercambiamos números. Le quise pagar la consulta y me dijo que no hacía falta. Que lo importante era que Clay estuviera bien. Y que yo la haya pasado bien.

Salí, me subí a un taxi y pensé: Qué lindo es coger cuando no lo esperás. Qué lindo cuando un tipo te desea de verdad. Y qué ganas de volver.

4121 A , 347 B

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