A la edad de 19 años salía con una chica un año más joven que yo a la que le iba el Black Metal. Solíamos ir los fines de semana de madrugada a los cementerios a observar las lápidas a la luz de la luna y a echar un buen polvo sobre alguna sepultura.
En una ocasión, en un cementerio bastante alejado de núcleos urbanos, nos ocurrió un suceso digno de contar.
Bueno, antes de nada describiré a Marta, que así se llamaba aquella novia tan peculiar que tuve. Pues era alta, 1,72 m y compresión normal. Llevaba el pelo muy largo (hasta la cintura), y lacio. De un color azabache. Se maquillaba de tal forma que parecía estar siempre pálida, demacrada, aunque gozaba de buena salud.
Siempre iba de negro con algunos complementos en rojo. Lucía camisetas de grupos de Black Metal como Venom, Immortal y Satyricon, entre otros.
Aquel sábado, sobre las 3 de la madrugada, acudimos a aquel cementerio. Era luna llena y había bastante visibilidad aunque siempre llevamos unas linternas para ver más al detalle.
Observamos, por la inscripción de la lápida, que en una tumba habían enterrado a un hombre de 66 años hacía una semana.
–Esta tumba es perfecta para follar, Jonathan, el fiambre todavía está fresco y me da morbo hacerlo sobre su mármol –me soltó la loca de Marta.
Yo miré si estaba bien sellada la sepultura, no fuera a que el olor a putrefacción del fiambre nos arruinara el polvo. Todo estaba correcto. Le indiqué a Marta que se fuera poniendo cómoda.
–Qué escrupuloso eres, Jonathan. No hace falta que compruebes tanto las grietas. Yo tengo un tío cincuentón y solterón que trabaja en el depósito de cadáveres, y cuando llega un fiambre de una chica mona recién fallecida se la folla antes de que le llegue el rigor mortis. Gracias a eso se ahorra un buen dinero en putas. El pobre es muy feo y jorobado. No consigue ligar. ¿Te extrañas de lo que digo?
–¡Qué me voy a extrañar! –le comento–. Mira lo que hicieron con Evita Perón. La pobre recibió más pollazos de muerta que de viva. Pero lo de tu tío es un farol, ¿verdad? Me estás vacilando.
Soltó unas carcajadas. Era una cachonda muy loquita. Pero algo de verdad habría en sus palabras, seguro.
Era julio y no hacía frío. Nos despelotamos en un plis plas. Pusimos las ropas a modo de colchón sobre la tumba. Marta se recostó y abriendo sus piernas me invitó a saborearle la concha.
Me pasé una buena media hora comiendo aquel manjar. Le succionaba el chocho como si mi boca fuese una aspiradora. Me tragaba todos los caldos que me soltaba. Estaban exquisitos. Lamía y picoteaba con la punta de mi lengua su botoncito de la felicidad. En los treinta minutos que duró aquel lavado de bajos, Marta se me corrió en la cara dos veces.
Luego se colocó a cuatro patas y me instó a enchufarle toda mi verga de una sola estocada en su chumino chorretoso.
–¡Con qué brío me envistes! ¡Joder, qué gusto me das! Hasta parece que estoy sintiendo debajo de la losa moverse algo –dijo Marta.
–Eso es el fiambre que se quiere unir a la fiesta. ¡Qué se muera de envidia! –dije en plan socarrón, siguiéndole el juego a Marta.
A los lejos chirriaba una verja, como si el aire la blandiera. Un zorro o una zorra cruzó por el camposanto y se paró unos segundos a una distancia prudente. Nos miró fijamente. Al comprobar que era una zorra humana la que jadeaba recibiendo sus pollazos de rigor, el animal siguió su camino medio sonriendo.
A unos ocho metros, en la zona nueva del cementerio, donde hay varias tumbas a medio hacer, se escuchaban unos quejidos guturales.
–¿Oyes lo mismo que yo, Marta?
–Sí. Deben ser alucinaciones, fruto del exceso de alcohol y lujuria que llevamos dentro.
–Sí. Unas alucinaciones colectivas. La libido se me está disparando hasta cuotas inimaginables. ¡Toma polla puta de camposanto!
–Dame caña con más pujanza. Que tu glande me golpee el útero con mayor presión. ¡Maricón de sepulcros malolientes! –me contestó, riéndonos los dos.
Cuando Marta se cansó de follar a lo perra se colgó de mi cuello y abrazándome con sus piernas me folló cabalgando a un ritmo frenético. Yo la sujetaba por las cachas. La subía y ella se calcaba con fuerza mi rabo hasta hacer tope con los huevos. Así una y otra vez.
El quejido gutural seguía escuchándose a lo lejos. La verja continuaba chirriando. El aire hacía sonar como voces por todo el recinto. La descarga de adrenalina que estábamos experimentando Marta y yo nos ponía tan cachondos como a auténticos putones verbeneros en celo. Explosionamos en un interminable e intenso orgasmo. ¡Qué deleite!
Cuando Marta se baja de mi cuerpo se pone en cuclillas y poco a poco, sobre la tumba, suelta tres o cuatro chorros de mi lefa. A continuación se pone a mear.
–Si alguien te viera meando sobre esta tumba, ¿qué le dirías? –le pregunto.
–Que cada uno llora por donde le duele –me contesta Marta, con mucha guasa.
No pude resistir el colocarme bajo palio y beber de su fuente. Chupetearle la almeja hasta dejársela bien sequita. Nos vestimos. Cuando nos íbamos a ir se volvieron a escuchar los quejidos guturales. Nos acercamos a la zona nueva del cementerio. Había un montón de tumbas y nichos a medio construir. Con las linternas señalábamos el suelo para no tropezar y caer en el interior de un hoyo. Había montañas de tierra extraída para ampliar y profundizar los huecos fúnebres.
La voz se escuchaba cada vez más cerca. Dimos varias vueltas por la zona.
Por fin dimos con el objeto. Dentro de una tumba en construcción (con las paredes todavía de tierra), a una profundidad de tres metros, había un hombre todo ensangrentado. Le habían dado una paliza de muerte y lo habían tirado allí. El hombre estaba bastante ebrio y no articulaba correctamente las palabras. Estaba a punto de perder el conocimiento al perder mucha sangre. Llamamos a una ambulancia. Se lo llevaron a un hospital. Su vida no corría peligro.
Marta y yo al siguiente fin de semana nos fuimos a explorar otros cementerios más lúgubres y solitarios… o quizás no tan solitarios.