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Laura, experiencias sexuales
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Tiempo de lectura: 3 minutos

Me llamo Laura. Soy una chica más bien delgada, con el pelo corto de color pelirrojo y suelo llevar puestas gafas negras de pasta. He probado con las lentillas, pero me molestan, así que me quedo con las gafas. Además, no me quedan mal, y una amiga me ha confesado que me hacen más sexy. La verdad es que no sé si concederle demasiada credibilidad al comentario, sobre todo teniendo en cuenta que tuvo lugar en un bar con música a eso de las dos de la mañana y que mi amiga estaba con ese puntito que da el alcohol.

Yo no bebo, una copa y voy que me mato. Tengo otras aficiones, por ejemplo el sexo. He probado eso de besar a otras mujeres, incluso una vez, con una compañera gordita y super cariñosa, practique eso que los angloparlantes llaman "humping". El caso es que mi compañera se apoyó de rodillas en la cama con el amplio y temblón culete al aire y yo, sin sujetador y sin quitarme los vaqueros, comencé a chocar mis partes contra su trasero, como si estuviese penetrándola por detrás. Se puso como loca, gimiendo, pidiendo más y más y luego, sujetándome la cabeza y dándome un beso con lengua con mucha saliva.

La experiencia no estuvo mal, pero no me llenó del todo.

Una semana después conocí a Antonio. Cuando me besó sentí algo especial, su boca sabía muy bien, era algo adictivo. Me pasé gran parte de la noche pensando en él, en su beso, en su cuerpo y en como sería sentirle dentro.

A la tercera, llegó la oportunidad, hicimos el amor. Metió su pene en mi vagina y la sensación fue maravillosa.

Paso una semana, yo no podía pensar en otra cosa. No soy de las que se masturban con frecuencia y sin embargo, me encontré a mi misma, recién salida de la ducha, frotando mi sexo contra una almohada mientras pensaba en él. Incluso en el trabajo, sentada en el retrete, mientras orinaba y dejaba escapar algún pedo, me toqué y acabé cerrando y abriendo el agujero del culo con la vista nublada y mis dedos empapados de deseo.

El jueves tuvimos una nueva cita. Estaba nerviosa, con muchas ganas de experimentar sus caricias, pero, de algún modo, logré controlarme y hablar con coherencia. Antonio es bastante culto y su voz, atractiva de por sí, se combina con una facilidad de palabra que hace que la conversación fluya. En ese momento, aquel jueves, tuve deseos de besarle y jugar con su lengua, a lo mejor en el intercambio de fluidos se me pegaba algo de su dicción.

– ¿Te gustan los azotes? – preguntó de repente.

Tomada por sorpresa me costó unos minutos reaccionar. Él, consciente de la situación, tomo la palabra y con la seguridad que le caracterizaba, expuso sus fantasías.

No quedamos en nada concreto, pero en mi interior sabía que, algún día, tendría que probar eso y satisfacer su fetiche aunque solo fuese por miedo a perderle.

La ocasión se presentó una semana después. Le invité a cenar, pero, sin querer, olvidé por un momento que tenía la pasta en el horno y se quemó el gratinado. Con la cara colorada le ofrecí mil disculpas, pero él, durante un instante sonrió. Luego, con rostro serio, dijo.

– Has quemado la cena, como castigo hoy no habrá sexo.

Sin pensarlo protesté, le dije que eso no era justo que…

– Mira, pareces una cría. Hoy no hay sexo porque estoy enfadado contigo y si tenemos sexo, bueno, no te trataría como una dama.

Mi rostro, por algún motivo, se ruborizó aún más. Mentiría si dijese que no estaba nerviosa, que aquel tipo no me daba algo de miedo en ese momento. Sabía que sus manos, sus músculos, su fuerza podía someterme en cualquier momento y poseerme con una rudeza salvaje y sin embargo, por nada del mundo hubiese querido estar en otro sitio que no fuera allí, con él.

Pensé en él y me mojé.

– Voy a cambiarme de bragas. – dije en voz alta.

El replicó.

– Eres una guarrilla. Mejor me voy antes de que esto se vaya de las manos.

– Espera, déjame cambiarme y hablamos.

Me cambié de bragas en la habitación poniéndome en su lugar un tanga. Fui a ponerme el pantalón, pero desistí. En su lugar me quité la camiseta quedándome en ropa interior, calcetines y gafas.

Salí.

El me miró de arriba a abajo con deseo.

Caminé de manera sensual hacia la cocina, abrí un cajón y saqué una cuchara de madera y ofreciéndosela dije.

– He sido una chica mala, ¿me das unos azotes?

En un instante, moviéndose con rapidez, me tumbó sobre su rodilla y comenzó a azotarme en las nalgas con la cuchara. Los golpes escocían y mientras mis glúteos cogían color protesté moviéndome para tratar sin éxito de evitar los impactos.

Cuando me soltó, había pasado poco más de un minuto.

Le miré con rabia mientras frotaba mi trasero encendido.

Él se acercó y me retiró las gafas, luego, sujetando mi cabeza con firmeza y delicadeza a un tiempo, me besó en los labios con pasión.

Abrí la boca y dejé que nuestras lenguas se encontrasen.

Luego, de alguna manera, me arrodillé, bajé la cremallera de sus pantalones, liberé el miembro y lo metí en mi boca, chupándolo con ansia. Lo saqué, tosí, chupé y besé la punta y volví a meterlo en la boca, la saliva resbalando por la comisura de mis labios.

Pronto me encontré boca abajo sobre la cama, sin tanga. Antonio metió su pene de golpe, envistiéndome. Me mordí el labio para evitar gritar. Me dio un azote en la nalga derecha y volvió a penetrarme, dejando caer el peso de su cuerpo sobre el mío. Una oleada de placer recorrió mi cuerpo y no tardé en alcanzar el orgasmo.

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