Anita y María eran inseparables. No había nada en la vida de María oculto para Ana y viceversa. Se querían profundamente. María cumplía años solo un mes antes que su prima Anita. Ambas compartían un gran respeto por el culto cristiano y asistían todos los domingos al culto; bailaban con los ojos cerrados, dando vueltas; exaltaban con viva voz las gracias del Señor. Anita admiraba la devoción con la que María se entregaba al culto: con los ojos cerrados, inmersa en sus pensamientos, daba gracias mientras mantenía sus manos en el aire en señal de recibimiento.
Vivían en la casa con doña Aleida, la abuela de las dos chicas. Doña Aleida, estaba acercándose a los setenta años. Era una viejita bondadosa que mantenía buenas relaciones con sus dos nietas. Gran parte de su tiempo vivía acostada viendo telenovelas en su cuarto; tenía un televisor antiguo, cuadrado.
Anita no encontraba nada extraño en la cercanía de María con Roberto. Roberto era un hombre de cuarenta y dos años, de mediana estatura, de cejas pobladas, con barba y muy velludo en todo su cuerpo. Sí había notado que a veces los dos buscaban lugares solitarios de la casa para hablar. Hablaban algo pegaditos; pero, ni así, Anita notaba nada extraño. Tres días atrás, los encontró en la sala del apartamento de Roberto; este le hablaba algo al oído y María sonreía con agrado. Tampoco así, encontraba nada extraño.
Desde que llegaron del pueblo, las dos primas junto con su abuela, habían establecido una muy buena relación con Roberto. El las atendió muy amablemente desde que se alojaron en su casa. Fue muy hospitalario, hasta el punto que la primera cuota de arriendo que ellas le pagaron fue de tan solo la mitad. Las dos primas se instalaron en el único cuarto de arriba y su abuela en un pequeño cuarto en la planta baja, al final del pasillo. El apartamento donde residía Roberto, hacía parte de la misma casa. También estaba ubicado al finalizar el pasillo, en frente de la alcoba de la abuela Aleida.
Eran las diez de la mañana. Anita no encontraba nada que hacer. María había salido con Roberto; no volverían hasta en horas de la tarde. Doña Aleida estaba recostada viendo La Rosa de Guadalupe en su adusto televisor, en su cuarto. Anita entró en el apartamento de Roberto y se sentó en el sofá. Así lo hacía regularmente; se sentía muy cómoda en él. Dejó caer su cabeza sobre el espaldar y meditó durante un par de minutos.
Sin nada que hacer, Anita tomó el control remoto del televisor. Oprimió el encendido y lo primero que vio, fue un zapato negro de charol y una media blanca larga que no alcanzaba a cubrir la rodilla; reconoció una rodilla y un muslo que se extendía hasta la forma redonda de una nalga totalmente descubierta. Era el cuerpo de una mujer de rodillas y mostrada de medio lado. Esta toma se mantuvo así por quince segundos. En este tiempo reconoció que el zapato y la media eran de María; también escuchaba durante este tiempo el jadeo sensual de una mujer. Anita seguía sin entender qué hacía su prima allí, de rodillas, con sus piernas y el trasero desnudos. Lo que empezaba a ver y a sospechar le producía dentro de sí una sensación extraña; como algo que no se debe aprobar.
La cámara empezó a girar en torno de la mujer. Ahora se veían las piernas delgadas, una manos que se posaban sobre los muslos para sostener el cuerpo; luego el abdomen y el ombligo. Todo al descubierto, sin la menor prenda. En fracción de segundos, reconoció la cicatriz de María, encima de la muñeca del brazo izquierdo.
La cámara empezó a correr hacia arriba descubriendo un torso delgado. Pasó seguido, empezó a enfocar un par de senos pequeños con unos pezones erguidos. Siguió subiendo hasta enfocar el rostro de la mujer: era ella, María; con un pene caliente dentro de su boca.