Dándoles la espalda, y con las piernas un poco abiertas, Minerva tomó su móvil de la roca donde estaban las mochilas, y se puso a deslizar la pantalla del Spotify.
—D-dicen que el c-culo más bonito de toda la universidad es el t-tuyo.
Minerva giró la cabeza y miró al gordo desde arriba. Pareció percatarse de que los dos chicos, que estaban medio tumbados en el suelo, tenían un ángulo de visión que les permitía verle los glúteos bajo las ondas de la minifalda. Sin cambiar de posición, volvió su atención al Spotify de su móvil y les contestó:
—¡No podéis decir tal cosa! ¿O… acaso nos habéis visto el culo a todas?
—A casi todas —contestó el flaco—. Durante las olimpiadas de natación del curso pasado, los chicos de la facultad votamos por el culo más bonito. Tú ganaste.
Minerva se decidió por la canción Vagabundo, de Yatra, y se giró de nuevo frente a ellos con las dos manos en la cintura en actitud de superioridad.
—¿A eso vais a las piscinas de la U, a vernos el culo a las chicas?
—Un poco sí.
Todos rieron.
—¡Debería daros vergüenza! Apuesto que os hacéis pajas pensando en esas pobres chicas —dijo ella haciendo un mohín de asco.
—Yo siempre me hago una paja pensando en ti —le contestó el flaco apretándose el pene por encima del vaquero—. Es que estás para reventarte.
—Aquí todos nos hacemos pajas pensando en ti —dijo el negro.
—¡Madre mía, no puedo con vosotros! ¿Todos los chicos de ingeniería sois tan… salidos?
—Sí. T-tenemos unas fotos de ti d-desnuda que un compañero se mo-montó con Photoshop.
Minerva puso un tono divertido en su cara.
—Enséñamelas —dijo mientras se sentaba de nuevo al lado del negro.
El gordo se las enseñó en su móvil y ella se descojonó de risa.
—¡Pero, por favor! ¡Qué Photoshop tan malo! ¡Han puesto mi rostro en el cuerpo desnudo de una chica con un culo gordo y flácido!
—¿No lo tienes así? —le dijo el negro.
Minerva le dio un codazo divertido.
—¿Serás capullo? ¡Por supuesto que no!
—No lo sé —dijo el negro encogiéndose de hombros—. Es que nunca te he visto el culo. No estuve en tus olimpiadas. Estaba en las mías. ¿Qué tal si nos lo enseñas?
—¿Qué dices? Dijo ella con una risilla, como si el negro hubiera dicho algo muy gracioso.
—Que nos enseñes tu culo.
—¡Nooo!, ja, ja, ja, ¿cómo se te ocurre?
—Venga, solo es ponerte de pie y levantarte la falda por atrás.
—¡Ni de coña, Miguel!
—Estos dos babosos te han visto el culo y yo no.
—Me lo han visto en bañador, no en tanga.
—Pero un tanga es como un bikini. ¿No vas a la playa en bikini?
—Sí que voy.
—Pues es lo mismo, pero con más gente, y desconocida. Aquí solo somos tres amigos. Venga…, que no paro de imaginarme tu culo en tanga.
—No, que me da corte.
—¿Al final eres de esas chicas estrechas?
—No soy estrecha, Miguel, pero os conozco hace poco. Me da corte que me veáis el culo.
El negro bostezó.
—Vale, vale. No insisto más —dijo en tono decepcionado, tras lo cual hubo un silencio incómodo que duró media canción. Se rompió cuando el negro se puso de pie. —Vámonos, chicos; ya me harté.
Minerva y los otros dos chicos se miraron arqueando sus cejas. El flaco y el gordo se pusieron de pie sin mucho ánimo.
—¡Venga, tío! No nos caguemos la tarde —dijo el flaco.
—N-no te rayes. La estamos p-pasando bien.
—¡Tú que te conformas con hacerte pajas viendo porno! —El negro arrojó con fuerza la copa al agua, tomó su mochila y pelota de baloncesto y se giró en redondo para marcharse.
—¡Espera! —le dijo Minerva, tomando con su delicada mano la manaza del negro—. ¿Qué te pasa conmigo?
—Que pensaba que eras buen royera, pero está claro que no lo eres.
—No te enojes por eso —le dijo ella con su voz eternamente grave y susurrada—. Está bien.
—¿Está bien… qué?
—Que tenéis razón. Es una tontada. En la playa todo el mundo le ve el culo a una y no pasa nada. Así que… Os lo enseñaré, ¿vale?
Los universitarios se miraron con alegría y se acomodaron en el suelo de nuevo, tumbados de medio lado. Minerva engulló de un trago lo que le quedaba en la copa, seguramente para envalentonarse, tras lo cual se puso de pie, se giró de espaldas y, con la cabeza vuelta hacia ellos, se levantó la falda hasta la cintura. Los tres chicos tragaron saliva con dificultad.
—Entonces, ¿os parece que mi culo es gordo y flácido como el del Photoshop? —Su voz había vuelto a sonar achispada y divertida.
Al desnudo se podían apreciar dos glúteos redondeados, de piel tersa y aspecto firme, como si hiciera deporte. La parte trasera del tanga consistía en un triángulo de fino algodón blanco, de la que se desprendían dos hilos elásticos hacia la cintura y otro que se ocultaba entre las dos nalgas.
—¡Puf! ¡La madre que te parió, Minerva! Tienes un culazo de narices.
—¡Búa! Si ese culito fuera mío, no pasaría hambre.
—Les dije que era el mejor c-culo de la u-universidad.
A pesar de haberse negado en un principio a ser escudriñada con carácter sexual por esos chicos, a Nicolau Prats le dio la sensación de que, en realidad, esa chica se sentía a gusto siendo el único centro de atención de tres varones en un paraje tan íntimo, donde los frondosos árboles, abrazados por sus ramas, rodeando la balsa de agua, garantizaban que lo allí ocurriera, allí se quedaría.
De repente, el negro estiró su brazo y le dio una palmada en el culo. Ella dio un respingo.
—¡Auch! ¡Miguel! —se quejó, haciendo un mohín mientras miraba con detalle la mano escarlata que se iba dibujando en su glúteo izquierdo—. Me has dejado el culo rojo.
—Joder, guapa; es que tienes un culo que dan ganas de castigarlo —contestó asestándole otra palmada aún más sonora en el otro glúteo.
—¡Oye! Que me estoy portando bien. No hace falta que me lo castigues.
Una marca escarlata, aún más intensa que la anterior, se dibujó en el otro glúteo.
Nicolau Prats flipaba con el hecho de que la chica se tomara lo de las hostias en el culo con tanto jolgorio. Estaba excitado viendo cómo ese rudo chico negro trataba a esa delicada chica blanca con dureza, y la docilidad con la que ella le correspondía. Envidió tener ese tipo de personalidad tan dominante y segura de sí mismo.
—Inclínate hacia delante —le ordenó el negro.
Ella, sin rechistar, apoyó sus manos en la roca a media altura en la que estaban sus cosas, puso el culo en pompa y volvió de nuevo la cabeza hacia ellos.
—¿Así está bien?
—¡Genial, tía!
—¡Puf! Me muero, tía. ¡Qué buenas estas!
—Enséñanos el hilo del tanga que va entre la raja del culo.
—¡Nooo! ¡Qué vergüenza! —dijo con una risilla absurda.
—Anda. No lo c-contaremos a n-nadie.
—Venga, di que sí.
Minerva pareció verles el anhelo en la manera en que se acariciaban el bulto que había crecido entre sus pantalones.
—¿Seguro que no decís nada a nadie?
Todos prometieron que no lo contarían.
Minerva puso una mano abierta en cada glúteo, y los separó, permitiendo que vieran el hilo elástico que discurría a lo largo de la raja del culo. Era tan delgado que no cubría por completo su lampiño ano, permitiendo distinguir las delicadas estrías que rodeaban el sonrosado orificio.
Mantuvo esa posición varios segundos, escuchando la lluvia de halagos sexuales y guarros a sus atributos traseros:
—¡Búa!, tía. Es el ojete más lindo que he visto en mi puñetera vida.
—Dan g-ganas de ch-chuparlo.
—Yo te daría por el culo toda la noche, guapa.
—¡Con ese culo, te invito hasta a cagar a mi casa!
Minerva los escuchaba con la boca abierta.
—¡Pero bueno! ¿Con esa boca coméis? ¿De dónde sacáis tantas guarradas? —les preguntó.
—Tú nos inspiras, pibón —le dijo el negro—. Bájate el tanga, te vemos el ojete.
—¡Nooo! —dijo ella, dejando caer su falda como un telón tras el fin de un espectáculo y volviéndose hacia ellos—. Creo que ha sido suficiente.