El casamiento

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¡Hola! Me llamo Mey y soy nueva en esto. Para estrenarme, me gustaría comentarles lo que me pasó la última vez que me cogieron, ya que todavía siento el calor sofocante de esa noche.

Era el casamiento de una amiga y la quinta en la que se celebraba ardía bajo el sol de febrero, el aire se mezclaba entre olor a pasto recién cortado, flores silvestres y el aroma de los cuerpos transpirados que bailaban sin parar al ritmo de la cumbia, el cuarteto y el reggaetón.

Yo estaba ahí, con un vestido negro ajustado, unas sandalias del mismo color y aros de perlas en las orejas. Llevaba los anteojos de sol puestos y una coleta en la muñeca, por si decidía atarme el pelo en algún momento.

Me crucé con él casi sin querer, cerca de la barra donde había tragos. Alto, morocho, con una camisa beige, una pulsera que contrastaba con su piel y un reloj elegante en la muñeca izquierda. Tenía una forma cínica de sonreír, como si supiera que todas lo miraban. Y sí, todas lo miraban.

—¿Vos sos Mey, no? —dijo mientras servía un fernet con coca.

—Depende quién pregunte —le contesté sin mirarlo del todo.

—Franco. Amigo del novio.

—Ah… el famoso Franco. Me hablaron de vos.

—¿Y qué te dijeron? ¿Que soy un hijo de puta?

—No, peor… —solté, dándole un trago a mi gin tonic.

Se rio y nos quedamos ahí, hablando boludeces, tirándonos indirectas. Él con ese tono sobrador. Cada vez que me acercaba para hablarle, sentía su perfume mezclado con el calor del cuerpo. Y cada vez que lo miraba, notaba cómo me recorría con la vista, sin disimulo.

Después vino el baile. Entre risas, tragos y pasos improvisados, terminamos rozándonos más de lo debido. Su mano en mi cintura, mi boca demasiado cerca de su cuello. El ambiente estaba muy cargado.

Ya cerca de las ocho de la noche, la fiesta seguía vibrando en otro sector de la quinta. Nosotros, sin decir nada, fuimos hacia su auto, estacionado bajo un árbol que más temprano había dado sombra. El lugar era oscuro, apartado, como si el resto del mundo se hubiese disuelto.

Nos metimos en la parte de atrás. Ni bien cerró la puerta, sus labios fueron directo a los míos. Nos besamos como si nos estuviéramos comiendo. Diez minutos de manos desesperadas, sus dedos bajando por mi muslo, mi boca jadeando entre caricias cada vez más descaradas.

—Sos hermosa Gise… —dijo de repente, agitado.

Me congelé. Lo miré fijo, con desconcierto.

—¿Gise?

Se frenó, apenas un segundo.

—Nada, me confundí… es… una mina con la que salía. Nada importante.

—¿Una mina con la que salías o salís ahora?

—No exagerés Mey, ¿qué importa?

Me quise bajar del auto y él intentó retenerme aplicando algo de fuerza, pero me fui directo a la pista y me puse a bailar con el primer tipo que se me cruzó. Movía las caderas con una sensualidad que no sabía que tenía. Lo besé pero no era lo mismo. Solo quería que Franco viera. Y claro que lo hizo.

Más tarde, en una charla casual con los novios, pregunté por él con la excusa más estúpida. Y ahí me cayó el baldazo de agua fría.

—¿Franco? Sí, está de novio con Gise, una chica divina… pobre, justo no pudo venir hoy.

Sentí que me tragaba la tierra. Me fui directo al baño privado que usaban los más cercanos a la novia. Me encerré ahí, intentando bajarme la temperatura del cuerpo y de la bronca. Pero no pasó ni un minuto que la puerta se abrió de golpe. Franco entró y me acorraló contra la pared.

—Ya te vengaste, ¿no? —me dijo al oído—. Ahora vamos a mi casa.

—¿Estás en pedo? Ya sé que tenés novia.

—Los únicos labios que deseo ahora son los tuyos —sus dedos se metieron entre mis piernas con una brutalidad certera.

—Franco… —dije entre dientes, intentando disimular mi respiración— no…

Pero mi cuerpo ya le respondía. Me besó fuerte, con deseo. Me perdí en ese momento lleno de tensión. Me decía cosas al oído, me apretaba las tetas, me besaba el cuello.

—Vení a casa —susurró con la voz cargada. Finalmente accedí.

Nos fuimos. El viaje en el auto fue un juego de provocaciones. Su mano en mi muslo, me decía cosas sucias, me prometía un infierno.

Apenas entramos, sentí el contraste. La casa era desordenada, varonil, con un leve aroma a marihuana. Las luces eran tenues, apenas unas lámparas bajas que dejaban sombras difusas en las paredes.

Franco cerró la puerta, se acercó lento, me agarró de la cintura y me besó con desesperación.

—Estás tremenda… —susurró entre jadeos, mientras me empujaba contra la pared.

Sus manos subieron directo a mis tetas, me apretó fuerte, casi con bronca. Yo gemí. Me subió el vestido hasta las caderas y empezó a acariciarme entre las piernas, mientras yo me deshacía en gemidos bajos.

—¿Esto es lo que querías, putita? —me susurró al oído mientras me mordía el lóbulo y jugaba con mis aros.

—Sí —le dije con la voz temblando—. Ay sí, la puta madre, sí.

Me desnudó despacio, como si disfrutara cada segundo. Me hizo arrodillar frente a él, mientras se bajaba el pantalón y me presentaba su pene duro y caliente. Lo miré a los ojos mientras empezaba a lamerlo, lento, provocador. Me agarró del pelo con una mano y me marcaba el ritmo con movimientos suaves. Me hablaba mientras lo hacía, con esa voz ronca y sucia que me volvía loca.

—Así me gusta… tragá, trola. Mirame. Eso, así.

Luego, me levantó bruscamente y me empujó sobre la cama, me abrió las piernas y empezó a lamer mi clítoris de forma feroz. Yo me arqueaba, me agitaba, me mordía los labios para no gritar. Me metía los dedos mientras su lengua me volvía empapaba.

La intensidad me sacó lágrimas. Me mordía, me chupaba, me hacía gritar. Luego me hizo parar y me empujó contra la pared. Me penetró de atrás con fuerza, con una violencia medida.

—Decime que sos mía, decímelo ya.

—Soy tuya… Franco… —jadeé.

Los golpes de su pelvis contra mi culo eran cada vez más intensos, más animales.

Se sacó la camisa. Su torso brillaba de sudor, sus músculos estaban tensos. Yo sentía cada embestida como si me partiera en dos. Él seguía bombeando con fuerza, diciendo cosas sucias.

En un momento, le agarré los brazos y lo empujé sobre la cama. Me subí arriba y empecé a lamerle el pecho, los hombros, el cuello. Hundí mis uñas en su piel y nos fundimos en un beso largo y húmedo.

Me empujó contra la cama y volvió a tomar el control. Me abrió las piernas, me sostuvo de los muslos y se arrodilló frente a mí. Sus dedos volvieron a buscar mi concha y me frotaba mientras me miraba con una sonrisa.

—Estás re mojada, puta de mierda —dijo, y me pellizcó el clítoris con suavidad, apenas para hacerme saltar.

—Callate, hijo de puta —le dije entre jadeos.

Se inclinó sobre mí y empezó a lamerme los pechos. Me lamía los pezones, me los succionaba con fuerza, me los mordía mientras sus dedos seguían acariciándome abajo. Yo gemía descontrolada, me retorcía entre las sábanas.

—Tenés unas tetas hermosas —me susurró al oído—. Me vuelven loco. Podría estar así horas.

Le respondí masajeando su cabeza. Bajó otra vez, su boca volvió a fundirse con mi vagina y yo me arqueé. Me corría por dentro un fuego que no podía explicar.

Después se levantó y me hizo poner de pie. Yo apoyé las manos ahí, sintiendo el frío del revoque en los dedos. Me tomó por la cintura y empezó a rozarme con su verga muy lento, sabiendo que eso me volvía más loca todavía.

—¿Querés que te la meta puta asquerosa —me dijo con la voz caliente en la nuca.

—Por favor —le respondí agitada.

Me penetró con una fuerza que me hizo gemir desde el alma. Me agarró del pelo, me susurraba palabras sucias mientras me embestía sin pausa. Los sonidos de nuestros cuerpos chocando llenaban la habitación.

—Sos una puta hermosa… —me decía al oído mientras yo balbuceaba de placer.

Cambiamos de posición de nuevo. Me acostó con las piernas abiertas. Se metió entre medio de mis muslos y volvió a culearme con fuerza mientras yo lo tomaba del rostro.

—No pares… —le rogué con voz ronca—. No pares, la concha puta de tu madre…

Cuando pensaba que no podía soportar más, sonó mi celular. Me quedé quieta un segundo. Él también. Me giré y miré el nombre en la pantalla. Era Fer. Mi amiga.

Franco me miró fijo, sin frenar el ritmo.

—Atendé —me dijo.

El corazón me latía con fuerza. Pero deslicé el dedo y contesté.

—¿Hola?

—Mey… ¿dónde estás? Te busqué por todos lados —dijo su voz, preocupada.

Yo mordí el labio para no gemir. Franco aprovechó que estaba boca abajo y me metió una embestida profunda, fuerte, que me hizo temblar.

—Estoy… estoy bien, amiga. Me… me fui un rato… necesitaba aire.

—¿Aire? ¿Estás con alguien?

Franco me la metía con más intensidad. Me mordí los labios. No podía evitarlo. Estaba jadeando, gimiendo bajo.

—¿Estás bien? Te noto rara… ¿necesitas algo?

—No, no… estoy bien… en serio. Ahora te escribo —le dije apurada, y corté.

En ese momento, suspiré profundamente.

—Sos una enferma —me susurró Franco y volvió a penetrarme.

Me tenía contra el colchón, me sostuvo con fuerza, como si quisiera fundirme con la cama. Las gotas de sudor le caían por el pecho y me mojaban la espalda.

Me embistió duro de nuevo y me arqueé, me agarré de las sábanas con los puños cerrados. Cada pijazo era un golpe directo al centro del cuerpo. Me estaba haciendo suya con violencia, con una precisión que me dejaba sin aire.

—Sos mía… ¿entendés? Solo mía esta noche —jadeaba.

Yo lo sentía entrar y salir con esa intensidad. Su pelvis chocaba contra mi culo con un sonido húmedo, sucio, que me excitaba más. Me mordía los labios para no gritar tan fuerte, pero era inútil. Estaba al límite.

Me agarró de la nuca con fuerza, me hablaba, me decía cosas sucias mientras me bombeaba sin pausa.

—Te hacías la difícil y sos terrible concha fácil.

—Sí… sí, Franco… —jadeaba, perdida—. Me iba a hacer acabar.

—Trola de mierda, cuando me dijeron que eras una mina fácil, no pensé que tanto… me volvés loco, puta.

De repente me la sacó, me levantó y me empujó al piso sin decir palabra. Sentí la cerámica fría impactar en mis glúteos, me tomó de la mandíbula y me hizo arrodillar.

—Abrí la boca —ordenó, ya fuera de sí.

Obedecí. Lo miré fijo, con la cara sudada y los labios entreabiertos. Me pajeaba en la cara, sus gemidos estaban cada vez más desbordados.

—Tomá puta… tomá putita —repetía, perdiendo el control—. Ay, Mey… te voy a llenar de leche…

Y lo hizo.

El primer chorro me estalló en la cara. Caliente, denso, me mojó los labios, la mejilla, la nariz. El segundo chorro me cayó en mis tetas, bajando lento. Sus gemidos eran roncos, su cuerpo estaba tenso y su mandíbula apretada.

Me pasé los dedos por la boca, lamiéndome lento. Estaba llena de semen, rendida, transpirada. En ese instante, era suya. Solo suya.

Pero entonces… cambió. Se alejó.

Me miró apenas, sin hablar. Encendió un porro y se tiró a la cama como si yo no estuviera ahí. Me quedé en el piso, desnuda, sintiendo cómo el calor del clímax se transformaba en un frío extraño. Pasaron minutos eternos. Me incorporé lentamente, aún confundida. Él seguía ahí, fumando en silencio, sin mirarme siquiera.

Después se levantó sin decir palabra, se metió al baño y cerró la puerta. Escuché el agua caer, el sonido de la ducha, los pasos. Yo seguía desnuda, cubierta de leche, con el cuerpo agitado por el sexo salvaje, pero ya sin la calidez del deseo.

Cuando volvió, se vestía con total indiferencia. Se puso un pantalón, se ató las zapatillas y me tiró una musculosa. Creo que era de Gise.

—Andá a bañarte —dijo sin emoción.

Se me hizo raro. Me metí al baño, me duché rápido, con el agua mezclándose con las lágrimas que empezaban a salir sin permiso.

Cuando salí, ya tenía mi vestido y mis cosas en una bolsa. Él ni me miró. Salimos y se fue. Así, sin más.

Me dejó sola en la vereda de su casa, vestida con la ropa de su novia, con el pelo húmedo, muy agotada y el alma hecha mierda.

Ahí supe que yo para él había sido solo una noche más, una víctima de su cacería.

Me temblaban las manos cuando llamé a mi hermana. Me atendió rápido.

—Mey, ¿dónde estás? ¿Estás bien?

—No —le dije, llorando—. Te tengo que contar algo.

Y mientras le hablaba, mientras le confesaba todo, el sabor amargo del final me empezó a entristecer. Porque sí, me cogió como nadie. Pero también me usó como nunca.

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