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Departamento de foráneos (1)
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Tiempo de lectura: 4 minutos

Laura

Tras tanta incertidumbre sobre mi futuro, comenzó la semana de recepción de resultados a las postulaciones para ingresar a la universidad. Tenía claro que mi objetivo era estudiar algo relacionado con ciencias de la salud y las licenciaturas que más me interesaban eran enfermería y veterinaria, así que hice examen en cuatro distintas universidades de la Ciudad de México por si no me aceptaban en una no quedarme sin estudiar. Finalmente me aceptaron en la UNAM para ambas carreras, así que lo platique con mis papas para ayudarme a elegir en donde inscribirme. Decidí estudiar enfermería.

Soy originaria de un pequeño pueblo llamado Tequisquiapan, que está a unas dos horas y media de la Ciudad de México, por lo que me tendría que mudar, pero no tenía conocidos ni nadie que me pudiera dar hospedaje, así que desde antes tenía que encontrar un lugar al cual llegar. Entre a varios grupos de Facebook donde buscan roomies y así los altos costos de renta en la ciudad se reparten.

Encontré un lugar que se encontraba a veinte minutos de la universidad, el cuarto era muy bonito, contaba con todos los servicios y estaba en una zona tranquila, lo único malo es que era un departamento con tres cuartos en donde se quedaban un chico y una chica. Siempre he sido muy aventada, por lo que no me generaba mucho inconveniente convivir con un hombre desconocido. Aparte la habitación que estaba disponible y ya teniendo eso resuelto, en los siguientes días me dedique a convivir con mi familia y Daniel, ya que no los iba a ver tan seguido.

En la víspera de mi partida, la ciudad se vestía con luces doradas y los susurros del viento anunciaban cambios que apenas empezaba a comprender. Mis rizos castaños danzaban con la brisa, y mis ojos color avellana reflejaban la mezcla de emoción y nostalgia que albergaba mi interior mientras caminaba por las calles familiares.

Aquella noche, acorde con Daniel tener una cita en nuestro lugar especial, el rincón mágico del parque donde solíamos refugiarnos de la realidad. Entre risas y miradas cómplices, intentamos atrapar el tiempo en una burbuja, preservar esos momentos que sabíamos se desvanecerían con mi partida.

Daniel, con sus 22 años, era un hombre de estatura media con una presencia que irradiaba calidez y amabilidad. Sus cabellos oscuros caían desordenadamente sobre su frente, y una barba bien cuidada acentuaba sus rasgos. Los ojos azules, que solían iluminarse con chispeantes destellos de ingenio, ahora reflejaban la melancolía de un adiós inminente.

Vestía con sencillez, pero elegancia, con una camisa de botones que realzaba su figura atlética y unos jeans desgastados que contaban historias de aventuras compartidas. Su sonrisa, que solía ser mi refugio en los días difíciles, luchaba por permanecer radiante, aunque sus ojos contaran una historia diferente.

Daniel me tenía loca de amor, pero sabía que la distancia nos iba a costar mucho, pues ambos somos muy amantes del contacto físico, éramos conscientes que la relación se podía desgastar mucho si intentábamos forzar una relación a distancia. Decidimos que esa sería una especie de despedida, por lo menos momentánea.

Aquel día, en nuestro rincón especial, su mirada triste era como un poema no dicho, una expresión silenciosa de los cambios que sabíamos que llegarían. En la oscuridad de la noche, su silueta se recortaba contra las luces de la ciudad, y su presencia se convertía en una mezcla de añoranza y aceptación.

—¿Puedes creer que este sea nuestro último atardecer juntos aquí? —pregunté, mi voz temblando levemente.

Él asintió, sus ojos azules revelando una tristeza que compartíamos pero que ninguno de los dos quería admitir por completo.

Al llegar a la encrucijada de nuestras vidas, tomé una decisión dolorosa pero necesaria. La conexión que compartíamos, tan profunda y real, no podía sostener el peso de la distancia y las nuevas experiencias que me esperaban.

—Necesito hacer esto, Daniel. Necesito encontrar mi propio camino —le dije, mirando fijamente sus ojos.

En sus ojos encontré comprensión mezclada con tristeza. Entre lágrimas y abrazos, liberé nuestras manos entrelazadas.

En los dos años que teníamos de relación, intentó mucha veces que hiciéramos el amor, pero yo no aceptaba, no porque no sintiera deseo por él, sino que la educación en mi familia se basaba mucho en la religiosidad y la culpa, por lo que el tener relaciones sexuales era algo que prácticamente era impensable si no estaba casada.

Eso sí, ocasionalmente nos tocábamos nuestras partes íntimas, él sabía usar bastante bien sus dedos y siempre me hacía llegar al orgasmo al jugar deliciosamente con mi clítoris. Le llegué a dar un inexperto sexo oral, ya que sabía que lo ponía super caliente al punto de quererse correr en mi boca, pero nunca lo dejé, cuando sentía que se avecinaba una potente descarga de leche me quitaba.

Daniel nunca me hizo sexo oral, aunque un par de veces le tome la cabeza y delicadamente lo invitaba a hacerlo, pero se quitaba y en ambas ocasiones me volteó e intento meter su hermosa verga en la entrada de mi culo, cosa para lo que no estaba lista, me daba un terror enorme hacerlo y mi cuerpo instintivamente no facilitaba las cosas, se tenía que conformar con que me comiera su verga.

Ahora que ya no tendríamos una relación, quizá encontraría en otra chica la oportunidad de hacer todo lo que quiera sexualmente, para que cuando nosotros volvamos, no tenga problema con esperar hasta el matrimonio para tener sexo. Se supone que debo sentir celos por eso, pero, al contrario, me alegro pensando en que él pueda satisfacer esa necesidad.

De mi parte no creo que en mi estancia en la ciudad vaya a tener acción, a pesar de ser muy caliente, tengo muy malas habilidades sociales como para iniciar un romance con alguien más. Eso sí, mi pequeño juguete sexual me iba a ayudar a no sentir la necesidad de una verga de carne humana, para así poder olvidarme de los chicos y dedicarme al estudio.

El día siguiente marcó el inicio de mi viaje hacia una ciudad más grande. Mis padres me despidieron con orgullo, pero en la soledad de mi habitación, las lágrimas que había contenido durante días finalmente brotaron.

Al llegar a mi nuevo hogar compartido, me encontré con caras desconocidas y la promesa de amistades por construir. Pero en algún rincón de mi corazón, aún resonaban los ecos de esa última noche en la que dejé atrás una parte de mi pasado para abrazar mi incierto futuro.

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