Notaba como el abundante semen de Pepe corría por mi garganta.
Me sentía… una puta. Una zorra. Sentía una sensación de felicidad, de autorrealización.
Pepe, después de acariciar mi cabeza, como si fuera un cachorro, cayó derrengado sobre la cama.
Durante unos minutos, nos miramos a los ojos. Satisfechos. Exhaustos, sobre todo él.
–Has estado genial, zorra –Me dijo, con una sonrisa.
–Gracias – Le contesté yo, halagada, encantada con lo que acababa de suceder. Mi mente, rememoraba lo que había sucedido. Desde nuestro encuentro en la discoteca hasta el momento en que Pepe había penetrado mi trasero o hasta que yo había tragado, orgullosa, su semen. Pepe, me sacó de mi ensimismamiento.
–¿Cuándo vuelve tu marido? –Me dijo, sin dejar de mirarme a los ojos.
–Bueno… realmente, la que se ha ido, soy yo. Estábamos de vacaciones… –Le conté toda la situación. Pepe, me miraba, atento.
–Bueno, entonces, ¿Hasta cuando quieres vivir emociones? –Me dijo, mirándome muy serio. Su mano, ahora, acariciaba mi muslo.
–Pues…no sé. No lo había pensado, quizás… –Comencé a decir.
–¿Ah, que lo habías pensado y todo? Joder… –Dijo Pepe, riendo.
–Bueno… no sé. Me han dicho que mi compañera tiene para una semana. Si no, más. –Por un momento, deseé que fuera más. Pensaba en ella, enferma, delicada. Sentía pena por ella. Pero deseaba que tardara más. Mucho más.
–Bien, en una semana me da tiempo – Dijo él, volviendo a mirarme a los ojos, muy serio.
–¿Tiempo?, ¿A qué? –Pregunté entre asustada y excitada.
–Ya lo verás, puta. Pero quiero que tengas una cosa muy clara. –Hizo una pausa, mientras apuntaba con su dedo índice sobre mi cara.– Durante toda esa semana, eres mi puta. Harás lo que me salga de los cojones.
Os juro que al oír aquello, casi me da un vuelco al corazón. Una cosa era llevar a cabo una fantasía. Una noche. Una vez. Otra cosa era… Tragué saliva. Miré a Pepe a los ojos. Con un hilillo de voz, le contesté.
–Por supuesto, don José.
Ni yo misma podía creer que hubiera dicho tal cosa. Pero la humedad en mi sexo revelaba que estaba dispuesta a todo. Mientras pudiera.
–Bien zorra, ahora, dúchate. Te lo has ganado. Ya hablaremos –Dijo Pepe, riendo.
Tras decir aquello, vi como Pepe, se dio la vuelta, colocándose de espaldas a mí. Pude ver su arrugado culo. Lleno de vello blanco.
Como impulsada por un resorte, me levanté y caminé despacio, hacia el baño que hay en la misma habitación. Pasé por al lado del preservativo que, minutos antes, había utilizado Pepe. Los restos del combate, pensé. Una sonrisa acudió a mi rostro.
Miré a Pepe que tenía los ojos cerrados. Aquello, me pareció extraño. Pero no dije nada. Me metí en la ducha.
Normalmente, suelo tomar una ducha rápida por la mañana, antes de ir al trabajo o llevar a mi niño al cole. Pero esa vez, me explayé en la ducha. Lo necesitaba. Había tenido un intensísimo orgasmo. El mejor de mi vida. Y necesitaba relajarme.
Me costaba. Mi cabeza daba vueltas a todo lo que había sucedido. Los recuerdos de esa noche no permitían un fácil relajamiento.
Finalmente, tras bastantes minutos de lucha conmigo misma, el agua tibia sobre mi rostro y mi cuerpo, logró su efecto. Me relajé. Mucho. Como ese deportista exhausto que ha realizado un esfuerzo titánico y por fin, descansa.
Sentía el peso del mundo sobre mi misma. Estaba cansada. Supongo que mis emociones se habían liberado y ahora, me sobrevenía la calma.
Cerré el grifo. Noté un ruido raro, fuera de la ducha que, al principio, no supe identificar. Me sequé con la toalla y me miré al espejo. Me vi a mí misma, exhausta, relajada. Feliz. Satisfecha.
Sí, satisfecha.
Ese ruido, de fondo, seguía. No, no podía ser. Parecía… ¿un ronquido?
Desnuda, pero seca, salí de la ducha y al abrir la puerta que separa el baño de la habitación, el ruido se hizo más patente. Sí, Pepe, seguía allí. Desnudo. Ocupando el sitio que, normalmente, ocupa mi marido. Y roncaba. Ya lo creo que roncaba.
No era, en absoluto ajena a ese ruido. Mi marido, también ronca. Y mucho.
Sin hacer ruido, saqué un pijama corto. Unos shorts y una camisetita de tirantes. Me los puse. Sin braguitas.
Me acurruqué lentamente en la cama, tratando de no molestar a Pepe.
Al día siguiente, el despertador cumplió su cometido. Su zumbido me hizo despertarme. Me costó unos cuantos segundos recordar. Recordaba lo sucedido la noche anterior. De nuevo, la sensación de felicidad, de sentirme realizada.
Pero, ¿un momento?. Había algo raro. Tardé unos segundos en darme cuenta.
No se oían ronquidos. Me giré. Ni rastro de Pepe.
Por un momento, sentí alivio. La noche anterior había sido, con diferencia, la mejor noche de mi vida. Pero me tenía que ir al trabajo y no quería embarazosas despedidas.
Aún somnolienta, me dirigí a la cocina a por mi café matutino de la misma manera que un yonkie a por su dosis diaria.
Cuando, de pronto, lo oí. El ruido de mi cafetera de cápsulas.
Pero, ¿Se había puesto en marcha sola? No, eso no era posible ¿Entonces?
Casi me da un vuelco el corazón cuando, sentado en las sillas de sky blanco que tengo en la cocina, vi a Pepe. Desnudo de cintura para arriba. Con su inmenso barrigón. Solo llevaba sus calzoncillos. Sus manos, enrollaban, con suavidad, el papel de fumar de un cigarro.
–Ya era hora, puta ¿Quieres café? –Me dijo, mirándome a los ojos.
–Ufff, lo necesito –Le dije, entre sorprendida, somnolienta y algo excitada.
–Pues prepáratelo. Y termina de prepararme el mío. Con leche y sacarina.
No me lo podía creer ¿Me estaba pidiendo que le terminara de preparar el café? Que se lo hiciera él mismo. Pensé. Además, ¿Qué hacía, aún, en mi casa?
Pepe, debió notar mis tribulaciones porque yo permanecía quieta, en el quicio de la puerta que separa la cocina del pasillo.
–¿No querrás que tu chulo haga el trabajo, verdad? –Me miró, muy serio– Venga. Ya sabes, con leche y sacarina –Terminó de decir. Sus ojos, bajaron al cigarro y al papel de envolver.
Notaba como un sentimiento nuevo, de ira, recorría mi mente. Pero, a su vez, un escalofrío salía de mi entrepierna, recorriendo mi cuerpo. El mismo escalofrío que sentía cada vez que Pepe clavaba su mirada fría y seria en mis ojos o que me ordenaba, con autoridad, algo.
Sin atreverme a mirarle, pasé por su lado, aparté la taza de la cafetera, abrí la nevera y añadí algo de leche hasta completar un buen café con leche. En el segundo armario, saqué el bote donde guardamos los sobrecitos de sacarina, abrí uno y eché el contenido en la taza. Finalmente, con una cucharilla, removí el café.
Mientras llevaba a cabo toda la operación me sentía humillada. Pero, para mi sorpresa, aquello, no solo no me molestaba. Me gustaba. Demasiado.
Me giré hacia Pepe, y le entregué su taza.
Me miró a los ojos, sonriendo. De nuevo, su boca, amarillenta, a falta de dos dientes. De nuevo, el escalofrío.
–Bien, puta, ahora, mientras me tomo tranquilamente mi café, me vas a hacer una buena mamada.
–Pe… pero… –Mi cuerpo temblaba. De sorpresa. Y de placer– Pero, el trabajo, se me va a hacer tarde.
Pepe, reía, mirándome a los ojos.
–Seguro que haces que termine pronto –Dio un par de vueltas más a la cucharilla. Cuando terminó, me miró a los ojos, muy muy serio– Venga, de rodillas.
Ahora, el escalofrío era, prácticamente, una descarga que sacudía mi cuerpo. Como si una fuerza misteriosa me hubiese empujado, me puse de rodillas, frente a Pepe.
–Vamos, hostia, bájame los gayumbos ¿O no sabes lo que hay que hacer, puta? –Decía, burlón.
Ahora no hizo falta ningún escalofrío. Ninguna descarga. No había extrañas fuerzas. Era yo, la que ansiosa, deseosa, le bajé los calzoncillos. Esos slips, blancos, un poco amarillentos. Algo asquerosos. En ese momento, eso, me daba igual.
Fui yo la que, como loca, empezó a chupar ese miembro ajado, con vello blanco. Bueno, más que chuparlo, lo devoraba. Como si no existiera nada más en el Mundo.
–Joder, vas a conseguir que me corra –Dijo Pepe, entre dientes.
Normalmente, le habría mirado a los ojos, disfrutando de la expresión de su cara. Pero no quería que nada me distrajera. Es más, aumenté, si es que era posible, la velocidad de la mamada.
Os juro que nunca, ni a mi marido ni, antes, a ninguno de mis ex, se la había chupado de esa manera. Por momentos parecía que mi cuello se iba a dislocar.
Mi boca engullía el miembro de Pepe por completo y lo volvía a sacar por completo y todo ello, a una velocidad de vértigo. Mi frente rozaba la barriga, ya sudada pese a lo temprano del día, de Pepe.
Para mi desgracia, no pasaron ni dos o tres minutos, cuando, entre gruñidos, escuché la voz de Pepe:
–Joder… que me corrooo.
Al terminar de decirlo, su manaza se posó en mi nuca, apretando. Aplastándome contra él.
Al igual que la noche anterior, una cantidad ingente de semen emanó de aquel volcán, directamente, en el interior de mi cavidad bucal.
–Trágalo zorra. No quiero ver ni una puta gota en el suelo o en mi rabo.
La situación, el tono duro, mandón de Pepe, me provocaron un orgasmo. Sí, un orgasmo. Justo, mientras mi garganta, de nuevo, tragaba toda esa leche.
–Bien, puta. Ahora, ve a cambiarte para ir al trabajo. Pero antes… –Hizo una pausa. Pepe, se levantó de la silla de sky blanco, dirigiéndose a la nevera. A mi nevera.
Pensé que iría a sacar algo. No sé. Más leche. Quizás una cerveza. Yo, me había incorporado, de pie. Desde donde estaba, al lado de la mesa pude ver como Pepe cogió un rotulador de esos de pizarra que tengo junto a una pequeña pizarrita con imán en la puerta de la nevera y me lo dio.
–Escríbeme aquí –señaló la pizarrita– tu número de móvil. Luego, ya te puedes vestir.
Al terminar de decir eso, pasó por mi lado. Sin mirarme, me dio una palmada en el culo.
Se sentó y se metió el cigarro apagado en la boca.
Le miré a los ojos, pero él estaba absorto, como si pasara de mí.
Dudé un poco. Mi número de móvil.
–Pe… pero. ¿Mi móvil? Es muy íntimo y si me llamas cuando… –Quise continuar, pero Pepe, me interrumpió.
–¿Tu intimidad? –rio– Ya me la vendiste anoche, en la disco. Escríbelo –Me dijo, muy serio. Mandón.
Se lo escribí. Le miré a los ojos. Pero de nuevo, me ignoraba. Esa manera de tratarme… mi sexo, comenzaba a humedecerse.
Salí de la cocina. En mi habitación, nerviosa, no sabía qué hacer. Me había duchado la noche anterior, no me apetecía volver a hacerlo. Así que busqué algo de ropa. Formal, seria. Como siempre. Me metí en el baño. Me miré en el espejo. No sé por qué, saqué mi lengua, frente al espejo. Supongo que buscaba restos de semen, como si mis compañeros fueran a examinarme ahí. Evidentemente, no quedaba ni rastro de la huella de Pepe en mi boca o en mi lengua.
Casi no me doy cuenta del ruido de la puerta de mi casa, al cerrarse.
Suspiré. Pepe, se había marchado.
Me peiné y me maquillé. Lo justo, como siempre. Me puse unas sandalias de poco tacón que, junto a unos jeans y una blusa violeta componían mi atuendo. Mientras me vestía pude ver como la caja de preservativos que había comprado el día anterior, ya no estaba.
El atuendo de la seria administrativa. De la madre y esposa perfecta. Pero en ese momento, de la puta. De la puta de un viejo de 67 años.
Pensaba en ello, mientras cerraba la puerta de casa.
Al bajar por el ascensor, me encontré con una de mis vecinas que bajaba a pasear al perro. Nos saludamos, de forma cortés, mientras el ascensor seguía su camino. Era mi vecina del piso de abajo. Por un momento, tuve miedo. Miedo de que hubiera escuchado algo la noche anterior. Pero no. Por si acaso, inicié una conversación acerca del tiempo, del calor que hacía en esa época del año. Una conversación tonta. Banal. Pero suficiente. Por fin, la campanita anunciando que habíamos llegado a la planta baja me sacó de mis pensamientos. La vecina y su perro abandonaron el ascensor y yo seguí hasta el garaje.
En el trabajo, trataba de concentrarme. Pero era imposible. Mi móvil, que normalmente, lo dejo en el bolso, lo había puesto en una esquina de la mesa y, de tanto en tanto, lo miraba.
El tiempo pasaba, la mañana transcurría y nada. De repente, cuando menos lo esperaba, mi móvil atronó en el vacío despacho de administración. Al oír su melodía, casi doy un salto de la silla. Aparté la vista de unas facturas que tenía que registrar y miré la pantallita del móvil.
Toda la emoción, toda la lívido, se cayó al suelo. Era mi marido quien llamaba.
Con voz de haberse levantado hacía poco (es lo que tiene estar de vacaciones en el pueblo) me preguntaba como lo había pasado el día anterior y, en general, como estaban siendo mis días en la gran ciudad.
Al principio, nerviosa, mi voz y mis respuestas sonaron frías. Evasivas. A la defensiva. Poco a poco me fui serenando, siendo capaz de tener una charla emotiva en la que expresaba mi tedio y aburrimiento y en la que confesaba que pasaba el tiempo en el centro comercial mirando escaparates, lo que, por supuesto, era una gran mentira.
No solo me había portado como una vulgar ramera y me había dejado penetrar, incluso, analmente, por un desconocido. Además, estaba mintiendo descaradamente a mi marido. Y lo mejor de todo, es que no sentía remordimiento alguno.
Hasta yo misma me asusté cuando esbozaba una sonrisa mientras le contaba a mi marido el tiempo que había pasado mirando escaparates en el centro comercial y tomando un café. Sola, por supuesto.
La conversación duró unos 10 minutos más o menos. En los que, además de lo anterior, mi marido me hizo un pormenorizado detalle de las actividades que habían llevado a cabo en el pueblo. Vamos, lo de siempre.
Después de colgar, volví a concentrarme en el trabajo.
Mi móvil, volvió a sonar. Pero esta vez, no era una llamada. Si no un mensaje. De WhatsApp. De un número desconocido.
Al verlo, os juro que casi me caigo de la silla.
Era Pepe.
Reproduzco, a continuación, nuestra conversación, a través de mensajes:
–Hola, ¿Puedes hablar? –Era el primer mensaje, precavido, de Pepe.
–Sí, estoy en la oficina –Respondí, con una leve sonrisa.
–¿A qué hora terminas? –Me preguntó Pepe, seco, como casi siempre.
–A las 14. Horario de verano –Por momentos, estuve tentada de contarle algo más. De hacerle partícipe de mis pensamientos, de mis sentimientos. Pero Pepe, no era de largas charlas. Lo siguiente que leí, me dejó helada.
–Cuando termines, ven a mi casa
–¿A tu casa? –Le respondí, algo sorprendida. La verdad es que no me lo esperaba.
–Sí, joder, no me hagas repetir las cosas. –Me contestó Pepe, añadiendo el emoji de enfado.
–Sí, sí, perdón, don José –Dije. Mientras escribía, mi mano, temblaba, tuve que borrar varias veces el texto, porque mis dedos, temblorosos, pulsaban letras distintas.
–Ah, y una cosa –Añadió Pepe.
–¿Sí? –Le dije ansiosa. Pasaron unos cuantos segundos en los que Pepe, no escribió nada. Yo me quería morir. De nervios, de excitación.
–Cuando vengas, quiero que lo hagas vistiendo algo sexy –Esta vez, el emoji era el del guiño.
–Estoy en la oficina, llevo unos vaqueros y una blusa violeta. Bastante formal, y…
–Búscate la vida. Eres una puta. Mi puta. Y si te digo que vengas vestida con algo sexy, lo haces y punto.
–Pe… pero…
Pepe, ya no escribió más. Solo me pasó la ubicación.
El resto de la mañana, no pude centrarme en mi trabajo. Mi mente, estaba ocupada en ver cómo me las podía arreglar para satisfacer las demandas de Pepe.
Esa misma mañana, había mentido a mi marido, estaba dispuesta a cumplir los deseos de un viejo asqueroso que, la noche anterior, me había follado en mi casa como si yo fuera una fulana. Y lo peor de todo, es que me encantaba.
Pepe me había pedido llevar algo sexy. Necesitaba comprar algo. Así que me puse a buscar sitios, cercanos a la ubicación que me había dado Pepe, donde comprar algo.
Pepe vivía en el extrarradio de la ciudad. No había cerca ningún centro comercial grande. Había tiendas de barrio, pero ninguna “interesante”. El centro comercial más próximo no quedaba muy cerca. No era muy grande y además, me tenía que desviar un poco, tomar la circunvalación.
Mierda. Necesitaba tiempo. Como era verano y no hay mucho movimiento, decidí salir un poco antes de la hora de cierre. Así, ganaba algo de tiempo.
En el coche, conduje nerviosa. Para mi sorpresa, no había mucho tráfico, aun así, me equivoqué un par de veces de salida en la circunvalación.
Cuando por fin aparqué en el pequeño parking en superficie del centro comercial (no me gusta aparcar en los subterráneos) eran las 14:05. A esa hora, muchos comercios cierran o hacen una pausa para comer.
Nerviosa, entré al centro comercial. Al ser verano, haber poca gente y la hora, muchos comercios tenían echadas las persianas. De hecho, solo había una tienda de lencería que estaba cerrada.
Maldición. Qué podía hacer.
Nerviosa, caminé un poco más por el centro comercial, sin rumbo fijo. Mirando aquí y allá. Parecía un boxeador noqueado que se tambalea en el ring.
De repente, una tienda aún abierta. Era una tienda de bikinis. Tenían algo de lencería, pero bastante convencional.
Una dependienta, atenta al ordenador, me dijo que estaba a punto de echar el cierre. A regañadientes, me dejó entrar. Me dijo que tenía 1 minuto y cerraba.
Rápidamente, descarté la lencería. Demasiado convencional y nada sexy. El tiempo se me terminaba. Me fui donde estaban los bikinis. La chica llamó mi atención. Tenía que irme. Pero antes, cogí el primer bikini que llamó mi atención. Un bikini color turquesa. Lo cogí más por el color, que me “llamó” que por la forma o tamaño del bikini en sí. De hecho, no me había fijado ni en como era. Solo, en el color.
Se lo entregué a la chica que me cobró 12, 99, no sin antes dirigirme una mirada entre enfado y algo de curiosidad. En ese momento, no entendí la razón. Le pedí una bolsita para guardar el bikini.
Quería habérmelo llevado puesto. Pero la chica estaba ya cerrando.
Mi última oportunidad era acudir a los baños del centro comercial.
No conocía muy bien ese centro comercial, pero, por la señalética de este, logré encontrar el baño de la planta.
El centro comercial languidecía a esa hora, no había nadie y cuando entré al baño de señoras, no había nadie en él.
Respiré algo más tranquila. Había conseguido comprar algo. Un bikini. No sabía si era lo suficientemente sexy o no. Había conseguido entra al baño y me lo iba a probar. Sí, seguro que el bikini no estaba mal.
Cuando saqué el bikini de la bolsa, casi me da un vuelco el corazón.
En la parte superior del bikini, apenas había dos pequeños triangulitos dispuestos para tapar los pezones. De los vértices inferiores del triángulo salían unas pequeñísimas tiras que se unían a la que cogía ambos triángulos y se cerraban en la espalda. De cada uno de los vértices superiores salía una tira cuyo objetivo era cerrarse en torno al cuello.
La braguita, no era menos. Apenas un triángulo (algo más grande que los que cubrían mis pezones) pero que apenas ocultaba mi pubis, en la parte delantera de la que salían dos nudos (a ambos lados de la cintura). La parte trasera era un minúsculo triángulo que quedaba por encima de mi culo.
Como estaba encerrada en el cubículo del baño, no podía contemplarme en el espejo, Así que me hice varias fotos con el móvil.
No estaba segura si alguna puta usa bikini como uniforme de trabajo, pero si alguna lo hace, debería parecerse a lo que yo misma estaba contemplando en las fotos de mi móvil.
Pensé en mandarle las fotos a Pepe. Pero no quería dejar huellas en el móvil. Además, quería sorprenderle. Demostrarle que, sí, que yo lo era. una puta. Su puta.
Caminé rápido hacia mi coche con mi ropa interior en la bolsita de la tienda, mi bikini bajo mi ropa.
Conduje, esta vez sin equivocaciones, hasta la dirección que me había dado Pepe.
Esta vez me costó encontrar aparcamiento. Supuse que la gente que vive en los arrabales no tiene tan fácil lo de irse de vacaciones.
Cogí aire y llamé al timbre del patio. Pepe, me abrió sin preguntarme quien era.
Cuando llegué a su puerta, la vi entreabierta. Empujé un poco y cerré. Me extrañó que Pepe no viniera a “recibirme”.
Entré al salón y vi a Pepe. Sentado en un sofá, viendo un absurdo programa de televisión. Alrededor, había varios ceniceros con colillas, ropa tirada por el suelo, restos de comida en platos.
–Te dije que vinieras sexy. Y no lo has hecho –Me dijo Pepe, interrumpiendo mi interrogadora mirada al salón de su casa.
–Bueno, igual llevo ropita sexy debajo –Le dije, juguetona.
–Pues quítate la ropa –Y volvió a fijar su mirada en la tele.
El mensaje estaba claro. Me quite los jeans y la blusa malva que llevaba. Incluso, me descalcé, pese a que el suelo daba un poco de asco.
En ese bikini turquesa me veía genial.
–Joder!!! –Me dijo Pepe, al girarse.
–¿Has visto como sí iba sexy? –Le dije, respondiéndole, aún más juguetona que antes.
–Acércate –Me dijo, ahora sí, mirándome fijamente.
Me acerqué a él. Pensaba que se lanzaría a devorarme. Pero no. Miraba. Solo miraba. Desnudándome (más aún) con los ojos. Con esa mirada de sátiro vicioso que tanto me ponía.
–Date la vuelta –Me dijo, después de unos segundos.
Me giré, permitiendo que disfrutara de una buena vista de mi culo.
Sentía como mi corazón se me aceleraba. Escuchaba mi propia respiración. Acelerada, excitada. Y eso que la tarde, solo acababa de comenzar.
–Mírame –Me dijo de nuevo.
De nuevo, me volví hacia él. Esta vez, me agarró del culo, acercándome, aún más a él. Podía oler su aliento a tabaco. Ver esos pocos dientes que le quedaban. El sudor, en su cabeza. Y sus manos. En mi culo.
Se levantó, dándome un azote. Me miró, muy serio.
–No está mal. Nada mal. ¿Sabes qué vamos a hacer ahora? –Me dijo, con una sonrisa maliciosa.
–Soy toda oídos –Le dije, como pude. Las palabras salían de mi boca sin pasar por mi cerebro. La excitación no me permitía adueñarme de mis pensamientos.
–Bien, puta, ven
Pepe, comenzó a caminar parándose, en el pasillo. Le seguí. Me pare frente a él, dedicándole mi más dulce y mejor sonrisa.
–Apóyate contra la pared –Me dijo, muy serio.
No entendía nada. ¿Contra la pared?, ¿Para qué? Iba a decir algo, pero me interrumpió.
–Te he dicho contra la pared. No me hagas perder mi tiempo.
Si os ha gustado, decídmelo y pondré la siguiente parte.