Mi trabajo de azafata en un lujoso edificio de oficinas famosas por alojar abogados, arquitectos, y empresarios, consistía en abrir la puerta a las personas, saludarles amable, sonreír, estar siempre guapa, indicarles dónde está el ascensor, o tal despacho, y cosas por el estilo. A pesar de mi profesionalidad, las jornadas de ocho horas, vestida con los zapatos de tacón alto de aguja, la minifalda demasiado corta justo por debajo de las nalgas, medias hasta el muslo, y con la camiseta ceñida elástica, eran muy aburridas, pero por suerte tenía en el mostrador de recepción una secretaria de recepción, para sellar documentos, entregar hojas, y mil cosas que hacen las secretarias.
En los ratos tranquilos nos divertíamos hablando entre nosotros, y un día especialmente aburrido y lluvioso, donde no había casi nada de actividad, no pusimos a hablar de sexo. En aquella conversación le expliqué que yo tengo pareja, pero que somos muy liberales, y que a mí me excita mucho ser sumisa sometida por Amos dominantes que me imponen disciplina y educación, que me castigan, que me humillan, que me atan, y le comenté que a mi novio le excita ser cornudo y saber que estoy sometida y torturada por Amos que me tienen dominada.
La secretaria conocía a mi novio porque viene a buscarme todos los días a los siete de la tarde y nos vamos en coche, por lo que era más fácil entrar en detalles privados. Hablamos mucho del tema, casi monotemática la conversación toda la tarde, y le expliqué muchas cosas con aquella confianza de que entre dos compañeras de trabajo se guardan los secretos. Sin embargo, lejos de guardar los secretos, se lo explicó al de seguridad y al arquitecto y al abogado y hasta al de la limpieza, sin que yo lo supiera.
Descubrí que lo sabía todo el mundo, hombres y mujeres, un martes en que habló conmigo un economista. Me dijo si quería trabajar para él, sueldo el doble y jornadas menos agotadoras. Yo estaba encantada, pero le dije que yo no tengo ni idea de economía, a lo cual me respondió que aprenderé rápido. Me citó al finalizar mi jornada, ya que él se iba más tarde.
A las siete en punto, ni un minuto más ni un minuto menos, di el recado a la secretaria que dijera a mi novio que se esperara en el vestíbulo, porque yo estaría en el despacho del economista que me ofrecía trabajo, y disparada entré en el ascensor. Pulsé el botón de la tercera planta. Bajé del ascensor, llamé a su timbre, y el señor me abrió la puerta. Cerró la puerta, y apenas cerró la puerta, allí, de pie, me comentó que necesita una chica sumisa y obediente para su despacho.
“Yo soy sumisa y obediente” – dije sonriendo en broma e inocente.
“Lo sé” – me respondió –“ya me han contado que te gusta ser sumisa”.
En ese momento me quedé perpleja, y me di cuenta que la secretaria había ido hablando de mi fantasía por todos sitios.
“¿Te gusta ser sumisa?” – y tímidamente dije que sí.
“¿Te gusta que tu novio lo sepa?” – y volví a decir que sí.
Entonces me ofreció trabajo en su despacho, contrato laboral estable de secretaria, y de sueldo me ofrecía cobrar el doble de lo que ganaba. Tareas que debía aceptar eran variadas, el papeleo típico, atender el teléfono y la agenda, limpiar la oficina, ordenar, pero siendo siempre y cada minuto eficiente, obediente y sumisa.
Me preguntó si lo aceptaba, y me salió un sí de dentro, espontáneo, natural, y real.
Fuimos a su despacho. Contrato laboral ya lo tenía redactado, tan sólo faltaba incluir mi nombre y mi firma, que plasmé cuando lo imprimió. Ya imprimido, me dio copia, y justo lo guardé en el bolso me dio una orden clara y escueta.
“Ponte mirando contra la pared, apoya las manos en la pared, brazos en alto abiertos y las piernas muy abiertas, y no te gires” – me ordenó.
Me levanté de la silla, y tardé muy pocos segundos en colocarme en ese posado típico de los cacheos y de los prisioneros.
“Pero mi novio está en el vestíbulo esperándome” – comenté.
“Lo sé” – dijo tranquilo – “y sé que le gusta ser cornudo, así que le diré que suba y que te vea” – y de repente sentí un escalofrío que reconozco de los preliminares en mi excitación y sumisión.
Tras una pausa breve me impuso sus normas de disciplina.
“No hablarás si yo no te doy permiso. No dirás nada. No quiero oírte. Estarás en silencio, callada, y cuando te pregunté me responderás sólo con un “sí señor” y nada más. ¿Lo has entendido?” – y al instante, con voz suave, le respondí “sí señor”.
“No me mires en ningún momento. ¡Mirada agachada al suelo siempre! ¡Desde ya! ¡Mira al suelo! ¡Ya!” – y al instante obedecí.
Me dijo que en ningún momento mirara recto, y tampoco mirara al Amo.
“Cuando te castigue y te azote me dirás “gracias, señor”. Cuando te diga que has hecho mal las cosas dirás “perdón, señor”, y cuando te dé una orden me dirás “sí señor” y nada más. ¿Lo has entendido?” – y le respondí “sí señor”.
Entonces me dijo que me quedará inmóvil. Sus manos tomaron el cosido bajo de mi camiseta, empujó hacia arriba, y me quitó la camiseta. Por ello perdí el posado un instante, pero lo recupere sin esperar orden en menos de lo que dura un abrir y cerrar de párpados. Desabrochó mi sensual sujetador de lencería morada, y seguí en el posado erótico, ahora ya con mis pechos firmes y tersos al desnudo.
Empujar la minifalda fue muy sencillo pues era apenas una goma elástica, y le siguió de inmediato y sin pausa la braguita a conjunto. Tan sólo tuve que mover levemente una pierna para que fuese posible quitarme la ropa, pero de brazos seguí inalterable, apoyadas las palmas en la pared, bien lejos de mis hombros y por encima de la cabeza.
En apenas un minuto ya estaba desnuda, y de vestimenta tan sólo lucía los tortuosos zapatos de tacón de vértigo que hacía las delicias del señor.
Me ordenó seguir quieta, callada e inmóvil. Le oí abrir un cajón de su escritorio, regresar, y una venda de tela gruesa y elástica me dejó con los ojos vendados. Ya con los ojos vendados, tomó su teléfono, llamó a recepción, y preguntó si había llegado mi novio. Le dijeron que sí, y pidió que subiera.
Yo temblaba de nervios y emoción en silencio. Cuando sonó el timbre mi corazón se puso a mil, y ya cuando entró en el despacho se me disparó a ochenta latidos por minuto por lo menos. ¡Incontables!
La entrada de mi novio fue muy intensa para mí. No habló, no preguntó, y no dijo nada. Supuse que debería de estar mirándome embobado pensé, que se debería de sentar en el sillón que vi al llegar, y absorta en lo que estaría pensando me sorprendió un azote de regla en mi culo.
“¿Qué se dice?” – me ordenó el Amo, y al instante dije “gracias, señor”.
Inmediato sentí el segundo, y dije “gracias, señor”.
Otro azote, “gracias, señor”.
“¿Te gusta, verdad?”.
“sí, señor”.
Volvió a azotarme, y volví a decir “gracias, señor”. Lo decía yo tras cada azote, y aunque fue con la voz trémula seguí obediente hasta el último azote, quince en esa serie, “gracias, señor”, dije en el último.
Con el culo rojo y caliente me ordenó mantenerme inmóvil en la posición hasta nueva orden. Yo seguía cabizbaja, y con el oído estaba sumamente atenta a si mi novio decía algo o hacia cualquier tipo de gesto. Seguía callado, y mi tímpano lo único que captaba era al señor moverse con un misterio sensual que me hizo más sensible a cada ruido. Entre los sonidos capté el chirrido del respaldo del sofá, y una sonrisa trazaron mis labios.
Me quedé en silencio y a la espera. Los minutos me parecieron horas. En medio de esa incertidumbre, el Amo se acercó hasta tocar su camisa con su espalda. Me susurró en voz baja al oído que mi novio me estaba mirando, que sonreía y se le veía feliz, y que le iba a dar su demostración de cornudo, justo cuando puso las yemas de su dedo en mi clítoris y empezó a masturbarme.
Aprisionó mi clítoris con su índice, o mejor dicho creo que fue el anular, y frotaba con un tacto que yo lo disfrutaba plenamente. Me imaginaba la mirada atenta de mi novio, oyendo mis suspiros mientras tocaba mi clítoris y mis labios que lo rodean. Notaba mi vagina empaparse, muy húmeda, y esperaba que en cualquier momento metiera un dedo, pero el Amo seguía inmerso en mi clítoris. Yo controlaba los jadeos para no ser escandalosa, pero cuando su lengua resbaló por mi cuello fue inevitable los gemidos a mayor volumen. No podía reprimirme. Yo movía sólo la cabeza de un lado a otro. Mi cuerpo estaba empezando a advertir de las convulsiones que nos invaden en el orgasmo correrme, y el orgasmo se avecinaba porque movía su mano sobre mi clítoris a la velocidad del rayo. Frotaba dominante y controlador, y me lamía el cuello que me derretía. Poseída por el placer, aguanté las piernas estoicas, cerré los labios mordisqueados con mis dientes para contener los gemidos, pero entonces aumentaron los resoplidos nasales. El orgasmo era inmediato, y el correrme fue como un poder sobrenatural contra el que no podía, o no sabía, o no quise, luchar. Me entregué, y gemí como una loca posesa al tener el orgasmo. Luego, con las últimas convulsiones, se apartó, aunque me mantuvo inmóvil en esa posición los minutos posteriores en los que yo resoplaba cachonda y excitada.
“date la vuelta y ponte de rodillas” – y al instante obedecí.
Ya de rodillas, me indicó que mirara al suelo.
“Vas a ser una buena perrita, ¿verdad que sí?”.
“sí señor” – respondí.
“Pon las manos a la espalda” – me indicó, y yo, de rodillas, desnuda y cabizbaja, puse mis manos a la espalda, con el Amo que se erigía de pie delante de mí.
“Me gustas” – dijo erótico y morboso, y tras una pausa corta añadió – “eres una preciosa perrita sumisa”.
Yo seguí postrada y callada.
Entonces se dirigió a mi novio. Le dijo que me había contratado para trabajar para él, y que iba a impartirme disciplina severa y estricta cada minuto del día para ser dócil y obediente. Le explicó que tengo prohibido hablar sin permiso, que no puedo mirarle, y que su novia era de él en esa oficina. Para demostrarlo, acarició mis pechos desnudos con sus manos, manoseó cuanto quiso, y jugueteó con mis pezones erectos.
“¿Te gusta que te toque, zorra?” – me preguntó.
“Sí, señor” – respondí sincera.
Fue breve el toqueteo, porque tan sólo fue una demostración para que mi novio me viera y se supiera cornudo. Entonces tomó un juego de esposas, cerró cada aro en cada una de mis muñecas, y ya con las manos atadas a la espalda, me ordenó levantarme. Casi andando a empujones y trompicones porque los tacones altos y los ojos vendados me impedían andar con facilidad me condujo hasta un lateral de la mesa.
“Abre la boca” – y yo, al hacerlo, noté que entraba una gruesa bola redonda y maciza en el interior de mi boca. Llevó las correas por cada mejilla, apretó y cerró la hebilla al máximo de presión detrás de mi nuca, dejándome sólidamente amordazada.
Tomó acto seguido dos pinzas de metal, las colocó cada una en un pezón, y apretó la rosca hasta presionar mis pezones.
“¿Te duele, zorra?” – quiso saber, y tan sólo pude emitir un “fffiii fffefffeeooorr” por culpa de la mordaza.
“Pues vas a sufrir más todavía” – añadió con perversión.
Me puso un collar en el cuello, que supuse debía de llevar un aro en el centro, porque me ordenó inclinarme en posición de boca abajo hasta acostar mi ombligo y mis pechos con las pinzas sobre la madera plana de la mesa. La frente también tocaba la mesa, y en algún sitio debió de haber un enganche o cadena a la mesa, porque al darme la orden de incorporarme vi que no podía levantarme de la superficie de la mesa.
Sólo estaba inclinada y tumbada sobre la mesa de cintura hacia arriba. Las piernas seguían rectas de pie. Me ordenó abrirlas, mucho, al máximo, y sentí aro de esposas en cada uno de mis tobillos. Tenía las piernas que no podía abrirlas más. Estaban al máximo de abiertas, cada una a un extremo, y deduje que el otro aro de las esposas estaba sujeta a algún hierro o pata de la mesa en cada extremo, porque no podía cerrarlas ni un milímetro.
Ya en esa posición, un dedo entró en mi vagina empapada, y un gemido de excitación brotó en mí con la misma fuerza que estalla un volcán. Lo movió, y en la parte superior, según estaba atada, encontró un punto que me enloquecía. Se entretuvo volviéndome loca de placer, y en ese momento inicial le dijo a mi novio que se desnudara. El tiempo que tardó en desnudarse estuvo manteniendo el ritmo fijo con el dedo, sostenido, sin alterarlo, el cual ya era muchísimo placer para mí, y cuando ya estaba desnudo le ordenó a mi novio que se pusiera de pie, que tomara el antifaz de cuero que había en el primer cajón del escritorio, que se vendara la ojos, y con los ojos vendados anduviera hasta topar con la pared.
“Tu novio es muy obediente, zorrita” – me dijo al tiempo que rotaba el dedo explorando todos los puntos de mi vagina.
Yo gemí increíble de excitación.
“Colócate como estaba tu perrita” – le ordenó – “de cara a la pared, las manos apoyadas bien abiertas, separa las piernas, y quédate quieto y callado mientras me follo a tu novia” – añadió.
Imaginé a mi novio en esa posición, y me excité a niveles gigantescos. Apenas me había dado cuenta de que había quitado el dedo de mi vagina, pero fue un segundo sólo la pausa. Al instante entró un vibrador, del tamaño de una polla, y el murmuro amordazada se oyó por toda la oficina. Otro segundo vibrador, de aquellos que son estimuladores de clítoris, se posó a toda marcha sobre mi clítoris, y el orgasmo vino a esa velocidad de un halcón que se tira a por su presa.
“Mpffffiififfif mpffii fffii” – gemí yo amordazada.
Aún correrme, mantuvo los vibradores en plena función, y al tener el segundo orgasmo oí al señor hablar a mi novio. Le dijo que escuchara cómo disfruto, cómo soy suya, cómo me usa atada, y todo ese discurso me elevó la sensibilidad a un nivel que llegó el tercer orgasmo. Y me vino un cuarto orgasmo.
Estaba muy claro que me quería torturar y agotar en una sesión de multiorgasmos contra la cual estaba indefensa, imposible de liberarme, atada y amordazada, con mi novio sumiso obedeciendo las órdenes del Señor, allí quieto, inmóvil, callado, desnudo, disciplinado, y el hecho de pensar todo esto me provocó un orgasmo que pareció interminable, que duró minutos, o a lo mejor fueron dos seguidos y unidos. A esas alturas es difícil decirlo, porque yo ya había perdido toda cordura.
“Ahora me voy a follar a mi sumisa, que es tu novia” – dijo, y la frase me encendió a un punto ya estratosférico.
Su polla entró muy adentro, directa, y estaba yo tan empapada que se oía el chapoteo. Embistió que me apretara contra la mesa, y las pinzas de los pezones se apretaron más contra la mesa. Dolían, pero su dolor aumentaba la excitación. Aceleró las embestidas, llegaba su rabo al fondo, y el hilo de baba que me regateaba hacía rato por la comisura del labio a ambos lados de la mordaza se hizo mayor. Ya era un río de baba, y notaba en mi barbilla y mi pómulo un charco de baba que se había formado sobre la mesa.
Fueron cinco o diez minutos celestiales, o quince, no lo sé, porque no tenía reloj, y tampoco me importaba. Al final se corrió, y los orgasmos han de ser contagiosos, porque al mismo tiempo yo también me corrí. Entonces se apartó, y aún yo jadeando y suspirando por la respiración acelerada de la excitación noté una fusta azotar mi nalga diestra.
“¿qué se dice, sumisa?” – me ordenó, y yo al instante, lo mejor que pude, dije “fffafafiiias fmfeoorrr” – que significa “gracias señor” estando amordazada.
Azotó un segundo, y al decir el mismo “gracias, señor” me dijo que no me entendía, que no vocalizaba bien, que debía de aprender a vocalizar, y en cada azote yo intentaba decir “gracias, señor” con mayor claridad pero era imposible. El culo me ardía cuando volvió a meter un vibrador, y a la vez que lo agitó adelante y atrás volvió a imprimir otra tanda de azotes en mi culo que debía de estar de rojo brillante. Debió de ser unos veinte cuando se detuvo.
Liberó mi cuello de la mesa y me quitó la mordaza cuando recuperé la verticalidad.
“Eres una guarra viciosa, ¿verdad que sí?” – me dijo.
“Sí, señor” – respondí.
“Dilo. Di que eres una guarra viciosa. Que te oiga tu novio” – y bien alto lo repetí.
“Sí, señor, soy una guarra viciosa, señor” – dije sumisa, y entonces me dijo que tenía algo para enseñarme.
Me quitó la venda, y vi nítida la imagen de mi novio contra la pared, desnudo, con sus ojos vendados agachados mirando al suelo, y la polla tiesa a reventar, que casi daba contra la pared. Se había excitado muchísimo oyéndome.
“Mira cómo has dejado la mesa de baba” – me amonestó, y yo, ya disciplinada y sumisa, dije “perdón, señor”.
Entonces me dijo que lo iba a limpiar. Me quitó las pinzas de los pezones, después todas las esposas, me entregó el juego de muñecas con la llave, y me ordenó que se las pusiera a mi novio. Sin pensármelo, fui rápida hasta él, cogí sus brazos con decisión y firmeza, y cumpliendo sus órdenes cerré las esposas en las muñecas de mi novio atadas a la espalda.
Ya atado, me dio las pinzas.
“Pónselas” – me ordenó, y rauda le puse encantada las pinzas en los pezones, apretadas de tal modo que debió de dolerle, pues al colocarlas hizo un gesto de doblar el torso, y eso curiosamente me encantó mucho más.
“Ahora azótalo, que sepa lo que vas a sentir cada día” – y queriendo que mi novio sintiera el mismo ardor que yo notaba tomé la fusta, en silencio, sin hablar, y el repertorio de azotes que le di le dejaron el culo que el rojo del tomate es pálido comparado con su culo.
Curiosamente no dijo nada, no habló, no comentó, sólo emitía resoplidos y sonidos guturales y nasales que reprimía en cada azote. Le arreé hasta treinta, y allí el economista me ordenó parar. Tenía el culo que se notaba la temperatura caliente sólo acercando la mano a la piel.
“Ponle esto a tu cornudo”.
El juguete que me dio me pareció una idea maravillosa, que yo lo había pensado más de una vez y que lo habíamos hablado con mi pareja, pero al final, con aquello de que lo vas dejando para el día siguiente, nunca lo habíamos comprado. Se trataba de un cinturón de castidad, y sintiendo una mezcla de emocionada y excitada me acerqué a mi novio, lo volteé, introduje su pene flácido dentro de la jaula diminuta hecha de rejas sólidas, cerré el aro detrás de sus testículos para afianzar el cinturón, y lo bloqueé con el candado. Quedaba de ese modo su pene inservible para sexo, dado era imposible erección o penetración con su forma curva hacia abajo, y el gemido de frustración e impotencia y sumisión que emitió mi novio me excitó muchísimo. Llave no me dio, con lo que es fácil deducir que se la tenía guardada, y que de ninguna manera se podría quitar el cinturón de castidad que estaba obligado a llevar, sin tener la llave.
“Ahora limpia la mesa” – me ordenó acto seguido – “que quede igual de limpia y seca que estaba antes de tu baba”.
Tomé paños y productos de limpiar muebles en un armario de cuarto de limpieza, y comencé a limpiar a conciencia. Estaba dejando la superficie de la madera que relucía brillante mientras el señor le explicaba a mi novio que iba a llevar el cinturón de castidad como mínimo hasta el viernes, y que a partir de hoy, y durante cada semana de lunes a viernes, yo era su perrita sexual, su sumisa, su zorrita, y él sería el cornudo de la sumisa.
Al acabar de limpiar, y previa revisión del señor, nos ordenó vestirnos. Quitó las esposas y las pinzas a mi novio, nos vestimos, y nos condujo hasta la puerta de salida.
“Mañana a las nueve en punto ya tienes que haber llegado” – me recordó.
“Sí, señor” – admití cabizbaja.
“Cuando llegues al timbre te abriré la puerta. Saluda siempre al venir y al irte o al llegar yo con el buenos días señor, buenas tardes señor, o el buenas noches señor, cabizbaja y sumisa. ¿lo entiendes?” – y contesté “sí señor”.
Cuando entres te indicaré tus tareas, ¡ahora vete y sé puntual!” – y al instante respondí diciendo “sí señor”.
Salimos de la oficina, mi novio con el cinturón de castidad puesto, y yo con muchísima impaciencia de comenzar el nuevo día.
“Buenas noches, señor” – dije al despedirme, y mirando cabizbaja al suelo salí camino de nuestro piso.
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Me gustó el relato..te animo a q sigas escribiendo..te seguiré..soy dominante.soy de la vieja guardia..un placer.. espero seguir disfrutando.. gracias 🎩🪡🌀