Mi nombre es Aracelly, aunque todos me llaman Chelly. Durante mi embarazo, fui bendecida con una experiencia apacible, llena de cuidados y ternura por parte de mi esposo y mi suegra. Cada día avanzaba sin contratiempos: no conocí las náuseas matutinas, los mareos ni las incomodidades que tantas mujeres mencionan. Un tiempo de calma y esperanza, un preludio sereno al momento más trascendental de mi vida.
A los nueve meses exactos, mi hija robusta llegó al mundo, una criatura llena de vida y de un hambre insaciable. Desde el primer momento en que la sostuve en mis brazos, supe que nuestra conexión sería profunda e intensa. Al amamantarla, sentía como sus labios se aferraban a mi pecho con una fuerza y determinación que me dejaban sin aliento, consumiendo toda la leche que mi cuerpo podía ofrecer.
Esa voracidad me obligaba a nutrirme con más esmero. Cada día, ingería grandes cantidades de líquido con avena, chocolate y suplementos nutricionales, todo con el fin de mantenerme fuerte para ella. Era un ciclo de dar y recibir, un lazo que nos unía de manera inquebrantable.
Sin embargo, más allá de la rutina cotidiana, había un fuego que crecía entre las paredes de nuestro hogar. Mi esposo siempre atento y dedicado, encontraba maneras de avivar la llama de nuestra pasión. Cada noche, después de que nuestra pequeña se dormía, me tomaba entre sus brazos con una mezcla de ternura y deseo que me hacía sentir más viva que nunca.
—Chelly, ¿Sabes cuánto te deseo? —me susurraba al oído, su voz ronca por la emoción contenida.
—Lo sé, amor —respondía, mi voz apenas un susurro mientras sentía su calor y volviéndome—. Yo también te deseo.
Nuestro amor se transformó en una danza nocturna, donde cada caricia era un poema, cada beso un susurro cargado de promesas.
—Eres mi musa, mi inspiración —decía él, sus labios rozando mi cuello con una suavidad exquisita—. No hay nada en este mundo que desee más que hacerte feliz.
—Lo haces, cada día —le respondía mirando sus ojos llenos de amor—. Contigo me siento completa.
Mi senos se habían desarrollado de manera exuberante, una transformación que intensificaba el deseo de mi esposo hacia mí. Su apetito sexual para mí, parecía no tener límites, y cada día encontraba nuevas formas de demostrarme cuánto me deseaba. Practicábamos, diferentes formas de hacer el amor, que me dejaba muy complacida. A pesar de que mi cuerpo había cambiado con el embarazo, ganando curvas más generosas, eso solo avivaba más su pasión.
Me encontraba un poco más ancha, con una figura más plena que no había tenido antes, y eso le fascinaba. Mi pequeña ya tenía cinco meses de nacida, y cada vez que me observaba desnuda, su mirada se llenaba de admiración y sus palabras se convertían en un torrente de elogios.
—Eres hermosa Chelly —me decía, sus ojos recorriendo cada rincón de mi cuerpo con devoción—. Cada curva, cada centímetro de ti, es un deleite para mis sentidos.
—¿De verdad te gusta? —le preguntaba, un poco tímida pero al mismo tiempo deseando su confirmación.
—Me encanta… —respondía él, su voz llena de un fervor que me hacía estremecer—. Eres la encarnación de mis sueños.
Sentía como su deseo por mí se convertía en un lazo invisible que nos unía aún más. Sus manos recorrían mi piel con una mezcla de reverencia y anhelo, y cada caricia era como una chispa que encendía un fuego dentro de mí. Su devoción y deseo me hacían sentir más viva y llamada que nunca.
—Nunca dejaré de admirarte Chelly —murmuraba él, sus labios apenas rozando los míos antes de besarme con una pasión arrolladora, mientras me penetraba en un clásico misionero—. Cada vez que… te tengo en esta pose, es… como la primera vez.
—¿En… serio, amor…? —respondía, con una voz saturada de deseos incontrolables y explotando en una oleada de placer.
—¡Si! —exclamaba, cambiándome a la pose de perrito, para variar la escena y penetrarme más a fondo, como un viril jinete.
Sus palabras, cargadas de amor y deseo, resonaban en mi corazón, llenándome de una dicha indescriptible. En esos momentos el mundo exterior desaparecía, dejándonos solo aún nosotros dos, perdidos en un bar de placer y complicidad. Su amor era un refugio, un lugar donde podría ser completamente hecho sin reservas ni miedos.
Cada noche después que se dormía nuestra bebe, nos entrelazábamos en una danza de cuerpos y almas, donde cada beso y cada susurro nos acercaban más. El éxtasis compartido era una celebración de nuestra conexión, un recordatorio constante de la pasión que nos unía. Y así, entre susurros y caricias, encontrábamos en cada encuentro una nueva razón para amarnos más profundamente.
No era solo el acto físico la que no tenía, sino la profundidad nuestro amor y la conexión que habíamos cultivado a lo largo de los años. Cada encuentro era una celebración de nuestra intimidad, un recordatorio de la pasión que nos había unido desde el principio.
Así, entre la responsabilidades de la maternidad y los momentos de pasión desenfrenada, encontré un equilibrio perfecto. Mi vida se convirtió en un baile constante entre el amor y el deseo, entre el cuidado y la entrega. Y en ese equilibrio descubrí una felicidad y plenitud que nunca imaginé posible.
—Chelly, estás ardiente —me decía él, acariciándome mi mejilla con ternura, mientras en forma esquizofrénica lamía y succionaba su pene, como un sediento náufrago— tu belleza y tu deseo me deslumbra.
—Te necesito tanto —respondía, sintiendo el calor de su mano, y de mi boca desparramada los líquidos seminales—. Pero hay algo dentro de mí, algo que no puedo controlar.
A pesar de la intensidad de mis apetitos, aprendí a dominarlos, a canalizar esa energía hacia una entrega más profunda y consciente. Encontré formas de contener el fuego sin apagarlo, de convertir la voracidad en una corriente subterránea que alimentaba nuestra conexión sin desbordarla.
Mis deseos, aunque insaciables, se convirtieron en una gran fuente constante de energía y vitalidad, una gran perpetuidad de amor y pasión que nos unían. Y en ese baile interminable descubrí que la verdadera satisfacción, no venía solo del acto en sí, sino de la profunda conexión que compartíamos. Una unión de cuerpos y almas que nos hacía más fuerte y más felices cada día.
Poco a poco me di cuenta de que mis deseos eran constantes y frecuentes, una llama que ardía sin cesar dentro de mí. Sentía como mi cuerpo y mi mente anhelaban más, un torrente de sensaciones que mi esposo, a pesar de su dedicación y amor, ya no podía satisfacerme por completo. Era como si mi ser se hubiera transformado en un volcán, siempre al borde de la erupción.
A pesar de la intensidad de mis apetitos, aprendí a dominarlos, a canalizar esa energía hacia una entrega más profunda y consciente. Encontré formas de contener el fuego sin apagarlo, de convertir la voracidad en una corriente subterránea que alimentaba nuestra conexión sin desbordarla.
—Eres una… diosa… Chelly —murmuraba mi esposo en las noches más cálidas, cuando lo montaba hasta alcanzar la gloria—. Nunca dejaré de adorarte.
—Yo nunca dejaré de desearte —susurraba, mi voz cargada de placer, cuando llegaba varias veces al clímax de explosiones internas.
En esa danza de control y liberación aprendí a equilibrar mis deseos. Cada caricia cada beso se convirtió en un acto de amor consciente un recordatorio de la conexión que compartíamos. La pasión seguía ardiendo, pero ahora era una llama que podía manejar, una fuerza que enriquecía nuestra relación en lugar de consumirla. Así, en ese delicado equilibrio encontré una nueva dimensión de felicidad y plenitud. Mis deseos, aunque insaciables, se convirtieron en una fuente constante de energía y vitalidad, un recordatorio perpetuo del amor y la pasión que nos unían.
Y en ese baile interminable descubrí que la verdadera satisfacción no venía solo del acto en sí, sino de la profunda conexión que compartíamos, una unión de cuerpos y almas que nos hacía más fuerte y más felices cada día.
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Continuará.
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