Es blanco pero tostado y de ojos verdes, poco más de 50 años, se ve duro, bajo, pelo corto y tieso y todos lo tratan con respeto. De verdad me gustó desde la vez que fue solo unos momentos a la fiesta de Cristina. Tiene manos toscas pero cuidadas.
Esa noche en la casa de la playa, después de jugar a las cartas salimos a la terraza a tomar un trago. Nos dimos unos besitos y luego otros ya con apretón y lengua mientras me recorría piernas y trasero. Entramos a su dormitorio por la cocina para que los que jugaban no nos llamaran. Se sentó en el borde de la cama, me puso de pie frente a él y comenzó a desabrocharme la blusa y luego sacarme el brasier.
Yo inmóvil trataba que mis nervios no me traicionaran, casi un año sin sexo y más de 20 con la luz apagada, dejaba a sus manos acariciarme la espalda y su lengua y sus dientes en mis pezones me daban escalofríos de lo bien que los sentía. Me hizo retroceder, me desabrochó el pantalón y me dejó frente a él, sola con mis pantaletas. Temí que estuvieran húmedas.
Luego me tomó con ambas manos por la cintura me dio vuelta y me recostó en la cama, encendió una velas apagó las luces y se sentó a mi lado acariciándome, yo estaba algo mareada por los dos wiskis, pero no podía negarme a esas sensaciones, me encantaba como me recorría esa mano áspera que subía desde mi entrepierna hasta mi cuello.
—Estas mojándote, putina —me dijo. Su voz sorprendió al silencio y exorcizo ese estado de gracia que vivía, sobre todo porque me pareció una ordinariez que me llamase así.
—Zarina, —le dije molesta. Muy molesta en verdad.
—Putina —me dijo más suave sonriéndose.— Y hoy día te voy a bautizar.
Y siguió acariciándome sin hacerme mayor caso. Luego me puso boca abajo y metió su mano entre mis piernas, devolviéndome a un estado de subordinación que verdaderamente me transportaba. Deslizó mis pantaletas por ambas piernas hacia mis pies y me dejó boca abajo desnuda en la cama. Y ya a punto. Lista. Entregada. Y se dio cuenta de ello. Acomodó una almohada bajo de mis caderas que levantaron mi trasero. Yo me sentía a cien, levantaba mis glúteos para que los tomara y el paseaba su dedo por mi hoyito, luego bajaba su mano a mi rajita que estaba muy muy mojada.
—¿Sigo? —Me susurró con sus dedos pellizcándome el clítoris.
—Siiii, por favor —le pedí con una sonrisa entre suspiros susurrándole.
—Viste que eres putita… Mi putina —me dijo.— Reconócelo. Dilo… Mientras me magreaba el sexo.
—Putina, —le dije después de un silencio, murmurando con la cara enterrada en la almohada y siguiendo con mi cuerpo su mano para que no se despegara de él.
—Más fuerte, que no te escucho amor. —Me gustó que dijera amor.
—Putina. Soy tu putina —le dije y me mordí los labios junto a la sábana donde hundía mi cara.
Y siguió. Yo movía mis caderas buscando el contacto de mis labios mojados con sus dedos. Estaba muy muy excitada ya, como nunca creí que yo señora profesora, señora directora, ejecutiva de banco pudiera estarlo. Solo quería que se sacara su ropa y entrara en mí.
—Te mueves mucho putina —me dijo, y me dio media vuelta poniéndome boca arriba. Respiré.
Y acostada en la cama ató mis manos, mis muñecas a cada esquina de la cabecera. Luego separó mis piernas y las amarró desde sobre las rodillas a los bordes de la cama impidiendo que las juntara, dejándome abierta a él, mojada palpitante e hinchada, cualquier roce me aceleraba, me hacía jadear.
Luego me vendó los ojos.
La ceguera hizo que escuchara con nitidez las voces de los demás que afuera continuaban jugando a las cartas y olí las velas que alumbraban la habitación. Su mano continuó jugando con mi cuerpo, lo rozaba, lo pellizcaba, buscaba mi boca o colaba sus dedos entre mis labios sin introducirlos en mi vagina, los subía a mi cuello, los enredaba en mi pelo, así por un largo rato que me hacía padecer.
Por qué no me monta de una vez me preguntaba impaciente, porque no me lo mete de una vez. ¡¡Por dios!! Luego su mano comenzó a bajar por mi estómago, lenta y se acercó a mi clítoris, pensé que si me lo tocaba no iba a poder reprimir el orgasmo. Sí estaba lista. Me tenía lista.
En el momento que lo hacía que sentía como comenzaba a abrirme esos labios y acercarse y suspiraba ya para explotar, para irme, perderme, en ese preciso momento, sentí traspasar mi pezón por una aguja y no pude evitar un grito de dolor, parecía que un cuchillo lo cercenara. Grité corto y duro. Luego fue un aaag y retorcí mis brazos pero las correas de las manos y piernas me inmovilizaban, era un dolor de agujas que entraban por mi piel y que luego pasó a confundirse con las ansias que despertaba nuevamente su mano que se acercaba a mi entrepierna una vez más.
Cuando abría mis labios buscando mi vulva y yo levantaba hasta donde podía mi cadera buscando el roce para llegar, para tener ese orgasmo que se acumulaba en mi bajo estómago, y comenzaba nuevamente a jadear, la nariz a dilatárseme y ya me iba cuando la cera caliente volvió a clavarme como miles de agujas en mi otro pezón. Esta vez solo emití un grito ahogado, un quejido que se confundía con un gemido no exactamente de placer.
Acezaba, y la transpiración me pegaba el cabello a la frente. Lenta su mano en mi pierna devolvía mi excitación, jadeaba de caliente que estaba, creo que si sopla mi clítoris me hace eyacular como un jovencito.
—Tienes calor putina —me dijo más que me preguntó.
Sentí sus pasos que se alejaban, el ruido de una botella verter líquido en un vaso y sus pasos hacia mí, luego con una mano en mi nuca enderezaba mi cabeza y con la otra me daba de beber el tercer whisky que me tomé casi de un solo trago.
Sus pasos se alejaron nuevamente y una brisa baño mi piel desnuda sobre la cama con mis caderas allí levantadas. Sentí que se sentó a mi lado y su mano sobre mi rodilla subió lenta por el lado interno de mi pierna, estaba mojadísima, seguro mojaba la cama ya y hundió brusco dos de sus dedos en mi sexo y yo curvé mi estómago, luego los sacó y deslizó hacia atrás hasta mi ano que sintió que sus dedos mojados ahora penetraban en él.
Yo levanté las caderas facilitando su clavada por atrás y un escalofrío, un suave calambre me recorrió… Había dejado de sentir el murmullo en la otra pieza… La brisa era de la puerta entrejunta. Quedé helada, laxa. Las lágrimas me brotaron sin control y la fuerza me abandonó, no pensé pero sentí, la puerta entrejunta y que ahora seguro miraban, habían visto como metía sus dedos en mi hoyito y jadeaba y me retorcía toda caliente sobre la cama.
Estaba paralizada. Iba a llorar mucho. En verdad mis ojos lloraban, pero sentí como me abría y penetraban sus dedos ahora en mi vagina y los sacaba y me los volvía a encajar. Quizás son ideas mías pensé y mi cintura se alzaba independiente buscando esa penetración. “Acá somos todos adultos” me había dicho en la terraza, y me lo repetí, pero no, no podía pensar, mi cuerpo era mas fuerte que yo.
Seguro se han asomado a la puerta, sino porque el silencio, pero mi clítoris hinchado y duro como un pequeño volcán que me obnubilaba y en el momento que sentía que desde mi estómago me bajaba un dulce escalofrío que se transformaba en un río de fuego en mi bajo estómago, me quemó entre las piernas provocándome un ahogado grito de dolor, un aaggg con miles de agujas que me taladran la pelvis, los labios de mi sexo. Tiritaba de dolor. Resoplaba.
Sentía mi sudor reunirse con mis lágrimas y gotear juntas desde mi sien hacia el colchón en que me tenía. Jadeaba, babeaba solo por la boca, resoplaba de placer y sufrimiento, de vergüenza de exhibirme allí y de la mayor calentura de mi vida. Sentía su mano en mi sexo, recorriéndome, tensando mis pezones y presentía sus miradas cómplices, de burla, sus sonrisitas de “mírala, tan puestecita”, o “tan digna que se creía”, “ella que se las da de señora” y esa humillación que percibía de “mírala tan damita convertida en puta” esa humillación me excitaba aún más, hacían que mi sexo y esa mano pudieran más que yo.
Pensé que por suerte me había depilado porque separaba mis rodillas y con mis caderas buscaba de nuevo el contacto, sudaba entre mis pechos, en el cuello, las axilas mojadas, la boca seca de jadear como una perra por sus dedos dentro mío. Mis orejas rojísimas, las narices dilatadas, las venas de mi frente hinchadas, mi cuello que impelía mi cabeza hacia adelante buscando sexo.
La cera aun tibia sobre mi coxis se endurecía, en mis pezones, en mis piernas. Y nuevamente me conducía hacia el suspiro del éxtasis y la cera hirviendo lo anulaba justo en el último momento, cinco, ocho veces, mil veces hasta que perdí el sentido del tiempo, mareada, ida en esa cama, no tenía voluntad, estaba abandonada a lo que el dispusiera. 24 años de sexo de 5 minutos con luz apagada el sábado, de seis meses de abstinencia y me tenía así. Allí.
—Si me dices que eres mi putina te hago terminar —me dijo al oído, él, que ahora yo sabía porque los demás lo respetaban y le decían “viento frío”.
—Soy tu putina —me escuché murmurar
—Más fuerte —me dijo— que no escucho —y se rio.
—Soy tu putina —le dije ahora entre jadeos tratando de tener un tono normal
—No te escucho mi amor —me volvió a decir.
—Soy tu putina —le dije ya fuerte y entregada
—No eres mi putina, eres una putina… ¡dilo!
—Soy una putina, una putina, eso soy, una putina —lo dije asesando, mientras me caían las lágrimas de vergüenza y el sudor de la calentura por mis sienes. Y sentía que esa humillación me hacía sentir mas profunda mi excitación, esa degradación me provocaba una calentura que me enloquecía.
—No te llamas Zarina, te llamas putina… Dilo
— Me llamo putina, no me llamo Zarina, me llamo putita porque soy putina —le dije balbuceando entre sollozos de vergüenza y asesando de caliente de exasperada por no poder llegar, explotar, terminar.
—Y que quiere esta putina?…
—Que me hagas terminar… Por favor, —agregué.
— Por favor, hazme terminar, —le imploraba tres, cuatro veces
Y sentí que algo fresco, una mano helada me tocaba donde antes me ardía como el infierno y había hecho que casi me desmayara, esos dedos toscos con restos de cera rodearon mi botoncito suavemente y este obedeció sumiso, lo acarició, lo pellizcó estirándolo hacia arriba y sentí como desde sobre mis rodillas atadas y desde mi estómago un dulce escalofrío comenzaba a transformarse en delicioso calambre que se concentraba en mi volcán y bajaba, se iba, una dulce agonía paralizaba hasta mis pensamientos mientras temblaba.
Eché la cabeza atrás y se me enterraron los cordones que me sujetaban las muñecas, levanté en una contorsión mi cintura y mi cuerpo delgado y pequeño dio un largo estertor, tiritaba, me iba, exhalaba, me iba en ese calor que escapaba por entre mis piernas, exhalaba en un grito ahogado mi placer, y entre ese dulce morir presentí que era observada por otros y ello hizo que esta dulce muerte fuera más intensa aún.
Mareada junto a un gemido ronco dejé de saber de mí por unos instantes, quizás unos minutos. Dejé caer la cabeza doblada al lado, ida, abandonada entre jadeo, sudor, saliva, lágrimas y el flujo de mi vagina que esa mano tosca y mojada me restregó por la cara cuando volvía en mí.
Estaba echa un bulto, un fardo sobre la cama con la entrepierna aun palpitante y sentí que la puerta se cerraba mientras él me desataba. Me dio vuelta y me puso en cuatro en el borde de la cama, de espaldas a él, yo apenas me sostenía, mi cuerpo aun tiritaba, me sujetó las caderas y sentí que me penetraba por atrás partiendo mi carne. Me sujetaba las caderas levantándolas para que llegaran a la altura de su entrepierna y para que no me cayera. De pie me perforaba por atrás rasgándome, un dolor imposible de soportar me desgarraba y mi hizo suplicarle “me duele, me duele mucho” dije en un murmullo sollozando.
Sentí que se salía. Metía la mano en su bolsillo porque solo se había bajado sus pantalones y me ponía una crema, “te va adormecer el culito mi putina” me dijo, y sentí que se alejaba y tomaba un trago, luego puso su mano en mi clítoris que aun palpitaba pellizcándolo al tiempo que me provocaba otro suave orgasmo y me preguntó si aún quería más, “pero por tu culito…” me dijo.
—Lo que tú quieras —le susurré, suelta, con una mejilla pegada a la cama totalmente entregada a sus deseos.
—¿Quién eres? Me preguntó seguro sonriéndose mientras sentía como disfrutaba el empalarme así, arrodillada de espaldas a él, abierta entera a su disposición, total.
—La putina, —le dije, asumiéndolo— la putina.
—Bien, —me dijo— voy a terminar dentro tuyo, acá atrás.
Y sentí como clavaba de un solo espolonazo y luego de un breve mete y saca llenaba mis riñones de su generoso semen. Se salió de mí dejándome caer exhausta desmadejada sobre la cama. Se subió los pantalones, puso la camisa dentro de ellos, se recostó en la cama y me dijo: “párate allí” señalando a unos pasos de la cama. “vas a ponerte de espaldas a mí y de frente al ropero, con las piernas abiertas, agachándote un poco, y apoyas las manos en él para que no te vayas para delante, quiero ver como chorreas, ahhh y súbete a tus zapatos”.
Lo hice obediente, excitada aun, mareada, tiritando, con las piernas que apenas me sostenían y las manos apoyadas en el ropero a la altura de mi cabeza. “Mas alto” dijo. Y se paró y me vendó los ojos nuevamente y un escalofrío me hizo presentir lo que vendría. Desnuda allí, apoyada semirecostada contra el ropero, con la piel cubierta de cera, como una niña que ha hecho mal la tarea, sentí como su semen comenzaba a escurrirse desde mi colita y mis líquidos bajaban bordeando mis piernas.
—Voy a buscar un trago —me dijo— Y no te muevas. Putina.
Sentí que salía y el aire frío baño la pieza nuevamente… Y los pasos se acercaron, varios, los presentía, me rodeaban, sentía sus sonrisas, sentía sus miradas, su desprecio. Yo me atrevía apenas a respirar… Creo que el pañuelo que me cubría la vista debe haberse mojado igual, no lo sé.
Pero sí sé que me miraban, miraban como chorreaba un líquido viscoso desde mi ano y desde mi vagina hasta manchar el piso, miraban las huellas rojas aún de la cera en mi piel, mis piernas separadas con las marcas aun de las correas que las habían mantenido abiertas, la huella de la transpiración bajo mis brazos, mi pelo pegoteado por la transpiración y las lágrimas. Y sí sentí con meridiana claridad y estupor como mi clítoris se hinchaba nuevamente, duro, palpitante
Hacia algo de frío, pero yo estaba caliente, caliente de excitada, de encendida mientras escuchaba el chocar de los hielos en los vasos de whisky.
Sentí que me quedaba sola de nuevo y los dedos de viento frío enredarse en mi cabello y agarrada así me guiaba a la cama donde me recostaba. Tomó un largo trago de whisky que pasó de su boca a la mía que ayudó a sentirme mejor. Me quitó la última cera que extrañamente casi no me dolió al retirármela.
—¿Tu marido te produjo alguna vez un orgasmo como el de hoy? —me preguntó
—No. —le reconocí— Pero tampoco una vergüenza como la de hoy, que van a decir después, que… —Y no pude seguir porque los sollozos no me dejaron.
—Pero si no pasó nada, —me dijo, cínico, canchero— Y aunque pasara. Acá somos todos adultos. No van a decir nada, porque el que dice algo se va de la mina y en su vida vuelve a encontrar un trabajo como el que tiene, para eso soy jefe y con buenos contactos. Y de las mujeres que hay tampoco. Aunque nadie les va a creer si dijeran algo.
—Y no me gusta que me digas putina —le dije bajito…
—Nooo, si te gusta, porque eres una putina, te gusta que te miren, te gusta que te controlen, te gusta que el otro sea responsable, te gusta servir, complacer. Tienes 25 años perdidos, tienes que recuperarlos luego Putina, y yo te voy a hacer gozar como no te imaginas se puede gozar, Putina. Porque eres una putina y medio putita, ¿verdad? —Y se rio.
Me quedé en silencio, me tenía, me controlaba, “era más fuerte que yo”, como dijo una vez un militar.
—Si una putita. Eso soy… una putita —le dije casi en un murmullo reconociéndome que me había bautizado.
—Ahora te vas a masturbar de pie acá delante mío, y cuando termines, me lo mamas y te tomas todo.
Lo hice sin objeción, sin dudarlo siquiera, obedientemente, luego me dormí en su cama.
Al otro día, la vergüenza no me dejaba abrir los ojos, pero sin preguntarme me sacó y me bajó a la playa junto a los demás. Las miradas a mis espaldas eran socarronas y las sonrisas de ellas de superioridad, de desprecio. Pero ninguno dijo nada, almorzamos y volvimos a la ciudad al atardecer.
Me fue a dejar uno de los que había estado la noche anterior jugando a las cartas. Uno de los que me había visto “en eso”. Cuando se despedía me sorprendió preguntándome si me podía llamar cuando volviera a bajar de la mina, que le gustaría invitarme a comer, que había un restaurante recién abierto, de moda.
Los hombres sí que son una sorpresa.
No volví nunca más por supuesto a las fiestas de María Cristina y justificándome en la pandemia me encerré en mi casa y me concentré en el trabajo. Fue medio año hasta que acepté una invitación a comer. Luego acepté una segunda en que yo aporté el postre, y me vi envuelta en una relación en que era la amante de un hombre casado con tres hijos grandes y una mujer rubia teñida que había gastado mas de veinte mil dólares en liposucciones y colágenos en Estados Unidos. Lo sé porque tengo acceso a su cuenta donde trabajo. A la de él y a la de sus amigos con quienes juega a las cartas.
Continúa…