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Me enseñó un sexo que desconocía (1)
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Tiempo de lectura: 5 minutos

Había cortado con mi nuevo “mino” tras dos frustrantes sesiones de sexo. Uno más para la colección de penes con un cuerpo detrás que solo entendían de ponerla dura y meterla en los agujeros que podían y a eso le llamaban sexo. Me había mal acostumbrado con un catalán cuarentón que conocí hace dos años y que estuvo pasando por mi cama durante unos siete meses antes de volverse a su país. Horas de mimos, juegos, lamidas, juguetes y caricias (y obvio también penetración), con un sexo intenso y variado. Si no hubiese estado casado (lo aclaró de entrada) me iba con él a Cataluña aunque mis padres protestaran.

No soy una de esas pendejas hermosas con una fila atrás. Tengo, eso si, un cuerpo atlético y no soy para nada fea. Mi colita, aunque pequeña es redondita y parada, mis tetas son mas vale chicas y creo que mi parte más destacada son mis piernas que, por el ejercicio, son torneadas y firmes. Una piba del montón, diría, flaquita, rubia, simpática. Pero estaba lejos de sentirme una diosa.

Penando por mi soledad, estaba tirada en una reposera, en la casa de veraneo de mis viejos, tomando sol y recordando a mi catalán, cuando vi que en la casa de al lado bajaban muebles y bultos y, de puro curiosa, fui a ver que nueva familia de plomos se mudaban, esperando que tuviesen hijos o hijas de mi edad para renovar el plantel del barrio. Habían trabajado unos planteles reformando el lugar y ahora ya se venían los nuevos vecinos. Pero estaban solo los operarios de la empresa de mudanzas y una mujer de cincuenta y pico, seria y mandona que les indicaba donde iba todo.

Ya me volvía a mi tarea de tostarme al sol cuando escuché primero y vi después entrar un auto que se estacionó a la entrada de la casa y bajar un morocho de unos cincuenta años, entrado en canas, atlético, musculoso y que mostraba en sus movimientos aplomo y autoridad sin necesidad de alardear. Habló con la mujer (¿quizás la señora?) y entró en la casa, dejándome con ganas de conocer más del nuevo vecino.

Los próximos dos días espié a través del cerco de plantas, pero no pude ver a nadie ni descubrir nada nuevo ni la radio interna del chusmerío femenino aportó nada, hasta que el sábado salí a hacer mi circuito de caminata y trote por el sendero (que bordea la cerca perimetral y está flanqueado por álamos). En el primer recodo, en uno de los sitios de aparatos de gimnasia que tiene, estaba el nuevo vecino elongando. Antes de acercarme me dediqué a observarlo. Buena figura, carnes sólidas, pancita apenas incipiente, atlético, linda pinta, las sienes canosas y una presencia sólida. Retomé el trote hasta llegar a él, lo saludé y comencé mis ejercicios de elongación.

-“Hola, me llamo Ricardo. Me acabo de mudar al lote 52 y estoy inaugurando mis trotes mañaneros después de acomodarme. ¿Vos sos del barrio? Porque me indicaron esta senda, pero no sé hasta donde sigue”.

-“¿Qué tal Ricardo?, me llamo Irina y soy tu vecina del lote 51”, le contesté ofreciendo mi mano que estrechó cálida pero firmemente. “Esto sigue por unos diez kilómetros, pero si querés te indico a la mitad un corte que te permite hacer un circuito de cinco kilómetros”.

-“No, gracias. Yo acostumbro a hacer unos diez, de modo que me va perfecto”.

-“Vamos entonces”, le dije, pensando en que a mitad del camino lo iba a ver aflojar. Pero la cuestión es que, con una evidente experiencia en manejar la respiración y regular el ritmo, hicimos los diez kilómetros sin hablar (salvo los escasos comentarios míos sobre el lugar o dos preguntas suyas sobre cosas que cruzamos). Cuando llegamos, yo me veía más agitada que él.

-“Tenés un excelente estado atlético”, me dijo.

-“Perdona, pero ese comentario me corresponde. No te enojes pero de mi es esperable. Lo notable es que vos hayas hecho los 10 kilómetros y estés tan fresco. Digo, por la edad”, respondí medio amoscada y pensando que se estaba dando mérito.

-“Ja, ja , ja. Es cierto. Lo que pasa es que hice deporte toda mi vida y sigo haciendo pilates y remo, lo que me mantiene en estado. Y, te pido perdón, pero te asocié a los jóvenes que conozco incluso de mi familia, que no se dedican tanto al ejercicio. Es fantástico verte tan en forma”.

-“Ricardo, ¿cómo no voy a estar en forma? tengo 19 años pero vos, si no te importa ni te molesta, ¿no andás por los 50?”.

-“Gracias por el piropo Irina, pero tengo 64 años”.

-“¡¡Guauuu!! No te daba ni de cerca. Se ve que tu mujer te cuida”.

-“No, me cuido yo. Vivo solo, con un gato que come en casa, a veces duerme en ella y en general anda de correrías por ahí”.

Nos saludamos y cada uno se fue a su casa. Me quedé impresionada por Ricardo, su estado atlético, su presencia magnética y a la vez sencilla y distendida, la seguridad que demostraba. Lástima la edad, pensé, pero eso no evitó algunos ratoncitos con el jovato. Una semana después me enteré que había invitado a mi familia a comer para conocernos.

Me probé varias pilchas mientras me decía que no sea boluda y me ponga cualquier cosa, que solo era una comida con mi vecino sesentón. Pero la cuestión es que fui con un vestido suelto, corto, suficientemente escotado, unas chatitas listas para sacármelas y andar descalza y llevando debajo una bikini por si terminábamos en la pileta. El calor invitaba.

Me encantó la casa, adornada con un estilo sobrio y austero, pero a la vez con combinaciones de color y formas muy logradas. La comida (que había hecho él con sus propias manitos) era una delicia y la charla terminó mostrando a un hombre versado y culto. Resulta que había sido profesor de filosofía y había escrito varios libros. No solo me dio permiso, sino que me alentó a que pasee libremente por la casa y todo lo que veía me encantaba.

Pero lo que me impactó fue que (incapaz de contener la curiosidad), me metí en su vestidor, le abrí dos o tres cajones y al abrir una puerta como de un placard, encontré una pared con látigos, vibradores, pulpitos, dildos, cremas, esposas, y otros juguetes que ni conocía. Me quedé asombrada, hasta que una voz grave a mi espalda me dejó helada

-“Si tenés dudas de para que sirve alguno de los “chiches”, preguntame”.

-“Perdona, perdona” dije, roja de vergüenza, mientras su cuerpo me tapaba la ruta de escape. “No sé ni por qué hice esto”.

-“Irina, no pasa nada. Son cosas para el disfrute y el placer. No es nada del otro mundo. Por mí, hace de cuenta que no te vi”, dijo, se dio media vuelta y se fue. Antes de salir del dormitorio agregó “Venía a decirte que vamos a servir el helado, bajá a comerlo” y siguió caminando. Yo respiré hondo y traté de parecer serena y tranquila cuando llegué a la mesa.

-“Pobre Irina, se perdió buscando el baño”, dijo Ricardo al verme llegar y empezó una charla para sacarme del centro de atención mientras yo intentaba parecer normal.

La cena siguió amena y entretenida, sobre todo porque el anfitrión era una persona agradable e interesante de escuchar. Y en todo lo que duró el encuentro, en ningún momento mostró un ápice de especial interés en mí, lo cual agradecí por un lado y (para que negar) me molestó bastante por el otro. En el resto de la semana no se lo vio para nada y, al otro sábado me lo volví a encontrar elongando en el mismo lugar. Aunque, tengo que confesar que me quedé espiando desde mi ventana del primer piso hasta que lo vi salir y fui tras él.

Me saludó amablemente, hicimos juntos el trayecto y le propuse mostrarle un camino que se abría y terminaba en una especie de bosque junto al lago con reposeras de madera para descansar. Al llegar se hizo un largo silencio incómodo (por lo menos para mí) que él se encargó de romper.

-“Irina, no quiero que estés incómoda conmigo por lo que pasó en la cena, Para mí el sexo es algo natural y solo tengo todo eso escondido de la vista porque la gente ve esas cosas como ¡¡wow!! un sátiro, o un pervertido, o ni sé que piensan. Para mí es como si hubieses visto mis corbatas o mis libros. Olvidémoslo, ¿te parece?”.

-“Si… y no. Porque no me puedo olvidar. De mi imprudencia y descaro imperdonable ni de altura y calidad con que tomaste y resolviste la situación. Y, además, no sé si me quiero olvidar. Tengo más dudas que ganas de olvidarlo”.

-“Pregunta lo que quieras. Te voy a contestar abierta y francamente”.

Pobre, nunca tendría que haber dicho eso. Lo bombardee de preguntas que respondió con solvencia y conocimiento. Resulta que había dado varias charlas sobre sexualidad y era un estudioso del proceso del feminismo y entusiasta defensor de la libertad sexual. Conocía de sexo tántrico, me explicó el uso de muchos “juguetes sexuales” que ni sabía y de las modalidades del sexo. Tenía una visión sobre el sexo más como de una relación entre dos seres que desean gozar y mimarse que la típica del meta y saca de los pendejos. Me hacía acordar a mi catalán.

Además supe que estuvo casado dos veces, sus hijos vivían en el exterior y ahora solo se dedicaba a escribir, hacer teatro, pilates, remo y pasear. Cuando llegamos y cada uno se fue a su casa, los ratones con ese morocho ya estaban corriendo maratones en mi cerebro. Pero ¿Cómo encajaría en mi vida con 45 años de diferencia? ¿Amante, sugar dady, touch & go? Lo busqué en Instagram y otras redes sociales y solo lo encontré en Facebook con una página de debates sobre filosofía.

Continuará.

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