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Elda, la instructora de la Sección Femenina (I)
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Tiempo de lectura: 13 minutos

España, año 1950. Yo, Cándida, una chica catalana, bien tímida y jovencita, de familia muy mucho republicana y catalanista, encuentro trabajo en un centro de formación de instructoras de la Sección Femenina del Movimiento Nacional. Ella, Elda, una mujer madura, hermosa, ruda, muy mucho franquista y de carácter fuerte y autoritario.

Soy Cándida, una chica catalana de 27 años. En cuanto a mi aspecto físico, soy más bien bajita y delgada y de tez blanca y tengo el cabello castaño con una melena corta hasta algo encima de los hombros tal y como está muy de moda entre las mujeres de esta época, los ojos marrones, los labios carnosos y llevo gafas. En cuanto a mi estilo, soy muy femenina y recatada, siempre con mis vestiditos y falditas hasta por debajo de las rodillas, vamos, como está bien visto actualmente.

En cuanto a mi carácter, soy una chica muy tímida, muy tranquila y con mis rarezas, siempre me he sentido un tanto diferente al resto y eso me ha hecho ser el hazmerreír en varias ocasiones de mi vida, en mi época en la escuela siempre he sido la «rara tímida empollona». Cuando llegué a la adolescencia y sobre todo a la juventud esta sensación de sentirme extraña fue en aumento. Todas las chicas de mi entorno iban teniendo sus novios, casándose y formando una familia y yo como que me iba quedando soltera. He tenido varios pretendientes (modestia aparte, pero no soy precisamente poco atractiva, las cosas como son), pero nunca he estado interesada. Me sabía mal, porque todos se han portado muy bien conmigo, aunque si no surge un interés y un sentimiento más allá del aprecio, no surge y tampoco puedo forzarlo. Nunca sentí aquello que muchos llaman «mariposas en el estómago» y no lograba entenderlo, ya que soy una persona bastante sensible aunque me cueste demostrarlo. Realizarme a nivel intelectual y profesional entraba antes en mis planes que casarme, tener un marido y formar una familia.

Han sido tal vez las circunstancias que he vivido que han influido mucho en ello. Provengo de una familia que fue republicana y muy, mucho de izquierdas y catalanista, rozando el independentismo, y en la que se habla catalán y solo catalán. Vivimos en Barcelona. Mi padre fue al frente y logró sobrevivir, aunque cayó muy enfermo y tardó mucho tiempo en recuperarse. Terminada la guerra hace ya unos once años (todavía era una adolescente de entre 16 y 17 años) las pasamos muy canutas a nivel de represión por las ideas de mis padres (prefiero no dar detalles), además de mucha hambre. Con 17 años, tuve que empezar a buscarme la vida mientras estudiaba y así compaginar estudios con trabajo para traer el dinero a casa y pagarme los estudios, además de cuidar de mi padre, ya que estaba muy enfermo y mi madre tuvo que dejar de trabajar para él. No obstante, cuando él mejoró, mis padres decidieron dejar atrás el pasado si pretendíamos sobrevivir y los dos lograron encontrar buenos trabajos. Hemos salido adelante como hemos podido a pesar de todo. Las guerras no son cosa buena para nadie. Tengo idea de política, pero siempre me he mantenido muy alejada del panorama. La verdad es que me considero una persona totalmente apolítica y más con todo lo que hemos sufrido estos años. La vida me ha enseñado que lo importante es vivir el día a día, tragarse a palo muchas penas y sentimientos, trabajar, estudiar y no meterse en líos.

«Bueno, ya llegará el hombre correcto», pensaba. Aunque por otro lado, sentía que en relación a este tema había algo extraño en mí, como que algo no casaba, todavía no lograba discernir exactamente el qué, o al menos por miedo no quería verlo, pero fue aquel verano de 1950 que me descubrí mejor a mí misma.

Fue concretamente en el mes de agosto cuando cambié de empleo y me salió un trabajo mejor pagado con diferencia, de conserje en un centro muy famoso en el país de formación de instructoras de juventudes de la Sección Femenina del Movimiento Nacional, situado en Castilla y León, concretamente en la provincia de Valladolid, donde me tuve que trasladar.

La incertidumbre y el miedo de si llegaban a descubrir el pasado de mi familia fueron mis fieles compañeros de viaje. Me estaba lanzando de lleno a una piscina que no sabía si estaba llena o vacía. Mis padres me advirtieron que tuviera muchísimo cuidado con esta decisión que iba a tomar. De la Sección Femenina, siempre he escuchado conversaciones en el círculo social de mis padres (gente de izquierdas o al menos de mentalidad muy avanzada para la época en que estamos) y que se educa a las mujeres para ser sumisas amas de casa y estar a disposición del marido al cien por cien. Al mismo tiempo también he escuchado hablar que muchos de los valores que predican son de boquilla, que hay muchas instructoras y demás mujeres que ejercen altos cargos en ella que llegan a tener más mala leche que un guardia civil y que algunas son bastante «marimachos» y lesbianas de puertas para dentro y que cuando pueden aprovechan la ocasión para meterle mano a alguna pardilla despistada, sobre todo si son de las que imparten educación física.

Yo no sé hasta qué punto son o no ciertas todas estas afirmaciones, aunque solo estaba convencida de un hecho: allí me esperaba un ambiente de disciplina muy rígida, rozando lo militar. Y así exactamente fue.

Los primeros días fueron un poco complicados para mí, estaba bastante nerviosa y un tanto incómoda, ya no por el trabajo sino por el lugar y por el ambiente, pero poco a poco me fui acostumbrando. Mis principales tareas diarias consisten en abrir y cerrar las puertas de los dormitorios y del cuarto de baño a las estudiantes aspirantes a instructoras y a las instructoras, redactar y rectificar documentos con la máquina de escribir, entre otras responsabilidades inherentes a mi nuevo puesto de trabajo. Algo que me empieza a parecer un tanto extraño con el paso de los días es que todavía no me he comunicado cara a cara con la directora, tan solo a través de notas. Gracias a sus notas, el primer día supe en qué habitación me toca dormir y también gran parte del trabajo documental que tenía que hacer día a día por aquel entonces.

Mi sentido de la vista empezaba a ser invadido por muchas mujeres en tropel arriba y abajo vestidas con camisa azul o blanca con el yugo y las flechas bordados en rojo, faldas negras ceñidas con un cinturonazo, pantalones anchos negros en algunas ocasiones y boina roja. Un poco de todo. Cuando me ven, todas me saludan y me dan las gracias. Algunas más simpáticas y otras menos. Sí que es verdad que las instructoras en las que se tienen que reflejar sus alumnas para serlo ellas también, tienen muy mala uva y siempre van con mirada de hielo.

El trabajo genial. En las notas diarias de la directora, más de una vez me escribía «excelente trabajo, Cándida», algo un tanto extraño teniendo en cuenta la disciplina extremadamente severa y fría de aquel lugar. Al fin y al cabo estaba haciendo mi trabajo como toca, ¿no? Todas las notas iban firmadas con un nombre: «Elda».

Me sentía bien conmigo misma dentro de lo que cabe. Aunque… Esa sensación de sentir que hay algo extraño en mí sin saber (o negarme a ver) exactamente el qué, regresaba en mí paulatinamente con el paso de los días. Y con mucha fuerza. Le daba muchas vueltas en la cabeza, demasiadas. Hasta el punto de tener dificultades para conciliar el sueño… Había algo entre estas mujeres… Bueno, no en general, concretamente en una de ellas… Una de las instructoras… Que me hacía sentir extraña. Muy extraña. Cada vez que la veía sentía un escalofrío muy extraño a la par que intenso recorriendo mi cuerpo entero.

Era una mujer muy hermosa… Tal vez no canónicamente, pero al menos para mí. Demasiado hermosa. Estaba percatándome de que lo que sentía cada vez que veía a esa mujer no tenía nada que ver con una simple admiración hacia la belleza femenina sino que era algo que iba más allá. Mucho más allá.

Es una mujer que, a juzgar por la edad, rondaría ya la cuarentena (o sea, más madura que yo), increíblemente alta (mide casi 1,90), bien gordita y proporcionada a la vez, de voluptuosas curvas (grandes pechos y trasero), de tez muy blanca, con una larga y bravía melena castaña clara y ondulada que quita el sentido, siempre recogida con una coleta y con un flequillo largo peinado de lado, labios carnoso con una profunda mirada de unos pequeños ojos cafés. Una hermosa mirada y un hermoso rostro, a la par que de perdonavidas y de estar aparentemente enfadada con el mundo. Lleva gafas, lo que todavía acentúa más su aire autoritario, viste sus uniformes paramilitares de camisa azul o blanca con el yugo y las flechas bordados en rojo y repletas de condecoraciones e insignias, falda negra ceñida a su voluptuosa cintura con un cinturón bien grande o a veces pantalón ancho negro y botas o chanclas negras de cuero, plataforma y taconazo.

Como ya he dicho, es una de las instructoras. La de educación física y FEN (Formación del Espíritu Nacional). Y precisamente la que tiene más mala leche y la más temida de todas. Puedo escuchar sus gritos estando ella en la otra punta del edificio. Además, un grande silbato siempre pende de su ancho cuello, con el que silba a unos decibelios por encima de lo moralmente permitido respecto al sentido del oído, ya sea en las horas de educación física, en cualquier parte del edificio cuando las alumnas arman mucha jarana mientras hablan o cuando alguna de ellas se desvía un poco del «camino correcto», unos fortísimos silbidos siempre acompañados de su gruesa voz a grito pelado. Además, tiene un tono de voz fuerte, puede estar tan solo hablando tranquilamente, sin más, ella en una punta de un recinto y yo en la otra y escucharla perfectamente. Puedo escuchar bien su voz mientras imparte sus clases de Formación del Espíritu Nacional, bien fuerte y severa, transmitiendo a sus alumnas un rabioso fervor patriotero.

Lo que esta mujer tiene de hermosa, lo tiene de dura de carácter. De mujer sumisa, absolutamente NADA ni tampoco el culmen de la feminidad y la delicadeza, para nada. Si con su mera presencia física ya impone, sumándole su carácter a la ecuación, es una mujer que pobre del que ose ponerle el dedito encima. Con más cojones que muchos hombres.

Su belleza, su fuerte carácter, mi noble intención de encontrar un fondo sensible en una persona aparentemente tan de hierro… Más de una vez la he escuchado riendo bien fuerte y a carcajada limpia en medio de conversaciones con otras instructoras, pero desde lejos, una risa que podría parecer de mala bruja. Pero todavía nunca la he visto sonreír. Me pregunto cómo debe de ser su sonrisa. Una especie de magnetismo en esa mujer me estaba enganchando a ella inefablemente.

No sabía cómo descifrar lo que estaba sucediendo en mí… Hasta que llegó aquel día, de buena mañana. Estaba de espaldas revisando unos documentos y de repente escucho como unos lentos pasos en forma de taconeos se acercan lentamente a mí.

–Buenos días, Cándida –escucho de repente, en un tono amenazador y pícaro al mismo tiempo. Me sobresalto y de repente me volteo. Es esa mujer. Es la primera vez que me dirige la palabra. Esta mirada de sargento detrás de sus grandes gafas, su atuendo paramilitar con la camisa azul de manga corta, llena de condecoraciones de plata y abotonada con sus grandes pechos abultando bien debajo, el cinturonazo ciñendo bien su falda negra larga hasta las rodillas, debajo de la cual intuyo unas grandes caderas y nalgas y unas botazas altas negras de cuero, plataforma y tacón, que estilizan bien sus largas y blanquísimas piernas y la hacen todavía más alta de lo que ya es. Joder, qué mujer. Como impone. Normal que todas le tengan miedo. Nunca he visto una mujer que imponga de esta manera. Siento los nervios a flor de piel.

–Uy… Bu… Buenos días. P… Perdona… Estaba muy absorta… En… En el trabajo… –balbuceo– Dime –le digo, recobrando la compostura y con suma atención y excesivo respeto.

Puedo ver como su rostro muda lentamente a una mirada y una sonrisa pícaras y canallas. Una sonrisa un tanto peculiar a la par que hermosa a mis ojos. Entonces, lo supe. No, definitivamente no era una simple admiración y a pesar de también tenerle cierto miedo eso que sentía al verla era algo más. Siento como ese escalofrío que recorre mi cuerpo entero cada vez que ella pasa cerca de mí, pero esta vez como nunca antes, hasta el punto de temblarme las extremidades como flanes y sentir una intensa contracción en el estómago. ¿Serán eso las famosas «mariposas en el estómago» de las que tanto he escuchado hablar?

De repente, su voz de sargento me devuelve de nuevo a la realidad.

–Ábreme la puerta del cuarto de baño.

–Sí, sí… Claro… Ahora mismo –le digo, con excesivo respeto.

Sin pensarlo, tomo las llaves del cuarto de baño, me levanto de la mesa mientras ella continúa mirándome con severidad y a la vez con una sonrisa pícara y las dos salimos de mi pequeño despacho, yo caminando delante y ella detrás de mí. Mientras nos dirigimos al cuarto de baño, me siento observada y bastante tensa. Sus pasos, sus taconeos, me hacen sentir más intimidada aún, como que estoy todavía más a su merced, aunque hay algo que me atrae en demasía en esto que me está haciendo sentir.

–Bonito vestido, te queda estupendo –me dice, en el mismo tono de voz que me ha saludado, inquisitivo y al mismo tiempo pícaro. Llevo un vestido rojo largo de flores y de manga corta bastante arrapado a mi esbelta cintura a pesar de ser bien recatado. En cuanto escucho su cumplido, es tanto el rubor que siento y lo que me sube la sangre a las mejillas que llego a sentir que las tengo igual o más rojas que el vestido y se me escapa una sonrisa nerviosa mordiéndome el labio inferior. Menos mal que estoy de espaldas a ella, qué vergüenza si no.

–M… Muchas gracias –le respondo tímidamente.

Entonces, llegamos al cuarto de baño. Le abro la puerta.

–Ya puedes pasar, le digo.

–Gracias –me responde– Por cierto, ven –me manda y ordena en tono de sargento– Quiero que hablemos un rato tú y yo –me toma la mano y entramos.

Siento que se me suben todos los colores. ¿De qué querrá hablar esta mujer? ¿Se habrá enterado del pasado de mi familia y me estará tendiendo una emboscada? O… ¿Simplemente querrá conocerme? A la par que esas «mariposas en el estómago», no puedo evitar sentir miedo.

–Bueno… ¿Qué te cuentas, Cándida…? –me dice en un tono de voz canallita, mientras escucho el sonido de la hebilla de su cinturonazo y puedo observar como se baja la falda, las braguitas que lleva de color negro y como también se las baja y como empieza a orinar estando yo delante, con toda naturalidad.

–¡Síii! ¡Qué gusto, joder! Me estaba meando.

No puedo evitar sentirme un tanto incómoda, desvío la mirada y me ruborizo. Ella lo nota.

–¿Nunca has visto una mujer mear o cagar, o qué? Que poca calle tienes, chica.

–No, no… No es eso… Solo que… No… No estoy acostumbrada a ello.

–Aquí te acostumbras rápido.

Tira de la cadena, se levanta, se sube lentamente las braguitas y la falda negras y se abrocha el cinturón.

Sus palabras me tranquilizan y me hacen entrar un poco en confianza. A pesar de ello, mis mejillas no logran desprenderse del rubor, ya que al estar más relajada y centrada y el hecho de verla en el acto de orinar, sobretodo ver su rostro, como entrecierra sensualmente los ojos, su blanquísima piel ruborizada y como se muerde sus carnosos labios y como seguidamente se sube las braguitas y la falda, sus grandes y bonitas caderas y nalgas y sus largas piernas con las botas altas de cuero y plataforma y como justo después se mira al espejo y se suelta su larga y preciosa melena castaña con ese flequillo largo de lado y se vuelve a recoger el pelo, empiezan a pasarme por la mente unos pensamientos y unas sensaciones que nunca antes había tenido. Soy todavía más consciente de su belleza. Pienso que es hermosa, muy hermosa, demasiado hermosa. También que dentro de su falta de delicadeza y de su actitud entre poco y nada femenina, es a la par una mujer muy atrevida y sensual. Siento como mi escalofrío se mueve hacia mi entrepierna, provocando en ella una caliente y húmeda inflamación, una intensa reacción dentro de mí que nunca había sentido antes con lo mojigata que siempre he sido. O sea, siempre he sido consciente de lo que es la sensualidad y las reacciones que provoca en las personas, pero nunca había tenido una reacción así… Al menos con esa intensidad. Y es una sensación dulce, muy dulce. Me está gustando, mucho, mucho, mucho. ¿Será eso sentir deseo por alguien? ¿Será eso lo que sienten las mujeres por los hombres? ¿Por qué lo estaré yo sintiendo por una mujer?

Una vez termina, me toma delicadamente de mi esbelta cintura, posando su grande brazo en ella. Me sorprendo mucho y siento como ese escalofrío recorre de nuevo mi cuerpo entero y como se me contrae el estómago, junto con otro temblor en mis extremidades. No esperaba que una mujer aparentemente tan fría tuviera esas muestras con nadie.

–Ven, Cándida –me dice.

Salimos del cuarto de baño y caminamos por el pasillo, ella tomándome delicadamente de la cintura. Con lo alta y voluptuosa que es me siento muy menuda y más bien poca cosa su lado. Tengo esa extraña sensación de sentirme un tanto intimidada pero a la vez protegida.

–Aquí, ven –me dice, señalando una puerta. A pesar de mostrarse gestualmente más cercana y tal vez cariñosa, mantiene el mismo tono de sargento.

Abre la puerta, me la aguanta para que yo pase delante y acto seguido ella pasa, cierra la puerta y vuelve a tomarme de la cintura. Entramos a su despacho. Bastante grande, con dos estanterías empotradas a la pared de cada lateral de la sala y llenas de libros y enciclopedias y en el centro con una mesa, una silla delante y un sillón negro de cuero detrás, rodeado de tres banderas grandes: una rojigualda con el águila de San Juan, otra de Falange, con el yugo y las flechas, y otra carlista, con las aspas de Borgoña y el fondo blanco. Detrás de la mesa y el sillón, un marco con la foto de Franco y otro con la de José Antonio y en medio unos ramos de flores colgados con una tira de seda azul con unas letras bordadas en rojo en las que pone «Gloria y honor a los Caídos por España 1936-1939». Acto seguido, decanta la silla de delante de la mesa y me hace un gesto.

–Siéntate, ponte cómoda.

Estoy que no quepo en mi asombro en su manera de tratarme, tan delicadamente por ser como es ella. ¿Y si me está tendiendo una emboscada? En fin, no quiero pensar mal. O… Un momento. ¿Será ella Elda?

Acto seguido, ella se sienta en el sillón. Todavía me siento más menuda a su lado. Ella bien grande, sentada en el majestuoso sillón de cuero, yo bien menuda, sentada en la silla de madera. Me siento a su merced.

–Cándida, yo soy Elda. Elda, nombre de raíz germana que significa «la que batalla incansablemente». Nombre de mujer de estirpe guerrera, lo que yo soy por una España grande y libre. Si por mí fuera, sería la Caudilla de España por la Gracia de Dios. Yo soy la directora de este centro, quien hace y deshace y quien manda aquí con mano de hierro y pobre de quien me desafíe, sea mujer u hombre –dice en un tono de voz autoritario y acto seguido propina un fuerte puñetazo en la mesa con una de sus manazas– Un gusto conocerte.

–El gusto es mío –respondo.

–¿Cuántos años tienes?

–Veintisiete. Tengo veintisiete años.

–Eres bien joven. Incluso pareces más jovencita… En cambio yo tengo 39 años. Soy ya mayor. Por cierto… –de repente me mira inquisitoriamente, algo que me empieza a asustar.

–Sí, dime –respondo, intentando disimular cierto sobresalto.

–¿Eres catalana, sí?

–S… Sí, soy catalana –respondo, con algo de dificultad por temor a su reacción.

–Ya me lo suponía de sobras. Es que tienes un acento tan y tan catalufo…

No sé qué responder. Tampoco me da tiempo, porque ella corta rápidamente en seco el incómodo silencio.

–Ah, y otra cosa –dice, con cierta brusquedad– Tu familia… ¿Es o era roja, verdad? –me pregunta, con severidad.

–Hmmm… –balbuceo, con un marcado temblor de voz. Se me suben todos los colores y mis latidos se aceleran de repente. Me siento de repente muy asustada y afligida. Mis ojos se empañan con intensidad y empiezan a derramar lágrimas.

Ella lo nota, pero en lugar de persistir en presionarme, se levanta del sillón y se acerca a mí. Se agacha delante de mí y me toma la mano con delicadeza. Aunque sin perder la seriedad, su tono de voz se enternece.

–Vale, mira. Investigamos muy bien una vez contratamos a la gente. Y no podemos hacerlo antes porque en ocasiones nos urge contratar. Te voy a ser sincera. Lo sé todo sobre tu familia. Pero… Con tu excelente trabajo, tu saber estar y tu bondad me has dado la garantía de hacer un pacto de favor contigo.

Me quedo sin palabras. Siento como lentamente, sus palabras me apaciguan. Mientras me habla, acaricia mis delicadas manos con dedos de pianista con sus manazas.

–La verdad es que no me equivoco cuando pienso que tu nombre va conforme con tu personalidad. ¡Ay Cándida…! –sube ligeramente la voz– Tan noble, tan dócil, tan ingenua y tan angelical que te veo… Ya está, venga, no temas. Conmigo vas a estar segura –me dice, mientras me acaricia las mejillas para secarme las lágrimas.

A la par que paulatinamente me tranquiliza, sus palabras, sus caricias, sentir ese contacto de sus manazas con mis delicadas manos y mejillas, provocan en mí palpitaciones y que mi estómago se contraiga por momentos. Estoy también que no quepo en mi asombro viendo como conmigo muestra su lado más humano y sensible.

–Gracias, gracias. Muchísimas gracias, de verdad. No sabes cuánto te agradezco.

–Me has demostrado que puedo darte más trabajos además de conserge. También vas a ser mi secretaria y vas a trabajar conmigo en mi despacho. Empiezas hoy. ¿Trato hecho? –me dice, tomándome la mano.

–¡Trato hecho! –le respondo con entusiasmo, mientras hacemos un leve apretón de manos.

Se levanta y vuelve a dirigirse lentamente hacia el sillón.

–Uffff… Ya tengo hambre y necesito un café. Cándida –se dirige a mí– baja a la cafetería de aquí delante y traeme un café con leche y azúcar y un bocadillo de estos bien grandes con tomate y aceite, jamón ibérico y queso. Ah, y también ve al estanco y traeme dos paquetes de tabaco. Por favor –me dice con su tono de sargento, mientras toma un monedero, del que saca unas pesetas– También cómprate tú algo si quieres. Ah, y también ve al quiosco y tráeme el periódico, por favor –me termina de dar las órdenes pertinentes mientras me da el dinero y me lo guardo minuciosamente en mi monedero.

–Vale, ahora mismo. Lo que desees –le respondo.

Salgo a cumplir todo lo que me manda y ordena sin dudarlo ni un segundo. Dentro de mí estoy que no quepo de entusiasmo.

Sé lo que siento hacia esta mujer. Además de sentir una fuerte atracción por su belleza externa y su aspecto, también la siento hacia su actitud, tan autoritaria, dominante, mandona y de carácter fuerte. Es inexplicable lo encantada que estoy de ponerme a sus órdenes. Además de su lado sensible que no muestra con todo el mundo. ¿Qué sentimientos le habrán llevado a mostrarlo conmigo? Mis dudas se han disipado, aunque a la vez no dejo de tengo mucha inquietud dentro de mí de por qué me siento así por una mujer.

Trabajando con ella, pasan los días de fábula. Además de hacer toda la tarea documental que ella me manda y ordena, cada día le traigo los cafés, el desayuno y demás para comer (es muy amante de la comida, ya me lo dicen muy bien sus abundantes curvas), el periódico y el tabaco. Está realmente contenta conmigo. Yo bien fina, discreta y educada, ella como Pedro por su casa. Muchas veces se sienta en el sillón tumbándose de lado (en las que más de una vez he podido entrever su ropa interior) y también poniendo los pies con sus calzados de plataforma y taconazo sobre la mesa mientras lee el periódico, fuma sus cigarros y bebe sus copas de vino Rioja, entre gritos vehementes alabando a Franco y expresando sus pensamientos políticos o bien cagándose en todo y en lo de más allá, dependiendo de las noticias que lee. Una actitud y unos modos que no muestran precisamente la distinción, finura y feminidad que tanto predican de boquilla y que, inexplicablemente, tanto me atrae. También a veces, de la nada, se pone a entonar a voces el Cara al Sol, entre otros himnos.

En los tiempos libres hablamos entre nosotras. Siento como cada vez se muestra más cercana conmigo. Debido a mi timidez, siempre es ella quien empieza a hablarme y a preguntarme cosas. Además, las noches de insomnio e inquietud se van convirtiendo en momentos en los que en la intimidad de mi dormitorio, está sensación de calor y humedad en mi entrepierna hasta empapar bien mi ropa interior y hasta las sábanas pensando en Elda y fantaseando y hasta sonando con ella empiezan a hacerse un vicio. Ya iré explicando.

Continuará.

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