Se termina el día laboral y comienza la rebatiña por las regaderas, uniformes de enfermera van quedando detrás de nuestros presurosos pasos.
Hoy mi compañera más cercana de ducha es Rosario, la enfermera en jefe de la cocina, siempre vistiendo pulcramente el uniforme.
El cubre bocas solo deja ver sus ojos claros de largas pestañas, bajo el uniforme se adivinan sus formas anchas, su figura me recuerda a mi profesora de danza folclórica en la secundaria la maestra Cristina, tenía el mismo tipo de cuerpo que Rosario, cintura estrecha y piernas gruesas que terminaban en pequeños pies, pero Rosario a diferencia de la maestra Cristina tenía un tono pálido que le daba la apariencia de yeso o mármol.
La conozco hace años y la saludo con cordialidad cada vez que la encuentro, pero este calor de lunes o la ducha que relaja los cuerpos hacen que la vea con detenimiento, su cabello libre de la cofia me parece más largo al estar húmedo con tenues hilos de plata que se confunden con mechones mas oscuros, es tan largo que le llega justamente hasta donde comienza la curvatura de las caderas y comienzan las nalgas.
Lleva puestas bragas clásicas de algodón y me doy a la tarea de adivinar o mejor dicho fantasear que debe tener un abundante pelaje. Comienzo a preguntarme mentalmente —desde que quedó viuda será ella misma quien se dará placer.
Me entra antojo por su boca, por la flacidez de su vientre por el grueso de sus muslos y si me inclinara ahora mismo para lamer como cachorrita su vulva hasta que chorros de orgasmo me embriaguen, y si frotara mi coño depilado contra el suyo para hacer que su vello despida la fragancia de la hembra en celo y que en cada roce nuestros clítoris se electricen…
Y si está tarde de lunes Rosario y yo nos follamos aquí mismo hasta que me salga el demonio de dentro y ella expulsé la savia contenida de estos años de soledad.