El semen cayó en la lengua de Isabel. Se había arrodillado frente a Alejandro y me miraba, orgullosa, mientras su marido dejaba chorrear su leche en su boca hambrienta. La esposa de mi a amante era una reina. Más allá de los plugs que ocupaban nuestros culos respectivos en aquel momento, teníamos en común un morbo desproporcionado e indomable.
¿Cómo había llegado a esta maravilla? Pues con más facilidad que lo que me hubiera imaginado.
Con Alejandro compartíamos la fantasía de un trio con su esposa. A escondidas, me había mandado fotos y videos de sus momentos más íntimos y verlos en plena acción me había particularmente arrechado. Como él, Isabel me llevaba diez años y, como él, el tiempo no parecía tener cualquier incidencia sobre su cuerpo y su cara. Con unos 44 años, era una mujer delgada, con las piernas y los brazos finos y firmes, tanto como sus senos. Seguro que todas sus amigas le envidiaban estos hermosos duraznos de quinceañera. Su piel bronceada era orneada por unos lunares oscuros y preciosos, en particular su nuca. La había podido observar en detalle gracias a un video que Alejandro había grabado desde su punto de vista, mientras la cachaba en cuatro, agarrando su abundante melena morena para que se arqueara más. Isabel no se había todavía enterado de mi existencia que yo ya conocía cualquier rincón de su anatomía, de su boca de excelente chupadora a su ano obediente, pasando por sus pezones siempre erguidos y sus ojos marrones de zorra insaciable.
Después de nuestro último encuentro [ver cuento Cicatriz] con Alejandro habíamos establecido un plan imparable para poder acabar los tres en la misma cama. Las ganas de Isabel de tener un trio con otra mujer habían facilitado las cosas. Solo nos había tocado encontrar una forma de “conocerme”, dado que mi relación con su esposo debía quedarse secreta. A él se le había ocurrido explicarle que recibían a algunos colaboradores suizos y que habían ido a cenar después de firmar un nuevo contrato. Era un viernes lo cual su hija había ido a dormir en casa de una compañera del colegio y, para no pasar la noche sola, Isabel se había juntado con un par de amigas para tomar una copa en su bar favorito. De ahí, las cosas habían sido de una sencillez indecente: me había llevado al bar después de la supuesta cena entre colegas y, al presentarme a su esposa, le había dicho discretamente – supuestamente para que yo no lo escuchara – que había sentido alguna química entre nosotros y que le traía a una potencial compañera para compartirlo. ¿Se parece un escenario de película? Vaya, ¡perdónenme por tener tanta suerte!
Vivían en el centro de la ciudad, en un departamento amplio, con un interior moderno. La sala de estar y su sofá de cuero negro parecían sacados de una revista de design, cada mueble u objeto de decoración estaba colocado con gusto y precisión. Reconocí inmediatamente la afición de mi amante para las cosas bellas y ordenadas. Sin ser un maniático del orden, le gustaba organizar su trabajo y el espacio en lo cual vivía de una manera meticulosa. A la ocasión de uno de nuestros encuentros, me había enseñado fotos de su cocina, una cocina de catálogo, perfectamente pulcra. Me había llamado la atención la isla central y su mesa de trabajo de mármol blanco, con una cesta de metal que contenía naranjas – una mancha de color calculada–, y sus cuchillos brillantes, ordenados del más grande hacia el más pequeño en un imán colocado en la pared. Me acordé lo chistoso que me había parecido el desface total entre la foto de su cocina donde reinaban el orden y la precisión, y su persona en aquel momento: echado en una cama desordenada por nuestros retozos, sudado, con las mejillas y la barba todavía mojadas por mis fluidos. Alejandro era un hombre de contrastes.
No hubo el clásico “¿Tomamos un vino?” que se hubiera podido imaginar para que nos pongamos cómodos, no hacía falta. Los tres estábamos completamente listos y con ganas de la misma cosa, ni siquiera habíamos hablado en el camino desde el bar. Apenas llegados, Isabel me invitó a seguirla hacia el baño de la forma más natural del universo.
—Sandra, voy a tomar una ducha rápida, ¿quieres ir conmigo?
Asentí en silencio, tomando la mano que me ofrecía. Cerró la puerta detrás de mío, abrió el agua en la ducha italiana y se quitó la ropa. Me sorprendía su actitud tan segura, no parecía incomodada al desvelarme su intimidad, al contrario. Metí eso en la cuenta de que tenía un cuerpo hermoso y que le gustaba enseñarlo. Alejandro me había contado que cuando no tenían a su hija con ellos, los dos solían ir a playas escondidas para poder disfrutar del sol desnudos. Obviamente, estas salidas de verano no se limitaban a tomar el sol y bañarse, como lo había podido comprobar con un video suyo. A mí nunca me había molestado desnudarme frente a mujeres, lo hacía cada vez que iba a la piscina y la experiencia sáfica que había tenido hacía un año (ver relato “Carmela”) había terminado de quitarme cualquier pudor en presencia de una mujer. Pero al ver en persona a Isabel, perdí mi facilidad en bajarme los pantalones. Comparé su cuerpo con lo que veía del mío y la inquietud de disgustarle me invadió un breve instante.
—¿Te vas a duchar vestida? —me preguntó, riendo, al ver que me quedaba inmóvil mirándola.
Le contesté que claro que no, escondiendo mi timidez, quitándome también la ropa, mirando el piso, un toque incómoda. Isabel se metió bajo el chorro de agua y abrió los brazos a modo de invitación.
—Ven, relájate… Vamos a pasar un buen momento…
La alcancé y su abrazo hizo volar mis dudas e inquietudes. Abrazaba como su esposo, con una mezcla perfecta de ternura y deseo. El agua chorreaba sobre nuestros cuerpos desnudos, nuestros senos se pegaron, perecía que nuestros pezones se besaban. Alejandro entró en el baño mientras la excitación me sumergía. Se quedó fuera de la ducha, mirándonos. Isabel, que le daba la espalda fue la que empezó las festividades, al pasar su mano entre mis piernas para amasar suavemente mi intimidad. Agarré una de sus nalgas, era firme y redonda, me entraron unas ganas de exprimirla con fuerza y clavarle las uñas. Miré a mi amante como para pedirle permiso quien, con un ligero movimiento de cabeza, me dio la luz verde.
Lo hice, gimió y su boca se pegó a la mía, como si fuera la señal que esperaba. El contacto de su barbilla suave contra la mía me extrañó un instante, siempre me sorprendía esta sensación al besar a una mujer. Pero al encontrar su lengua, mi excitación duplicó, haciendo volar cualquier duda. La reacción de Isabel al ligero dolor de mis uñas en su nalga me animó a seguir en esta dirección, tomé uno de sus pezones y lo hice rolar entre mis dedos, como me gustaba que a mí se me lo hiciera. Su beso se hizo más intenso y su mano apretó mi entrepierna con más fuerza, entendí que mi gesto faltaba de convicción. Era claro que su placer en el dolor estaba a otro nivel que el mío. Pellizqué su pezón más fuerte, pasando el límite de lo que yo podía aguantar. Tuvo un respiro hondo y su boca se acercó de mi oreja.
—Así es como me gusta —me susurró.
Alejandro desabrochaba los botones de su camisa mirando mi mano amasar y arañar el culo de su esposa. Nos sonreímos. Dio un paso en la ducha para agarrar un gel de baño y dejar caer una gota en la mano que le tendí espontáneamente. La escena pasaba a espaladas de Isabel que parecía saber exactamente lo que le estábamos preparando al ver como meneaba lentamente su culo. Nuestras bocas se habían dejado y ahora me besaba y me lamia el cuello. Sus lenguazos tiernos de gata agradecida se mezclaban con el chorro del agua tibia. Entre mis piernas ya ardía un fuego vivo. Untado con algo de gel, uno de mis dedos pasó entre sus nalgas, buscando su hueco. Isabel se arqueó, era lo que esperaba. No me hizo falta apretar su ano para penetrarlo, ella misma lo buscó, mientras su lengua bajaba de mi cuello a mi teta, con un gemido de placer. Me reconocí en su actitud. ¿Cuántas veces había buscado los dedos que se me presentaba para que uno de mis agujeros se los tragara? A Alejandro le gustaba esta actitud que traducía unas ganas intensas, entonces imagínense cuánto le complacía ver el espectáculo que le estábamos regalando.
Tocaba su verga a través de su jean y su boca se había entreabierto. Adivinar su lengua brillante de saliva me arrechaba tanto como sentir el ano de su mujer apretar mi dedo, quería cacharla y ser cachada por él. Isabel se puso a mover el culo con más insistencia, entendí sin esfuerzos que quería que la abriera un poco más. Un segundo y, rápidamente un tercer dedo alcanzó al primero en su culo mientras me mamaba. Siempre había tenido los pezones muy sensibles, hacían de mis pequeñas tetas una zona volcánica. Las sensaciones que me transmitía siempre me habían excitado mucho y como no lactaba, se habían quedado intactas. Esta morbosa lo había sentido y aspiraba mi pezón con fuerza, cachándose tranquilamente el culo sobre mis dedos. Se había abierto con una facilidad impresionante, seguramente gracias a la intensa práctica anal que tenía con su pareja. Las imágenes de uno de sus videos me volvieron a la mente: ella en cuatro, con un dildo de un tamaño considerable metido lo suficiente en su culo para mantenerse solito ahí, chupando a Alejandro. Isabel me sentía hervir y me metió dos dedos en la concha, fui yo quien tuve el primer suspiro fuerte.
—Creo que nuestra invitada está muy a gusto, ¿no amor? —le preguntó Alejandro a su esposa.
—Tanto como yo —le contestó con una voz lasciva.
—¿Ya estás lista?
La pregunta era para Isabel, pero con la sonrisa que me dirigió al pronunciarla, entendí a qué se refería sin mucha dificultad. Me gustaba este juego, cada uno entrando naturalmente en el papel que más le gustaba, sin esfuerzos. Entre dos suspiros, eché leña al fuego, tratando de mantener cierta contundencia mientras los dedos de su esposa ocupaban deliciosamente mi concha:
—¿Te abrí lo suficiente, Isabel? —le pregunté, medio burlona.
Era obvio que sí y que esperaba más, al ver cómo mis dedos estaban cómodos en su culo. Contestó a su esposo.
—Sí, ya me lo puedes meter, quiero el de metal.
Alejandro, esposo considerado y precavido, había anticipado los deseos de su mujer y sacó de su bolsillo un plug plateado. Su tamaño me impresionó, era por lo menos el doble que el que me había regalado [ver cuento Reencuentro con el lector]. Su mirada había cambiado, se había despertado su alma dominadora.
—Sandra, ¿puedes retirar tus dedos del culo de esta perra, por favor?… Ya, muy bien, separa sus nalgas para que se vea a bien su hueco.
Isabel había vuelto a chupar mi pezón suavemente y gemía discretamente de placer, como un ronroneo satisfecho al estar en el centro de nuestra atención. Alejandro hizo un paso en la ducha untó el juguete con algo más de gel de baño y lo insertó en el culo de su esposa. Con una repentina intensificación de sus gemidos, supe que estaba en la parte más ancha. Su esposo la mantuvo así un rato, abierta al máximo. Lamentaba no poder verlo, la mirada brillante de morbo de Alejandro que no se perdía un segundo de la dilatación de su mujer, me confirmaba que el espectáculo era un deleite. Cuando el ronroneo de placer de Isabel cedió el paso a un gruñido de queja insatisfecha, entendí que su culo se había tragado el objeto y que la parte más estrecha no le bastaba. Retiró sus dedos de mi intimidad, se enderezó, me dio un beso rápido en la boca y miró a su esposo con cierta irritación. Si le gustaba ser dominada y que su esposo la tratara como una perra, era ella quien orquestaba cualquier de sus gestos.
—Hubieras podido hacerlo con más tiempo, apenas lo sentí.
—Perdón, amor. Te prometo tomar todo el tiempo que tú quieras cuando te lo voy a retirar…
Marcó una pausa, buscando con la mano en su otro bolsillo. Una sonrisa iluminó la cara de Isabel al ver lo que sacó de ahí. Su mano pasó entre mis nalgas y uno de sus dedos empezó a jugar con mi ano.
—A ver, Sandra es tu turno, date la vuelta —me dijo mi amante con un juguete idéntico en la mano.
Continuará…