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La cinta roja
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Tiempo de lectura: 5 minutos

Había pensado en hacerle algo especial. El formato de sexo de Pier lo había interiorizado y me encantaba. Las circunstancias no permitieron que nos juntásemos ya que cuando nos conocimos yo trabajaba en un club nocturno y el acompañaba a mujeres muy mayores. Lo suyo fue muy temporal y dejó de “escoltarlas” al poco de conocernos, pero yo necesitaba todavía varios meses para ahorrar.

Estuve al borde de la tentación de pedirle que me esperara, pero no fui capaz porque esos meses de espera hubiesen sido muy duros para un joven de veintitrés años. La esperanza era que cuando abandonase aquella vida pudiese pedirle comenzar una relación, con un chico como él que me hubiese respetado y al cual no le tenía que esconder mi pasado, ni él a mí el suyo.

Fue un golpe muy duro cuando a las semanas me dijo que ya había una chica en su vida. Lo único positivo fue que pude dejar aquella vida y también encontré pareja. Se dejó con su novia, y a pesar de que nos encontrábamos rechazó mi ofrecimiento de dejar a mi pareja y emprender juntos el viaje de la vida

Nuestro funcionamiento o entendimiento en la cama era pleno. Compartíamos y compartimos los mismos gustos. Somos amantes del Kama Sutra y de Pier aprendí a hacer las ataduras en la cama y disfrutar de ellas. Eso sí, guardando el máximo cuidado de no hacernos señales y mi obsesión siempre ha sido darle el mayor placer ya que ha compartido esa misma obsesión hacia mí. Nuestro problema es que somos personas que hacemos mucho ruido y se nos escucha en las otras habitaciones.

A él le da vergüenza, pero no lo puede evitar, tiene un orgasmo tan potente como el que pueda tener una mujer. Tiene ese complejo hasta el punto que las primeras veces que lo hicimos se avergonzaba hasta casi llorar. Conmigo superó esa vergüenza ya que además verle así me hace sentirme más mujer y me arrastra al orgasmo.

Quise hacerle algo especial y aunque estoy acostumbrada a atarle, quería darle más placer, solo su placer para que me arrastrase al mío. Esta vez le até los brazos en forma de cruz, pero le dejé libres las piernas porque le gusta moverlas. La segunda atadura a la cama fue en la cintura, para asegurarme de que no podría moverse. Tenía la cabeza sobre la almohada, y la tercera atadura fue al cuello, para que no lo pusiese mover ni siquiera besarme. Esperaba que le hiciese alguna travesura, pero se confundió. Lo que quería era pasármelo por la piedra, todo el placer para él sin dejarle moverse. Empoderarme, convertirme en Andrómaca dominante. Le tapé los ojos para que no se diese cuenta que había activado por detrás de la almohada una grabadora y le descubrí los ojos. Quedó sin saber que se estaba grabando, mi travesura.

Comencé con su pene en mi boca hasta que me pidió que parase. Subí por su pecho hasta que nada separó a mi sexo y su boca, sintiendo su lengua en mi interior y con su movimiento circular en mi clítoris, hasta que me vi cerca del orgasmo llena de humedad y casi desesperada, me notaba totalmente abierta. Descendí, y le descubrí el glande para abrasarle con mi calor desde el primer momento. Así sucedió por la intensidad de su rostro al montar sobre él. Nada frenó porque yo lo tenía muy abierto y el pene, que no es precisamente pequeño, entró hasta el fondo sin ningún obstáculo.

Varias veces noté el gesto de querer moverse para acompañarme en ritmo, pero le había dado caza como la araña a su presa. Tampoco sirvió su intento de abrazarme o de tocar y comer mis pechos. La araña le tenía sujeto, preso. Noté su excitación al ensancharse su pene dentro de mí. Una excitación bestial que reforcé cuando me incliné para que mis pechos tocasen su pecho y besarle. Pero besarle no cuando él quería, sino cuando yo quería. La araña se comía a su presa.

Empecé a escuchar sus jadeos, cómo crecían en intensidad. Yo sabía que gemía pero solo intentaba escucharle a él, me excitaba y me destrozaba. Me notaba cada vez más húmeda. Los jadeos y gemidos se elevaban, debían hacer temblar las paredes. Su respiración que ya me destrozaba y me hacía arder se empezó a convertir en frases y palabras, unas muy cariñosas y otras verdaderas groserías, estado al que cuando llega pierde el control hasta el punto de que no sabe lo que dice y luego no lo recuerda. Tanto que una vez le dije sin darle importancia que me había llamado puta y en cambio se puso a llorar y a pedirme perdón. Esta vez le tenía atrapado, no solo a él sino también lo que decía, en aquella grabadora roja a la que ahora llamo la cinta roja. Y sin ser consciente yo también estaba en camino de quedar atrapada en aquella pequeña grabadora.

Cuando empieza a decir esas frases y susurros sé que emprende su camino hacia el orgasmo. Y acompaso mi ritmo. Cuando noté su orgasmo me excité más, ya estaba desesperada, y le acompañé con el mío. Me posé a su lado e hice una cosa que es la que indica cuando Pier lo ha pasado en grande, que le he llevado a lo máximo, observé su cara. Estaba rojita y brillante, con los ojos cerrados y una sonrisa como la de cuando un niño sueña con algo que le gusta mucho. Me lo había pasado por la piedra, me sentía fuerte, mujer, empoderada. Se quedó varios minutos con los ojos cerrados con la respiración entrecortada como si todavía se proyectase su orgasmo, así que aproveché para parar la grabadora y le quité todas la ataduras. Descansamos y dormimos un rato.

Tras una ducha le cogí de la mano y le llevé a la cama de vuelta. Le mostré la grabadora y puse en marcha la grabación. Nos mirábamos fijamente, y cuando empezamos a escuchar nuestros jadeos y gemidos noté como se hacía muy intensa su respiración y a mí me entró un escalofrío de placer. Se me volvía a humedecer mi sexo y su pene estaba erecto como nunca. Tenía ganas de ser penetrada pero no fue necesario hacerle un gesto, me tumbó colocándose sobre mí penetrándome otra vez sin encontrar obstáculos. Solo había entrado y estaba a punto de correrme y noté que también hacía un esfuerzo atroz e inhumano por no correrse. La cinta roja nos atormentaba y se mezclaban los jadeos y gemidos de la grabación con los que estábamos haciendo. Fue muy poco tiempo el que tardamos en alcanzar un orgasmo que me dejó casi sin sentido y desorientada, y al como inmóvil y pensativo quince minutos. Como me vi recuperada, aunque me temblaba todo el cuerpo fui hasta el ordenador y copié la grabación para que no se perdiese. La cinta nos había vencido, no la habíamos aguantado. Ni Pier ni yo.

Durante años la cinta roja convivió con nuestra sexualidad. A veces nos atrevíamos a ponerla cuando nos encontrábamos. Empezamos a aguantar un poco más haciéndolo con la cinta más que aquella primera vez, pero nunca fuimos capaces de vencerla, nunca hemos podido completar a escuchar la grabación, siempre terminando antes. Aquella cinta roja surgió de una noche especial de un momento concreto, surgió de aquellos minutos en que nos sentimos dioses o héroes, como Andrómaca y Héctor. La cinta roja es un objeto de dioses, y nosotros solo somos un hombre y una mujer. Por eso siempre nos ha vencido y torturado, como una maldición.

Mientras escribo estas letras tengo delante la cinta roja y como no puede ser menos la observo y me excito. Aprovecho estas letras para confesar a Pier lo que hago casi todos los días, ya que es mucho lo que pienso en él y en aquella noche. Me desnudo y me tumbo en la cama, activo la cinta roja y la llevo al minuto en el que le escucho jadear y a mi gemir. Empiezo a acariciarme los pechos, pensando que es el quien me los acaricia. Y luego bajo la mano hasta mis partes más íntimas que escuchando la cinta ya están totalmente húmedas. Introduzco los dedos, imagino los suyos y su lengua en mi clítoris. Sus jadeos y sus palabras en la cinta me abrasan e imagino como me penetra. Todo se acelera, va muy rápido y vuelvo a culminar con un orgasmo. Me quedo mirando la cinta, me tiembla la mano porque quiero llamarle, que me vuelva a visitar, pero no me atrevo porque siento que me rechazará. Una verdadera maldición la cinta, la más bonita de las maldiciones, mi objeto preferido, mi fetiche.

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