Bajo la cama: Confesiones de un testigo oculto

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T. Lectura: 10 min.

Lo que les voy a relatar a continuación me ocurrió precisamente porque soy una persona sencilla, tranquila y, sobre todo, porque no soy celoso.

Para comenzar, me llamo Matías, tengo 23 años y estoy en una relación con Agustina, quien tiene 22 años. Ella es una chica delgada, de cabello largo y oscuro, con una estatura que supera ligeramente el 1,60 metros (yo mido 1,66). Agustina tiene senos pequeños y una figura atractiva, con una cola que sin duda llama la atención.

Hace aproximadamente un año, decidimos irnos a vivir juntos a un departamento. Yo tengo un buen empleo, mientras que Agustina está estudiando en la universidad. En este edificio, teníamos como vecino a un hombre de unos 37 años, quien vivía solo. Era un tipo atractivo, de estatura media, con un rostro bien definido y una sonrisa que transmitía confianza. Tenía el cabello oscuro, ligeramente despeinado, y una mirada intensa que resultaba intrigante. Su físico era atlético, como si se cuidara, y siempre vestía con un estilo casual pero elegante. Aunque era mayor que nosotros, su carisma y su actitud relajada lo hacían parecer más joven de lo que era.

La cuestión es que, con el tiempo, entablamos cierta relación de amistad con este hombre. Con el paso de las semanas y los meses, esta relación fue fortaleciéndose hasta el punto en que él se convirtió en uno más de nosotros. Éramos como un trío, compartiendo momentos y experiencias que nos unían cada vez más.

¿Qué quiero decir con esto? Bueno, básicamente, él se enamoró de mi novia y, aunque podría parecer extraño, decidió confesármelo. ¿Por qué a mí? Porque nuestra amistad había trascendido lo superficial; yo era más que un simple amigo para él. Le transmitía una sensación de tranquilidad y confianza, como si supiera que no me lo tomaría a mal. Y, efectivamente, así fue. No me molestó ni me generó resentimiento. Al contrario, lo entendí como algo natural, incluso curioso, y decidí manejarlo con calma y apertura.

Entonces, él comenzó a confesarme que encontraba a mi novia muy bonita y que, en el fondo, sentía que ella también podría tener algún tipo de atracción o sentimientos hacia él. Me explicó que quería comprobarlo, pero para eso necesitaba estar a solas con ella en algún momento. Me lo pidió con sinceridad, casi como si buscara mi aprobación o mi bendición. Y yo, con toda la tranquilidad y seguridad que me caracterizan, le dije que sí. Le di mi permiso para que intentara descubrir si lo que sentía era correspondido. No lo hice por indiferencia, sino porque confiaba en él, en ella y en la relación que teníamos. Además, me pareció una situación interesante, incluso intrigante, y quise ver cómo se desarrollaría.

Una noche, él ideó un plan para estar a solas con Agustina. Le pidió que lo ayudara a preparar una cena, argumentando que tenía una cita con otra mujer y quería que todo saliera perfecto. Sin embargo, eso era mentira; solo era una excusa para pasar tiempo con ella. Agustina, sin sospechar nada, accedió y lo acompañó a su departamento. Media hora después, ella regresó a nuestro apartamento, pero algo en su actitud había cambiado.

Se notaba distinta, como si algo hubiera pasado entre ellos. Su mirada era más baja, sus movimientos más lentos, y había una especie de tensión en el aire, como si cargara con un secreto que no estaba dispuesta a compartir en ese momento. Era evidente que la experiencia la había afectado de alguna manera, aunque no sabía exactamente cómo ni por qué.

Al notar que Agustina había regresado con una actitud diferente, sentí curiosidad por saber qué había pasado. Me metí en la habitación que comparto con ella, tomé mi celular y comencé a mensajearme con mi vecino. Él me contó que, durante el tiempo que estuvieron juntos, Agustina parecía estar un poco celosa. Le preguntaba constantemente sobre la mujer con la que supuestamente iba a tener una cita, como si le importara más de lo que debería. Esto le hizo pensar que ella también sentía algo por él, algo que iba más allá de la simple amistad. Fue entonces cuando decidió actuar en consecuencia, guiado por esa intuición.

Me relató que, en un momento dado, mientras Agustina cocinaba algo en la cocina, él se acercó sigilosamente por detrás y la agarró suavemente de la cintura. Luego, sin darle tiempo a reaccionar, comenzó a darle besos en la mejilla y en el cuello, susurrándole al oído lo buena que estaba. Fue un gesto audaz, pero según él, ella no se resistió. Al contrario, parecía responder de manera tímida pero receptiva, como si algo en ella también estuviera despertando.

Pero eso no fue todo. Él, aprovechando que mi novia llevaba una remera ajustada y no usaba sostén —algo común en ella debido a que tiene senos pequeños—, decidió ir un paso más allá. Mientras la besaba por el cuello, con una mezcla de audacia y cautela, deslizó sus manos por debajo de la remera. Sus dedos encontraron su piel suave y, sin vacilar, comenzó a acariciarle los senos, explorándolos con delicadeza al principio, pero luego con más firmeza, llegando incluso a pellizcarle los pezones.

En ese momento, algo inesperado sucedió: Agustina, en lugar de detenerlo, llevó sus propias manos por debajo de la remera y agarró las de él. No para apartarlo, sino como si estuviera guiándolo o permitiéndole continuar. Fue un gesto que dejó en claro que, aunque quizás sorprendida al principio, ella estaba aceptando lo que estaba ocurriendo. Su respiración se agitó levemente, y aunque no dijo nada, sus acciones hablaban por sí solas. Era como si, en ese instante, ambos estuvieran explorando algo nuevo, algo que iba más allá de los límites que habíamos establecido antes.

Luego, él la giró suavemente hacia él, colocando sus manos firmemente sobre la curva de su cola, como si quisiera sentirla completamente cerca. Durante unos segundos que parecieron eternos, se miraron fijamente a los ojos, como si estuvieran midiendo el peso de lo que estaba a punto de suceder. Había una tensión palpable en el aire, una mezcla de deseo y curiosidad que los envolvía. Finalmente, sin mediar palabras, sus labios se encontraron en un beso apasionado, intenso y cargado de emociones. No fue un beso tímido o exploratorio, sino uno que dejaba claro que ambos estaban entregándose a ese momento, como si hubieran cruzado un límite juntos y ya no hubiera vuelta atrás.

Todo lo que ocurrió, cada detalle que él me contó, fue suficiente para excitarme al punto de que mi pene se pusiera completamente erecto. Fue una reacción física inmediata, pero también emocional. Sentí algo nuevo, algo que nunca antes había experimentado, y me sorprendió lo mucho que me gustó. Era como si una mezcla de curiosidad, morbo y placer se hubiera apoderado de mí.

A medida que leía cada palabra, una especie de electricidad gratificante comenzó a recorrer todo mi cuerpo, desde la nuca hasta la punta de los dedos. Era una sensación intensa, casi fascinante, como si las palabras mismas tuvieran el poder de despertar en mí algo que no sabía que existía. No solo me excitaba físicamente, sino que también me hacía sentir vivo, conectado con una parte de mí que hasta entonces había permanecido oculta. Era como si, a través de esa historia, estuviera descubriendo un nuevo lado de mi sexualidad, uno que me resultaba tan intrigante como placentero.

En los días siguientes, ellos siguieron viéndose, y él me contaba todo lo que hacían. Cada detalle, cada gesto, cada momento de complicidad entre ellos, me lo describía con una precisión que me resultaba irresistible. Aunque sus relatos me excitaban muchísimo, llegó un punto en que necesitaba comprobarlo por mí mismo. No porque dudara de su palabra, sino porque quería sentir esa misma emoción, esa misma intensidad, de primera mano.

Quería ser testigo de lo que ocurría entre ellos, no solo a través de sus palabras, sino con mis propios ojos. Era como si necesitara confirmar que todo aquello era real, que no era solo una fantasía contada, sino algo tangible que podía experimentar y sentir en carne propia.

Fue entonces que, un día, decidí llevar las cosas un paso más allá. Le dije a él que se la llevara a comprar algo, y que cuando regresaran, intentara cogérsela en nuestra cama. Le expliqué que yo estaría debajo de la cama, escondido, escuchando todo lo que ocurriera. Quería ser testigo de su intimidad, sentir la tensión y la pasión de ese momento desde un lugar oculto, pero cercano.

Para asegurarme de que todo saliera según lo planeado, antes de que regresaran, le envié un mensaje a Agustina diciéndole que había tenido que ir al trabajo por una emergencia. Era una excusa perfecta para justificar mi ausencia y, al mismo tiempo, para que ellos se sintieran más libres de actuar sin preocupaciones. Sabía que, si todo salía como esperaba, sería una experiencia única, algo que me permitiría vivir esa fantasía de una manera que nunca antes había imaginado.

Recuerdo que, cuando escuché la puerta de nuestro departamento abrirse, una emoción intensa e indescriptible recorrió todo mi cuerpo, como una corriente eléctrica que me hizo estremecer de pies a cabeza. Era una mezcla de nerviosismo, anticipación y excitación, como si supiera que estaba a punto de presenciar algo que cambiaría por completo mi percepción de las cosas.

Luego, escuché sus voces. Hablaban en tono bajo, casi susurrando, como si compartieran un secreto. Los pasos se acercaban lentamente hacia la habitación, hacia mi posición escondida bajo la cama. Cada paso resonaba en mi mente, aumentando la tensión y la expectativa. Sentía cómo mi corazón latía con fuerza, como si quisiera salirse del pecho, y mi respiración se volvió más rápida y superficial. Estaba completamente inmerso en ese momento, esperando con una mezcla de ansiedad y placer lo que estaba por ocurrir.

Ellos ingresaron a la habitación y, desde mi escondite debajo de la cama, pude ver sus pies moverse hacia el lado izquierdo, justo donde yo estaba. Primero, comenzaron a besarse. Los sonidos de sus labios encontrándose, los suspiros entrecortados y los murmullos apagados llenaron la habitación, creando una atmósfera cargada de deseo.

Luego, poco a poco, empezaron a quitarse la ropa. Vi cómo las prendas caían al suelo cerca de mí, aunque no me detuve a distinguir qué era cada una. Lo importante era la sensación de que estaban derribando barreras, acercándose más el uno al otro. La combinación de lo que veía y lo que escuchaba —los besos, la ropa cayendo, sus pies moviéndose con nerviosismo— me hacía sentir como si estuviera en el centro de algo intenso y prohibido, algo que me excitaba y me mantenía completamente atento.

De repente, vi cómo ella se arrodilló frente a él, apoyando sus rodillas en el suelo. Desde mi posición, no podía ver exactamente lo que ocurría, pero noté que sus manos se agarraban a sus piernas, como si estuviera buscando estabilidad o acercándose más a él. Fue entonces cuando escuché el sonido inconfundible: un “glup glup glup” rítmico y húmedo, el mismo que hacen las mujeres cuando chupan.

Ese sonido me dejó claro lo que estaba pasando: ella le estaba chupando el pene. La imagen mental que mi mente creó a partir de esos sonidos era tan vívida que casi podía verla, inclinada sobre él, entregada por completo a ese acto íntimo. Cada “glup” resonaba en la habitación, acompañado de sus suspiros entrecortados y los gemidos bajos de él, que delataban lo mucho que lo estaba disfrutando. Aunque no podía verlos directamente, los sonidos y la tensión en el aire me hacían sentir como si estuviera justo ahí, viviendo cada segundo de esa experiencia.

En un instante, su voz rompió el silencio de la habitación. Era él, el hombre que estaba disfrutando de una felación por parte de mi dulce y hermosa novia. Su tono era bajo pero cargado de placer, y sus palabras resonaron con claridad: “¡Qué rico que me la chupas!”.

Esa frase, tan directa y llena de satisfacción, dejó en claro lo mucho que estaba disfrutando del momento. No era solo el tono de su voz, sino también la manera en que las palabras salieron de su boca, como si no pudiera contener la emoción que sentía. Para mí, escuchar eso fue una mezcla de excitación y curiosidad. Saber que mi novia, esa chica dulce y hermosa que conocía tan bien, estaba provocando esa reacción en otro hombre, despertaba en mí una sensación intensa y contradictoria. Por un lado, me excitaba; por otro, me hacía reflexionar sobre lo que significaba todo aquello.

El sonido de su voz, combinado con los gemidos bajos de Agustina y el ritmo constante de lo que estaba ocurriendo, creaba una atmósfera cargada de deseo y complicidad. Era como si, en ese momento, todos estuviéramos conectados de alguna manera, cada uno experimentando el placer a su propia manera.

La felación que mi novia le estaba dando continuó, y en un momento, comencé a escuchar sonidos que indicaban que ella se estaba atragantando levemente. Eran pequeños ahogos entrecortados, mezclados con gemidos y el ritmo constante de lo que estaba ocurriendo. La curiosidad me pudo, así que me asomé con cuidado por debajo de la cama para ver qué estaba pasando.

Lo que vi me dejó sin aliento: él tenía sus dos manos firmemente apoyadas sobre la cabeza de ella, como si la estuviera guiando o controlando el ritmo. Agustina, por su parte, tenía todo su pene metido en la boca, entregada por completo a ese acto. Él, con los ojos cerrados y la cabeza ligeramente inclinada hacia atrás, parecía estar mirando al techo, completamente absorto en el placer que estaba sintiendo. Su expresión era una mezcla de éxtasis y concentración, como si cada movimiento de ella lo llevara más y más lejos.

Ver esa escena desde mi escondite fue abrumador. Por un lado, sentí una excitación intensa al presenciar algo tan íntimo y prohibido; por otro, me invadió una sensación de asombro al ver a mi novia, tan dulce y hermosa, entregada de esa manera a otro hombre. Era como si, en ese momento, estuviera viendo una parte de ella que nunca antes había conocido, algo que despertaba en mí una mezcla de emociones contradictorias pero fascinantes.

Finalmente, ellos se subieron a la cama, y desde mi posición escondido debajo de ella, solo podía escuchar el sonido de sus besos apasionados. Los labios se encontraban con urgencia, y los suspiros entrecortados de ambos llenaban la habitación. Poco después, los gemidos de Agustina comenzaron a escucharse, suaves al principio, pero cada vez más intensos. Sin embargo, noté algo peculiar: la cama no se movía. Eso me hizo pensar que él debía estar haciéndole algo que no requería movimiento, algo que la hacía gemir de placer sin necesidad de más.

Fue entonces cuando lo supe: él le estaba chupando la concha. Mi suposición se confirmó cuando, de repente, sus gemidos se hicieron más profundos y guturales, y empecé a escuchar el sonido húmedo y rítmico de su lengua explorándola. Era un sonido inconfundible, acompañado de los suspiros cada vez más intensos de ella, que delataban lo mucho que lo estaba disfrutando.

Escuchar todo eso desde mi escondite fue una experiencia que me dejó en un estado de tensión y fascinación. Por un lado, sentí una excitación intensa al imaginar la escena; por otro, me invadió una curiosidad insaciable por saber hasta dónde llegarían. Era como si, en ese momento, estuviera siendo testigo de algo que desafiaba todo lo que conocía sobre mi novia, algo que me hacía replantearme lo que significaba el deseo y la intimidad.

Luego, la cama, esa misma que comparto con Agustina, comenzó a moverse con un ritmo constante y enérgico, avanzando y retrocediendo hasta golpear el respaldo contra la pared. Cada golpe resonaba en la habitación, acompañado de un sonido metálico o de madera que se repetía una y otra vez, marcando el ritmo de lo que estaba ocurriendo.

En ese momento, los gemidos de Agustina se intensificaron. Eran sonidos profundos y guturales, como “ahhh, ahh, ahhh”, que salían de su boca con una fuerza que delataba el placer que estaba sintiendo. No había duda: él la estaba penetrando. Cada gemido parecía sincronizarse con el movimiento de la cama, creando una especie de música cargada de deseo y entrega.

Mi novia estaba disfrutando cada segundo de lo que estaba ocurriendo, y no dudó en hacérselo saber con sus palabras. Con una voz que parecía diferente, más sensual y entregada, repitió las mismas palabras que él había usado antes: “¡Qué rico!”. Su tono era más suave pero igual de intenso, como si estuviera completamente inmersa en el placer que él le estaba provocando. Era como si esa voz no perteneciera a la Agustina que yo conocía, sino a una versión más audaz y desinhibida de ella.

Él, sin perder el ritmo, le preguntó con una mezcla de curiosidad y satisfacción: “¿Te gusta?”. Y ella, sin vacilar, le respondió con un “sí” claro y sincero, casi como si estuviera afirmando algo que iba más allá de lo físico. Esa respuesta, tan directa y cargada de emoción, dejó en claro lo mucho que estaba disfrutando del momento.

Luego, él le pidió que se pusiera en cuatro patas sobre la cama, y ella, sin dudarlo, obedeció. Inmediatamente, el sonido de la cama moviéndose se intensificó, volviéndose más rápido y enérgico, como si el ritmo hubiera cambiado por completo. Cada golpe contra el respaldo de la cama resonaba con más fuerza, acompañado de los gemidos de Agustina, que ahora eran más profundos y urgentes.

Minutos después, con una voz que sonaba diferente, más audaz y llena de deseo, ella le dijo: “Más fuerte, papi”. Esas palabras, cargadas de una intensidad que nunca antes le había escuchado, hicieron que él acelerara aún más, siguiendo sus instrucciones al pie de la letra. Entre jadeos, él le preguntó: “¿Así está bien?”, y ella, con la voz entrecortada y casi sin aliento, le respondió: “Sí”.

La faena sexual entre ellos continuó un rato más, llena de gemidos, movimientos enérgicos y un ritmo que parecía no detenerse. Sin embargo, todo llegó a su clímax cuando él le pidió que se bajara de la cama, diciéndole que iba a acabar. Ella, obediente y entregada, se arrodilló nuevamente frente a él, en una posición que parecía natural después de todo lo que habían compartido.

Él, con desesperación, comenzó a masturbarse frente a ella, mirándola fijamente mientras lo hacía. Su respiración era agitada, y sus gemidos, cada vez más fuertes, delataban lo cerca que estaba del orgasmo. En un momento de tensión, le preguntó: “¿Dónde quieres que te lo dé?”. Ella, con una voz suave pero decidida, respondió: “En las tetas”.

Fue entonces cuando él, con unos gemidos profundos y guturales, llegó al clímax y eyaculó sobre sus senos. El sonido de su respiración agitada y las últimas palabras entrecortadas de ambos marcaron el final de ese momento íntimo.

Ver esa escena final desde mi escondite fue una experiencia que me dejó con una mezcla de emociones intensas. Por un lado, sentí una excitación abrumadora al presenciar algo tan íntimo y prohibido; por otro, me invadió una sensación de asombro al ver a mi novia, tan dulce y hermosa, recibiendo de esa manera a otro hombre.

Era como si, en ese momento, estuviera viendo una faceta de ella que nunca antes había conocido, algo que despertaba en mí una curiosidad insaciable y una fascinación que no podía ignorar. La imagen de él acabando sobre sus senos, mientras ella permanecía arrodillada, se quedó grabada en mi mente, creando una mezcla de placer y conflicto que no sabía cómo procesar.

Después de todo lo ocurrido, ellos se limpiaron y se vistieron de nuevo, como si estuvieran volviendo a la normalidad después de un momento tan intenso. La habitación, que minutos antes había estado llena de sonidos y movimientos apasionados, ahora estaba en silencio, solo interrumpido por sus murmullos y suspiros relajados.

Luego, tal como lo habíamos acordado, él la llevó a ”su” departamento, el de él, para que yo pudiera salir de debajo de la cama sin ser visto. Escuché cómo la puerta se cerraba tras ellos, y supe que era mi momento. Con cuidado, me deslicé de debajo de la cama, sintiendo cómo mis músculos se relajaban después de tanto tiempo en esa posición incómoda. Me aseguré de que todo estuviera en su lugar, como si nunca hubiera estado allí, y salí del departamento en silencio.

Al caminar por el pasillo del edificio, sentí una mezcla de emociones que no podía ignorar. Por un lado, estaba la excitación y la curiosidad que había experimentado al presenciar todo aquello; por otro, una sensación de asombro al darme cuenta de que mi novia había compartido algo tan íntimo con otro hombre. Era como si, en ese momento, estuviera procesando algo que iba más allá de lo físico, algo que desafiaba todo lo que creía saber sobre nuestra relación y sobre ella.

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