Parece que la actitud dócil de Minerva durante la prueba anterior animó a los chicos a proponer más juegos. El gordo propuso jugar a pillar la pelota, la de baloncesto. Consistía en que el que se dejara quitar la pelota tenía que intentar recuperarla mientras los demás se la pasaban entre ellos. El juego empezó conforme a las reglas; pero, tras unas rondas, las reglas del juego degeneraron, y cuando era ella quien tenía la pelota, todos se la querían quitar. ¡Fue una carnicería! En el furor de las luchas cuerpo a cuerpo, buscando la escurridiza pelota, el cuerpo de Minerva fue acariciado con derroche por los otros jugadores.
Con frecuencia, parecía el jamón de un sándwich, con un jugador inmovilizándola por la retaguardia y otro intentando quitarle la pelota por el frente; así, los chicos le pegaban sus pelvis al culo y pubis, mientras ella reía y mantenía la pelota elevada por encima de su cabeza; o si la escondía entre sus muslos, el chico frente a ella se sumergía y metía las manos entre sus piernas, y ella se limitaba a reír divertida al ver la ineficiencia de los chicos en lograr arrancársela.
A través del agua cristalina, Nicolau se percató de que no hubo centímetro del cuerpo de Minerva que quedara sin ser amasado, no importaba si eran sus muslos, abdomen o espalda, como si eran las tetas, el culo o el pubis; y ella actuó con permisividad a estos manoseos, como si le pareciera que esto era natural en un juego de contacto como ese.
Y es que debía de ser difícil, pensó Nicolau en un principio, porque incluso Minerva, cuando tenía que recuperar la resbaladiza pelota, también terminaba deslizando inevitablemente sus manos por las zonas íntimas de los chicos, especialmente cuando se sumergía intentar infructuosamente recuperarla de entre sus piernas. Eso sí, todos intentaban que el chico negro no se percatara de los manoseos, pues hacía mala cara cada vez que veía alguna mano que no fuera la suya cerca de las zonas íntimas de Minerva.
Cuando lo tenían más fácil para tocar a Minerva era cuando el negro se apoderaba de la pelota. Entonces, Minerva se le subía a la espalda a horcajadas, y desde allí intentaba quitarle la pelota que el negro aprisionaba contra sus pectorales. Entonces, el culo quedaba de cara a los otros dos chicos. El primero que aprovechó fue el gordo, quien se puso a magrearlo a dos manos, y como ella no dijo nada, el flaco lo apartó de un empujón de cuerpo, quien no tuvo más remedio que ir por delante a disimular que le ayudaba a Minerva a recuperar la pelota.
El flaco le deslizó el hilo del tanga a un lado y se puso a tocarle la vulva, y como ella siguió divirtiéndose, forcejeando con el negro como si nada pasara en su retaguardia, le metió dos dedos dentro de la vagina y empezó a follársela. Se los había metido y sacado una docena de veces, cuando ella se bajó de la espalda del negro, con sus mejillas encendidas, y el manoseo terminó. Sin embargo, unos minutos después, cuando el negro volvió a coger la pelota, nuevamente ella se subió a horcajadas a su espalda, y de nuevo el gordo se apoderó del culo de Minerva, pero otra vez el flaco lo empujó a un lado y el gordo se apartó con gesto enojado y, tras hacerle un gesto fálico con el dedo, se fue hacia delante.
El flaco le apartó el tanga y nuevamente se puso a follarle la vagina con dos dedos, y en esta ocasión, Nicolau pudo notar cómo ella puso el culo en pompa, como si pretendiera facilitarle al flaco que le enterrara los dedos más profundo. Nicolau, excitado con el espectáculo que ocurría furtivamente a espaldas del rudo hombre negro, lamentó cuando, no más de un minuto después, el rabioso chico gordo sacó fuerzas de donde no las tenía y logró arrancarle la pelota al negro, haciendo que todo terminara intempestivamente.
Minerva se vio obligada a bajar rápidamente de la espalda del negro, aún con el tanga corrido a un lado, y tuvo que volverla a su sitio debajo del agua. Tras esto, se escabulló del medio de los tres universitarios. Sus mejillas se habían pintado de carmesí y parecía faltarle el aire. Les dijo que se hacía tarde, y se dirigió a la orilla de la balsa. Los chicos se quedaron mirándola.
La imagen trasera del cuerpo de Minerva Magnusson fue emergiendo lentamente del agua. Su contorno parecía la silueta alargada de una guitarra. Al caminar entre las piedras, las torneadas piernas se cruzaban una delante de la otra, intentando no perder el equilibrio. Sobre la piel se deslizaban, siguiendo las curvas de su cuerpo, abundantes perlas cristalinas que no alcanzaban el suelo, pues se evaporaban en el camino, formando una nube de vapor que la envolvía y la hacía misteriosa y celestial.
Cuando llegó a la piedra donde tenían sus cosas, permaneció de espaldas mientras se servía una copa. Nadie parpadeó durante ese tiempo sublime. Luego se giró hacia ellos.
—Si no salís del agua, os congelaréis.
Entonces, todos pudieron verle con claridad las tetas y la vagina. El agua había vuelto a su fina y blanca lencería de algodón completamente transparente, revelando unos pezones y areolas sonrosadas, y unos labios vaginales apretujados tras la tela invisible. La imagen era exquisitamente impúdica y hacía imposible para Nicolau no desear que esos chicos terminaran de quitarle esas inútiles prendas de vestir, y se sintió bendecido por ver a esa popular chica prácticamente desnuda.
Como si no hubiera caído en cuenta en la de facto desnudez en que se hallaba, o como si no le importara, Minerva empinó el codo, bebió un trago largo y se quedó esperándolos, con sus pecaminosas piernas entreabiertas, la copa sostenida a un lado del hombro y sus labios ligeramente separados, dejando entrever a sus juveniles incisivos. Esta actitud hizo pensar a Nicolau que era del agrado de ella ver a esos tres hombres con sus penes erectos, caminando hacia ella, como yendo por un caramelo.
En cuanto el negro la alcanzó, le arrebató la copa que tenía en la mano, de un trago se la tomó y los restos al río arrojó. Un beso pasional le ofreció y ella se lo recibió.
Mientras le comía la boca, la atrajo por la cintura hasta juntar y frotar sus pubis, y luego dejó caer sus manos hasta los glúteos y se los magreó a gusto, asiéndola suspirar. Un par de minutos después, cuando intentó bajarle el tanga y meterle la mano por delante, ella se despegó de él y le recordó con un carraspeo que los otros chicos estaban presentes.
—Déjalos que miren.
—¡Noo! —dijo ella con una risilla tonta—. Me daría mucho corte.
Él insistía.
Ella miró más allá de la orilla del río, hacia un grueso árbol de haya.
—Vamos tras ese árbol —propuso ella.
—¿Y dejar a mis amigos solos? Noo. Anda, déjalos mirar. Los pobres llevan babeando por ti toda la tarde.
Ella tiró de la mano del negro, alejándolo un poco de los otros universitarios, muy cerca de donde estaba Nicolau Prats, y le susurró:
—Miguel, ¿cómo me pides eso? Es de locos.
—¿Qué tiene de malo? Has dejado que te miren semidesnuda toda la tarde, ¿y ahora te haces la estrecha? ¡No me jodas! —dijo en tono impaciente.
—No es eso, Miguel. Simplemente, me da corte follar contigo delante de ellos. Nunca he hecho algo así. Además, me da miedo que ellos quieran… hacer lo mismo, y… yo solo quiero estar contigo.
—No te van a tocar. Se los dejaré claro y me aseguraré de que así sea. Yo tampoco quiero que lo hagan. Hoy, ¡tú eres mía! Es solo que me gustaría que nos miraran. A mí eso me pone cachondo —le dijo susurrándole al oído mientras le acariciaba la vulva —. ¿A ti no?
La respuesta de la chica no llegó hasta una larga pausa, durante la cual él no dejó de darle besos en el cuello y tocarle la vagina.
—Vale…, venga. Lo haré.