El día es abrasador, el césped de los jardines en cada casa está seco y las familias en el parque disfrutan de los últimos momentos de la tarde del viernes, a la espera de que la llegada de la noche traiga consigo un poco de frescura a la ciudad.
A pesar de que amo el calor, esta temporada el verano está siendo aplastante. Eso se refleja en los marchitos girasoles que, en un vano esfuerzo, los trabajadores de la ciudad intentan revivir. Al pasar junto a uno de ellos, un joven moreno, de espalda ancha y brazos gruesos, siento cómo se sobresalta. Vuelve a mirar hacia arriba con aires de hastío, pero al verme, la expresión le cambia al instante. Los hombres son tan básicos que a veces hasta es tierno lo bobos que se vuelven con una chica linda.
—Disculpa, no me percaté —dice el chico mientras su mirada recorre rápidamente mis piernas enfundadas en una falda negra que termina por encima de la rodilla, se detiene en mi abdomen, expuesto por una blusa blanca, corta, que sube un poco más allá del ombligo, y luego va a parar a mis ojos, apenas realzados por una sombra rosa, mi color favorito.
El pelo rubio lo llevo recogido en una coleta alta, muy ajustada hacia atrás y arriba por el calor, lo que me da un aire de seriedad que, si bien puede ser sexy, no termina de encantarme. Nunca he sido la chica de la personalidad seria ni desafiante; me percibo más a mí misma como una princesa de cuento fusionada con un osito cariñoso. Mis zapatos deportivos parecen anclarme al suelo bajo su escrutinio.
—Lo siento, no es mi intención asustarte ni incomodarte. Se ve que estás ocupado —digo mientras vuelvo mi mirada hacia la fallida empresa de resucitar a aquellos pobres girasoles.
El chico ríe y deja ver unos dientes blancos que, para ser honesta, no me desagradan.
—Creo que está más viva mi abuela, y eso que falleció hace diez años —dice él mientras suelta una risa fingida.
—Hey, qué cruel —digo mientras no puedo contener una pequeña risita coqueta. Sí, su sonrisa despierta algo en mi estómago, esa sensación de hormigueo que me sube por el vientre. Está a punto de responderme, con esa sonrisa todavía colgando de sus labios, cuando uno de sus compañeros de trabajo se acerca. Es un tipo sucio, gordo, de unos cuarenta y cinco años, que le da un codazo en las costillas sin ningún disimulo, como si compartieran un secreto. Luego, sin pudor, clava los ojos en mis tetas. No son enormes, pero tienen un buen tamaño, firmes y redondas, y sé que eso es lo que más atrapa las miradas, sobre todo con el escote de mi blusa que las enmarca tan bien.
—Oye, Román, ¿quién es tu amiguita? —dice el fan número uno de mis tetas, que no se molesta ni por un segundo en dejar de mirármelas.
—Solo una chica que pasa por aquí, no es mi amiguita —le responde Román con un tono de reproche mientras se ruboriza un poco. Yo, lejos de estar incómoda, estoy encantada con la escena.
—Pues no te las quedes todas para ti, hombre —le dice mientras le repite la dosis del codazo—. Mira que tiene que haber justicia en el mundo. —Vaya, vaya, parece que este tal Román es un mujeriego.
—Cállate y vete —le suelta Román, evidentemente enojado, ya que este tipo se ha encargado de arruinar el pequeño coqueteo que está surgiendo entre los dos.
—Está bien, está bien, deberías cambiar ese humor —le contesta mientras, al fin, aparta los ojos de mis tetas y me mira a los míos—. Un gusto, señorita, me encantan sus ojos verdes. —Sí, claro, como si no se hubiera pasado todo el tiempo mirándome las tetas.
El tipo se va dando tumbos, como un bebé que apenas da sus primeros pasos, y a medida que se aleja crece un silencio muy incómodo entre Román y yo. Después de semejante espectáculo, ninguno de los dos sabe cómo retomar la conversación.
—Bueno —digo finalmente—, no te atraso más.
—Descuida, discúlpalos a él. Trabajo con puros idiotas —me responde.
—Para nada, es muy divertido todo —le digo, y la verdad es que no miento; es la dosis de humor que necesito antes de encaminarme hacia la casa de mis amigos.
—De igual forma, disculpa —me dice en tono cortante, y noto que de verdad está muy molesto con su compañero. Pobre chico, de seguro cree que realmente podía conseguir algo conmigo.
—Hasta luego, Román, se me hace tarde.
—Al menos dime tu nombre.
—Allison —le digo mientras le sonrío y comienzo a caminar hacia la torre de apartamentos que está justo frente al parque, donde viven mis amigos. De pronto, el ruido de un claxon corta el aire desde la calle, y miro mi reloj: ya casi son las siete. El tiempo se me escapa, y aunque la escena con Román tiene un sabor que me tienta a quedarme, la idea de llegar tarde a casa de mis amigos —con sus charlas intensas y esa energía caótica que siempre me arrastra— pesa más. Le hago un pequeño gesto con la mano, casi un adiós juguetón, y apuro el paso, sintiendo sus ojos todavía clavados en mi espalda.