Frustranía
Unos de los problemas que mas hacen hendida en una persona puede que sea la “frustranía”. Esta situación me la conozco de memoria, quizás más de lo hubiese querido. Si no sabes qué quiere decir “frustranía”, no importa: seguro que también lo has experimentado alguna vez, y si no, entonces solo tienes que mezclar a partes iguales una porción de frustración y otra de monotonía.
Acabo de salir de una relación de más de 20 años de duración, y si soy sincero, está bien así: fue la mejor solución.
El apetito y las ganas sexo de los primeros años hace ya mucho tiempo que fue historia. Mis necesidades y ganas se han ido incrementando año tras año, y a cambio, dichas ganas y afán de cuerpo desnudo han ido mermando en ella exponencialmente: el amor se ha ido transformando en costumbre.
Nuestra separación ocurrió después de unas vacaciones que cogió, yéndose ella con su madre y su hermana a pasar un par de semanas en las Baleares. En lo que a mí se refiere, y siendo sincero, en el vacío de su ausencia no hubo ninguna variación, pues este ya me venía acompañado diariamente algunos años. Así fue como a su regreso decidí finalizar esta situación y plantear nuestra separación: ninguna emoción fuerte, ningún afecto, solo decepción y muestras de agravio.
Hoy en día vivo solo en un pequeño piso de alquiler en Coruña. Pudimos arreglar nuestra separación de una forma bastante pragmática: me dejó tocado financieramente, se quedó con nuestro piso, y a cambio me tuve que quedar con el coche: estaba cansada de los típicos juguetes masculinos. Es cierto que fue un arreglo desventajoso, pero siendo sincero, me he ganado mucha tranquilidad a cambio, y eso sí que no tiene precio.
Mi día a día, a diferencia de haber compartido piso con otra persona, es igual de monótono que antes. La única diferencia es la soledad, que acentúa en momentos difíciles la necesidad de sentir un cuerpo ajeno. De todas formas, he tenido que aprender a controlarme: En caso de apuro me voy tomar unas copas, doy unos paseos, busco la satisfacción en el baño, y cuando el aprieto es extremadamente grande, llamo por teléfono y hago venir una escort a casa. Por lo demás sigo con mi trabajo de administrativo en una oficina céntrica, con un equipo de unos diez compañeros y compañeras agradables (unos más, y otros menos), los cuales conocen mi situación de una forma directa o indirecta.
Guardando distancias
Julia es una mujer agradable, tengo poco trato con ella. Nos conocemos ya unos cinco años y es la asistente del dueño de la oficina.
A sus 50 se nota bien que ella ha sido una mujer atractiva de verdad. Hoy en día el tiempo y sus dos hijas le han dejado huella, si bien ella sabe perfectamente cuidar su cuerpo.
Debo confesar que me sorprendió ese día que se acercó a mi oficina con ganas de hablar: siempre he tenido con ella, así como con toda otra compañera una relación agradable, respetuosa y prudente: soy un profesional e intento mantener a cierta distancia vida privada de una forma sana.
–Hola Celso, ¿puedo?
–Hola Julia. Claro. Entra, por favor
Era Julia, que ese día había golpeado con los nudillos de una forma mezclada de timidez y prudencia.
Me sorprendió su presencia: no tenemos mucho contacto directo. Simplemente alguna que otra gestión con Sonsoles (la directora de la oficina), los cruces habituales en la cafetería, los pasillos y alguna que otra reunión o evento. Ni más, ni menos.
–Dime Julia, ¿Cómo te puedo ayudar? Entra, por favor.
–Gracias, Celso.
–Verás, y perdona que interrumpa.
Julia se mantuvo apoyada al umbral de la puerta, sosteniendo la manilla, notándose en cierta forma un poquito sonrojada.
–No sé, pero… ¿es que tu tendrías un poco de tiempo para mí?
–Si, por supuesto. Toma asiento, por favor.
–Mira, no. ¿Podemos hablar de ello después del trabajo?
¡Vaya! Debo confesar que Julia me acababa de dejar de una pieza: No me podía explicar cuál sería el motivo de lo que habría pasado, pero de todas formas no tenía ganas de rechazar su propuesta.
–Necesito una opinión tuya, y prefiero hablar de ello en otras circunstancias. ¿Te va bien a las ocho en La Granera?
–Si, claro. A las ocho me va bien, y de todas formas no tengo compromisos.
–Gracias Celso. Otra cosa: si no te parece mal…
–Perdona que te interrumpa, pero no tengas ninguna inquietud: soy totalmente confidencial
–Lo sé. Por eso me gustaría hablar contigo.
Dicho eso, julia se retiró con una sonrisa de agrado mezclada con una inocente gratitud y una buena porción de tranquilidad.
Menuda forma de empezar la tarde del jueves. Cierta impaciencia se logró apoderar de mí, dando rienda suelta a alguna que otra alucinación absurda. De todas formas, yo tenía bastante tarde por delante y necesitaba acabar unas tareas pendientes.
A las seis y cuarto ya habían dejado algunos compañeros su puesto. Yo finalmente había podido acabar casi todo, pero de todas formas me quedé con dejarlo para el día siguiente y marcharme a casa para refrescarme un poco.
Al salir de la oficina me despedí de alguno que otro, viendo también a Julia, que estaba cotejando alguna información para Sonsoles, Andrés, al teléfono como siempre y Ferrán.
Tras cruzar la mirada con Julia durante solo un par de segundos, y asintiendo, cerrando los ojos, todo ello con mucha cautela, me fui a mi piso liberando mi mente: lo suelo hacer al entrar en el ascensor.
Siempre agradezco el viento enfrente al volver a casa en bici: me refresca la cabeza y pone todos los pensamientos en su sitio.
Hogar, dulce hogar
Llegar a casa es la culminación de la jornada: Mi lugar de recogida, mi intimidad, mi preciado refugio. Cada cosa en su sitio. Así, como yo lo quiero.
En el año y unos meses que saboreo mi independencia real intento tener todo a gusto, evitando una decoración espartana o sobrecargada y dando valor a pequeños detalles. Se puede decir que a raíz de mi separación le he podido dar un valor real a mis gustos.
Después de ducharme y ponerme algo cómodo, saboreo desde el balcón una última vista de la playa de Riazor: me quedan unos veinte minutos para la encontrarme con Julia.
Le echo un vistazo al piso –me gusta siempre dejarlo en orden– y me dirijo a la puerta. Ya en el ascensor me pido un taxi, pues el tiempo no es lo que tampoco ahora me sobra.
¡Hola!
El jueves no es un día muy bueno para andar por la ciudad por ciertas zonas. Sobre todo, si de Ramón y Cajal alargas por la Av. de Oza: debe ser que el taxista pensó verme la cara. Pero bueno: hice un esfuerzo para no llegar desentonado.
Puesto en La Granera me dirigí al fondo dónde hay unas mesas que ofrecen un poquito de intimidad, pues supuse que la conversación con Julia necesitaría alguna que otra discreción.
El local ya tenía su ambientillo. Parejas disfrutando de la velada entre sonrisas y alguna que otra carcajada, un tipo con su portátil en plan “soy interesante”, más bien desentonando un poco –oye chaval, que no son horas para hacer ahora el gilipollas –(lo primero que se me pasó por la cabeza, sinceramente), el grupito de “nenas” pasadas de edad y que daban la sensación de que su coño ya estaba sobrepasado de temperatura para hornear un pavo y algún que otro perdido buscándole el fondo al vaso.
Tan pronto como el camarero se acercó a la mesa me sinceré, diciéndole que, si había que hacer reserva, lo sentía mucho, pero que se trataba de una situación que necesitaba a toda costa esta mesa: le agradecería el detalle.
Juan se asombró con mi iniciativa, diciéndome que claro, no era la norma, pero si era así, entonces cerraría los ojos por un par de minutos.
–¿y que te pongo?
–Si eres tan amable, entonces una tónica.
–¿Tónica?
–Si, por favor. Y el detalle te lo tendré en cuenta. ¿vale?
–Sin favor, ok.
Me encanta la puntualidad. Yo mismo siempre digo, que el que llega puntual, siempre llega tarde. Haber llegado a las ocho menos un minuto fue un aterrizaje de precisión… eso sí, con mal sabor por llegar puntual – y eso me hizo pensar en mi querido taxista y la carrera para turistas. El minutero quiso darle unas 16 vueltas a la plaza hasta que llegó Julia. No me pareció mal, pues su razón tendría, y preguntar no era una cosa que mereciese importancia: “Si quiere, ya me dirá la razón, y si no, pues eso, no es alguien con quien me cite a menudo”.
–Perdona Celso. Me sabe mal llegar tan tarde.
–No te preocupes Julia. Tengo todo el tiempo y tus razones tendrás.
–Sí. Las tengo.
–Vale. Por mí no te sientas de ninguna forma incómoda.
–Joder Celso. Tú sí que no me decepcionas –me espetó intentado contener una media sonrisa de agradecimiento.
Pararme a pensar en esos pequeños detalles, analizando qué había pasado, fue un minúsculo haz de luz que me insinuó una creciente toma de confianza conmigo. Me quedé interiormente hambriento de curiosidad de qué sería lo que vendría después.
–Juan hizo su acto de presencia pomposa, coordinada y de una cierta forma – como muchos camareros de bar modero – típicamente vanidosa: ¿Qué tomamos, chicos?
–Tú por ti, lo que tu corazón quiera saciar, pero un segundiño, por favor.
Cambiando la mirada, me dirigí a Julia:
¿Qué te apetece?
–Tráeme un “Aperol”, por favor.
–A mi tráeme otra, por favor.
Juan no pudo ocultar cierta irritación provocada por la negativa del “tomamos”. Tras estrujar una sonrisa forzosa nos dejó por un buen tiempo en calma –quizás algo más de lo normal– pero eso: en calma.
–Mira Celso. Gracias por venir.
El caso es que yo no tengo muchas amistades, y las pocas que tengo no sol realmente adecuadas para cierto tipo de conversaciones.
–No me lo agradezcas. Es un placer para mí, Y si te…
–Gracias de todas formas –dijo interponiéndose a mi respuesta.
Nos conocemos ya unos años. Eres una persona seria, agradable e inspiras a todos confianza.
–Mira, es que… –intenté responder, pero ¿quién para un fuego activo en plena sequía con un cubo de agua?
–El caso es que necesito tu opinión, porque la forma de haber llevado tu vida ahora tras la separación de Ángela me podría ayudar a arreglar la mía.
–¿Ángela…?
–Sí, tu ex tiene contacto con Luz, y Luz no tiene precisamente un nivel de intelecto muy alto.
Pero bueno, esa es otra historia.
Nos dieron las diez de la noche casi sin darnos cuenta.
Julia estaba viviendo de forma activa el desengaño de su vida, teniendo que aceptar que la vecina de toda la vida había usurpado una gran parte de su marido, el cual veía en Julia cada vez más a esa mujer que limpia la casa, organiza la familia y cocina. Parece que los diez años de diferencia habían acentuado crecientemente el interés de su marido a otras puertas: la de abajo, precisamente.
Dos horas intensivas describiendo situaciones, alguna que otra lágrima, un par de “Aperol”, otros pares de Gin-Tonic, en fin: toda una combinación que nos hizo abrir nuestros rinconcillos mas preciados de nuestra alma, escuchando, aceptándonos en nuestros hechos, teniendo consideración y respeto mutuo, y eso sí, guardado una distancia de una posible zona de peligro.
–¿Y tu vida?, ¿Cómo lo llevas? –quiso saber Julia
–Pues mira: tengo días malos, y días peores. De vez en cuando me rio de mí mismo y me parto el culo de risa.
También tengo mis necesidades, vivo solo y a veces no paro de subirme por las paredes hasta llegar a situaciones extremas… y por si fuera poco, la vecina del edificio de enfrente camina frecuentemente en pelotas por su casa. O sea, que estoy listo para el loquero.
A mis cincuenta aceptas que tienes que perder tus exigencias y te vas haciendo a la idea de que pronto tendrás que tatuar una H en la coronilla para que puedan aterrizar los drones en la calva…
Julia cogió mi mano, acariciando el dorso de mi mano, mirándome fijamente, y esgrimiendo una media sonrisa de algo parecido a compasión. No pude evitar devolverle una sonrisa agradable y sincera.
–¿Te parece bien si hacemos ponemos hoy una pequeña pausa?
Me agrada extremamente saborear tu compañía, pero no quiero abusar de ella. Te aprecio demasiado como para hacerlo.
–Huy qué rico eres: No te preocupes ¿compartimos taxi?
–Vale, pero con la condición de que page yo.
–Me sabe a mal, pero bueno.
Tras pagar, agradeciéndole el detalle a Juan, salimos del local aspirando una buena bocanada de aire fresco. Nos dirigimos hacia Cuatro Caminos, a la parada, saboreando tanto cada paso como cada palabra de nuestra conversación.
Julia se afirmó a mi brazo, apoyando su cabeza en mi hombro. No sé si los “Aperoles” le habían engrasado sus frenos o alzado la motivación. Para mí era una situación algo incómoda, pues yo trabajaba con ella no quería originar problemas innecesarios.
Los ocho minutos que se necesitan hasta Cuatro Caminos se nos iban haciendo extremadamente terminables. Su mano acariciaba furtivamente mi brazo, intentaba que me dieses solo en lo necesario cuenta y continuaba correspondiendo a nuestra conversación cada vez mas abierta, cada vez mas sincera, y cómo no, cada vez más delicada.
El taxi nos amenazaba la despedida con una ferocidad terrible. Nos enseñaba los dientes, gruñéndonos una despedida forzosa.
Al llegar a la altura, Julia me miró de una forma que despertó cierto acojone en mí. Puso su mano sobre mi pecho, y con una mirada algo ruborizada me preguntó si podría pasar la noche en mi casa, si es que no fuera molestia.
–Si, claro. No te preocupes: tengo una pequeña habitación que hace de oficina. Ahí iré yo y tú puedes disponer de mi dormitorio: esa es la condición.
¿Y ahora?
Julia apoyó su cabeza en mi pecho, acariciándolo como quien lo hace a alguien a quien se tiene cariño: Una sensación que no había tenido desde hace mucho tiempo, y precisamente me estaba descuartizando por dentro.
Nos subimos al taxi y llegamos al edificio en cuestión de minutos: Durante el trayecto, sentado en el asiento de atrás, en compañía de un bombón rubio de pelo liso, apoyado otra vez a mi pecho, y sintiendo unos senos de perdición tan poderosos como firmes, no pude mas que desviar mi atención a lo embrujadamente preciosa que es La Coruña.
Llegados al portal Julia quiso pagar la carrera. Nos bajamos del coche y mirando al portal me preguntó:
–¿En qué piso vives?
–En el séptimo: es mi cielo particular. Tiene acceso a la terraza, y ahí es donde tengo yo mi paraíso.
Julia esbozo una agradable sonrisa: ¿Me la vas a enseñar?
–Solo si tu quieres.
El recorrido del ascensor ya algo entrado en años era digno de paciencia. En nuestra respiración había una buena porción de nervosidad. En el quinto piso Julia tomó mi mano, enlazando suavemente sus dedos en los míos. Me formé de valor al llegar al sexto piso, y quise intentar evitar mayores:
–Julia …
Me miró fijamente a los ojos.
Menudos ojos verdes claros, menudos labios de perdición, perfectamente maquillados,
Julia trasladó su punto de equilibrio a sus puntillas y me besó suavemente en los labios, dejando reposar los suyos durante unos segundos y presionando finalmente mi labio inferior.
El séptimo piso decidió separarnos.
Abrí la puerta del piso, invitándola a entrar.
Una vez dentro, y tras cerrar la puerta, Julia rodeó mi cuello con sus brazos y me ofreció un beso carnoso y apasionado.
Mis manos acariciaron su sien. Tras un minuto intenso, y aprovechando una pausa, volví a intentar apaciguar la situación.
–Julia, esto me va a hacer daño.
–Haré lo posible para que no sea así. ¿Me enseñas tu terraza?
–Claro, pero dame un minuto para hacer un gin-tonic, si también te apetece.
–Perfecto. ¿Dónde tienes el baño? ¿puedo usarlo?
–Sí. Es esta puerta.
Tras hacer los combinados esperé unos minutos a que se refrescara. Al salir del baño avancé hacia la escalera interna, abriendo la puerta móvil de la azotea.
La vista a la ciudad era en ese momento espectacular: una noche clara, iluminada por los numerosos edificios.
–Sube
Julia saboreaba con cada peldaño una vista encantada: la ciudad haciendo el honor de encanto.
–Menuda vista que tienes.
Tomé asiento en el sofá esquinero, y me quedé estudiando cada milímetro del cuerpo que escondía su ropa. Julia, apoyándose en la barandilla, no salió de su asombro al comprobar que mi vecina realmente hacia honor a la falta de ropa en casa:
–Sí que está desnuda
–¿y lo entiendes ahora? No es nada fácil, ¿verdad?
Julia se dio media vuelta, acercándose lentamente hacia mi. Se sentó en mi rodilla y me ofreció sus labios buscando mi lengua con toda decisión.
Nos besamos intensivamente y nuestras manos ansiaban conocer nuestros cuerpos.
Su blusa era muy suave. Bajo ella se ocultaba un muy diminuto michelín que el tiempo no quería perdonar. Mis manos continuaron subiendo hacia sus senos. Firmes como ellos solos, intensos… y voluptuosos. El sujetador no tenía compasión con ellos e intentaba neutralizar la fuerza de gravedad, comprimiéndolos de tal forma que no dieran rienda suelta a la realidad de fomentar deseo y lujuria.
Mis manos acariciaban sus pechos confinados en un suave y delicioso sujetador. Su perfume afrutado en combinación con el ligero sabor salado de su tersa piel hechizaba mi mente, eliminando cualquier tipo de pensamiento o resistencia: me estaba perdiendo en mí mismo.
–“ábrelo”
Tan sumiso como voraz. Mi cerebro se había mudado a mis manos. Un pequeño forcejeo, una pequeña resistencia quiso contenerme, pero el afán por saborear sus firmes pezones venció todo intento de resistencia.
Cada botón de su blusa fue cediendo en un combate destinado a perder. El sujetador, perfectamente blanco y ya abierto, cayo rendido ante unos labios ansiosos por saborear esos pezones perfectos de unos tres centímetros. ¡Cuánto bueno y cuánto perfectamente escondido!
La erección que yo tenía no pasaba desapercibida. Mi verga soportaba una tensión extrema.
Al mismo tiempo que yo succionaba sus pechos, besaba su abdomen hacia su ombligo, deslizando mis manos por su espalda hacia sus nalgas, sus manos acariciaban mi pecho, deslizándose por mi barriga en dirección al pene, acariciándolo sobre el pantalón, así como acariciando mis testículos firmemente.
Sin palabras, sin un “te quiero”. Solo contacto, caricias, sudor y pasión.
En un momento, y aprovechando un movimiento suyo, pasé mis manos de su cintura al interior de su falda.
Sus firmes nalgas invitaban a más caricias.
Mis manos rodearon su tanga en todo su entorno. Sus glúteos carnosos y firmes eran el perfecto resultado junto a sus pechos de un cuerpo cuidado a conciencia.
Deslizando mis dedos por el pliegue de las nalgas hacía pequeñas incursiones en los extremamente humedecidos labios mayores.
Sus ligeros gemidos dejaban al descubierto un goce que posiblemente hacía tiempo que echaba de menos. Mis manos querían más, deseaban su clítoris, deseaban también sus preciosos senos, la deseaban a ella toda, y mi boca también quería ser partícipe de un cuerpazo de perdición.
No sé de dónde ni como me salió la fuerza, pero como un poseído por el demonio la alcé por la cintura y deslicé mi espalda por el asiento del sofá, poniéndola a ella sobre mi tórax.
Su sexo ejercía una atracción total sobre mí. Tras unos segundos de pausa, y buscando su mirada, acaricié sus nalgas.
En nuestros ojos había un deseo extremo. Las estrellas eran cómplices de nuestra perdición. Nuestras miradas no hicieron mas que confirmar que esta noche no iba a haber compasión para nadie.
Volví a alzarla por la cintura, acercando su sexo a mi boca, lamiendo sobre su tanga ese clítoris maravilloso. Ella estaba toda empapada, su glande, su himen, todo un espectáculo de perdición.
Los gemidos de Julia tomaban cada minuto un mayor plano en nuestro deleite. Julia sentía la pérdida de control, sentía las ganas de devorar un pene en sus entrañas. En movimientos de vaivén refregaba todo su coño en mi boca.
–¡Espera!
Sin tener algún tiempo a reaccionar, Julia se libró de sus braguitas, ofreciéndome un coño perfectamente rasurado y hambriento.
Yo tenía la necesidad de más cuerpo. Con un poco de presión pude hacer que Julia se recostase sobre mi abdomen. Un pequeño empujoncito y su ano también era mío.
Masajeé con mi lengua firmemente la entrada de su ano, cambiando otra vez a su clítoris y de vuelta otra vez atrás. Mis manos afirmaban sus pechos, y sus gemidos crecían de tono desmesuradamente.
–joder Celso ¡me estoy perdiendo!
No sé de dónde sacó la fuerza, pero en unos segundos se alzó, dándose la media vuelta y de rodillas sobre el sofá desabrochó mis pantalones, bajó mi bóxer y se afirmó a mi pene.
Su perfecto culo era todo un espectáculo ante mi: Coño y culo a mi entera disposición.
Julia empezó a acariciar el capullo con su lengua. Sus movimientos envolventes lubricaban el glande, y yo cada vez intensificaba más y más mis embestidas de lengua en su coño: quería que se corriera de una puñetera vez, y lo estaba logrando poco a poco.
Julia rodeaba mi glande con sus labios, hacía pequeñas succiones y puntualmente daba un mordisquillo: sabía perfectamente lo que era una buena mamada.
La intensidad de mis lambidas cada vez mas fuerte hacía que Julia hiciese pausas mas frecuentes en sus chupadas. Ahora había pasado no solo a succionar el glande, sino también a tragarse el rabo hasta el fondo.
Yo me las veía y deseaba para no correrme, y la salvación de esa situación fue que Julia se corrió sin inhibición. Sus jugos recorrieron mi cara, y yo seguí acariciando su clítoris y su ano con mi lengua.
Su intenso gemido de satisfacción no hizo mas que confirmar su éxtasis. Tras unos segundos de recuperación, Julia continuó devorando todo el tronco de mi pene, mimando el glande y tragando malvadamente el pene.
–Julia, voy a reventar
Ni caso: ella devoraba con una fijación extrema mi pene. Su boca recorría desenfrenadamente todo el tronco, lamia mis testículos y su lengua mimaba el capullo. Otra vez tragar profundamente, otra vez con intensidad.
–¡Julia!
Otra vez ni caso. La explosión fue inevitable. Mi semen manaba a ritmo de cada espasmo, y Julia continuaba devorando mis entrañas.
Tras unos segundos de calma, y tras haber lamido cada gota restante, Julia se dio la vuelta hacia mí.
Yo no pude evitar besarla con pasión, acariciando su cara, su pelo, su cuerpo.
–¿Qué estás haciendo conmigo?
–Acabas de abrir la caja de pandora, Celso.
Me susurró al oído, rodeando mi oreja con su lengua, chupándola, para finalmente volverme a besar con pasión y deseo.
–Te quiero tener dentro. ¡llévame a tu cama!
Cogí a Julia en mis brazos y nos fuimos a mi dormitorio: la perdición acababa de abrir sus puertas.
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