Para mí una biblioteca es como un templo sagrado. Suelo ir tres días a la semana y me paso unas cuatro horas allí cada vez que voy.
Leo y estudio mejor allí que en casa, al haber un agradable silencio. También me encanta el olor a libros que se genera en esos lugares.
Hace diez años, cuando yo tenía 40 años, me ocurrió una experiencia digna de contar.
Yo suelo sentarme siempre en el mismo lugar, como animal de costumbres que soy. Parece que una chica tenía la misma costumbre que yo, pues también siempre se sentaba enfrente de mí.
La mayoría de las veces venía sola, a excepción de días contados en que lo hacía acompañada de una amiga.
Tenía 18 años y estaba estudiando en la universidad el primer curso de la carrera de Derecho.
De tanto coincidir en la misma mesa ya nos saludábamos, aún sin conocernos siquiera. Con el tiempo descubrí que se llamaba Susana.
Cuando venía acompañada de su amiga solían hablar en susurros. Que dos chicas monas hablen en susurros es algo que me excita mucho. También me pone a tono cuando mastican chicle con la boca abierta o cuando chupan una piruleta (dejándoles la lengua de color rojo o azul, dependiendo del sabor). Pues todo este espectáculo lo vivía yo a unos centímetros de distancia. Experimentaba un placer sin igual.
Tenían pinta de modositas. De haber estudiado en un colegio de monjas. Y ya se sabe que de estos centros salen la mayoría de las chicas con un deseo sexual desbordado. Será por la educación tan represiva que les inculcan.
Susana tiene el pelo castaño y liso hasta los hombros. Las facciones de su cara le dan un aire aniñado, con un toque de chispa maliciosa. Tiene un cuerpazo diez. Viste muy a la moda. Es algo pija.
Al tener, con el pasar del tiempo, más confianza llegamos al acuerdo de vigilar mutuamente nuestras pertenencias cada vez que uno de nosotros se iba a tomar café.
El caso es que un día me animé a proponerle que si, sobre las 11 de la mañana, le apetecía tomar algo en una cafetería, yo la invitaba. Susana aceptó.
Ya en la cafetería me comentó sus planes a corto y medio plazo y que quería especializarse en Derecho Penal. Tenía las ideas muy claras y la cabeza perfectamente asentada.
Fui notando que ella buscaba en mí algo más que una amistad con la que tomar un café y tener unas charlas. Lo de sentarse siempre enfrente de mí no era pura casualidad.
Entonces me animé a llevar la conversación a terrenos más personales, íntimos y eróticos.
Le pregunté si tenía novio, me dijo que sí, pero que no se cerraba a conocer gente más interesante, que le aportara más. Y me soltó jocosamente:
–La verdad es que tú estás muy bien para ser un cuarentón.
–Muchas gracias Susana por el halago. Tú sí que estás para mojar pan. Eres muy hermosa –le contesté.
Con el transcurrir de la amena conversación me fui animando y me tomé la licencia de preguntarle por alguna de sus fantasías sexuales.
–Empieza tú primero –me contestó ella.
–Pues la mía sería hacerlo en un ascensor. De noche, cuando todos los vecinos están durmiendo, mi chica y yo montaríamos en el primer piso y durante todo el trayecto (hasta llegar al décimo-quinto piso), nos amaríamos con locura. El ascensor iría subiendo y bajando hasta que nosotros llegáramos al orgasmo o hasta que nos pillara algún vecino. Sería como una ruleta rusa –y me eché a reír.
–No está mal –confirmó–. Pues la mía sería hacerlo en una biblioteca. En el templo de la cultura y la sapiencia no estaría mal, tampoco, practicar un poco de sexo, ¿no crees?
A mí no se me ocurrió otra contestación que decirle que esa fantasía la podría llevar a la práctica, con mi colaboración, en ese mismo día si le apetecía. Ella me había lanzado el anzuelo y yo se lo recogí a gusto. Se puso un poco colorada, no esperaba que yo fuera tan directo y le cogiera al vuelo su insinuante propuesta.
–¿Hoy? No sé… –contestó titubeando.
Fui acercándome poco a poco a su rostro y le doy un pequeño y suave beso en los labios. Me arriesgué a que me hiciera la cobra, pero no me la hizo, todo lo contrario. Abrió su boca y sacó su lengüita juguetona dándome a entender que quería más. Y lo tuvo.
Volvemos a la biblioteca y decidimos meternos en los baños de chicas para poder echarnos un buen polvo, ya que nos habíamos puesto muy cachondos en la cafetería. Después, ya más tranquilos, seguiríamos estudiando.
Primero entró ella para comprobar que no había moros en la costa y a una señal suya, entraría yo.
Nos fijamos en la hoja que había en la puerta y nos informamos de que la limpiadora pasa cada hora a hacer su ronda. Miramos el reloj y nos damos cuenta de que solo tenemos 45 minutos de plazo para disfrutar de nuestra fantasía sexual.
Nos cerramos en uno de los diez baños individuales que hay y comienzo a besarle cada centímetro de su rostro. Ella me palpa la entrepierna y me dice:
–Quiero toda esta butifarra dentro de mí. Me has encendido en la cafetería con tus besos húmedos y tu lengua picarona y ahora tienes que apagarme el fuego que me abrasa y no me deja estudiar. Me ponen mucho los maduritos. Sabéis cómo satisfacer a una mujer, no como los niñatos de mi clase.
–No te vas a arrepentir de perder una mañana de estudios, Susana. Vas a experimentar sensaciones que nunca viviste ni vivirás –le aseveré.
Entonces ella, sentándose sobre la tapa del váter se bajó los pantalones y me dijo que deseaba que le hiciera una buena comida de coño.
A simple vista se le notaban las bragas humedecidas. Le palpé la tela y efectivamente estaban empapadas.
Le bajé las bragas y me encuentro con el mayor y más grato de los tesoros con los que un hombre se puede topar: un chochito rosado totalmente depilado a láser y en el pubis un pequeño conejito tatuado señalando con uno de sus dedos hacia abajo como diciendo “Aquí está la cueva en donde encontrarás el elixir de la eterna juventud”.
¡Cómo engañan estas chicas de familia bien!
Me acerco, le separo los labios vaginales con mis dos dedos pulgares y meto mi nariz en toda su raja. Inspiro fuerte para disfrutar de aquella fragancia de hembra en celo. Le hago cosquillitas con la punta de mi nariz por cada centímetro de su vulva. Hundo mi cara todo lo que puedo en aquella cueva de la felicidad. Saco mi rostro todo mojado, como si lo hubiera metido en una fuente. Acerco mi nariz a su clítoris y jugueteo con él. Le masturbo su botón de oro con mi nariz. Aquel botoncito es la llave al Paraíso de los Orgasmos.
Cambio mi nariz por mi lengua. Lamo toda su raja, de abajo a arriba. La almeja le brilla por lo chorretosa que está. Yo lamo y lamo con la intención de secársela pero consigo el efecto contrario. Cuanto más lamo y chupo más se le humedece. Me bebo sus caldos como si fueran un Rioja.
Ella me pide entre jadeos que me la folle, que quiere sentir mi verga bien adentro. Que ya basta de cosquillitas con la nariz y la lengua. Que quiere una buena barra de hierro bien caliente dentro de su coño. Quiere sentir que la parten en dos. Sus deseos son órdenes para mí.
Sin cambiarla de postura, me acerco a ella y me la empotro. Está tan lubricada y excitada que ya no me paro a joderla a fuego lento, le doy duro.
De vez en cuando entra una mujer en los baños para mear. Mientras hay gente en el interior del servicio tenemos que guardar silencio, aunque la follada no se interrumpe.
A mí me daba mucho morbo estar montando a una yegua de 18 años en un compartimento y que en el de al lado estuviera una mujer con su solitaria lluvia dorada y su sonido de chorreo característico. Yo estaba tan cachondo en esos momentos que me hubiera tragado toda aquella orina aún sin conocer si su propietaria estaría de buen ver o no. Susana estaba disfrutando con la situación. Por fin había cumplido su gran sueño de follar en la biblioteca.
Tres emboladas por segundo clavándosela bien adentro y con ímpetu durante diez minutos fueron suficientes para hacer que se corriera como una cerda.
Me yergo y me pongo frente a ella, me sacudo la polla con fuerza. Me hago una fantástica gayola mientras observo los gestos de viciosa insaciable que pone para provocarme el clímax.
De vez en cuando se me acerca y me chupetea la punta del nabo para lubricármelo un poco. Y vuelve a sus gestos lascivos. Saca la lengua, se relame, pone los ojos en blanco. Me dice guarradas del tipo “Descarga tus huevos sobre la cara de esta golfa”, Lléname todo el pelo de pringue”, “Quiero oler, paladear, saborear y tragar toda la lechada que te sobra en los cojones”.
Yo me la machaco a buen ritmo, cada vez con más furia. Disfruto de sus muecas y frases provocadoras. Me sigue diciendo cochinadas del estilo “Yo seré tu puta y tú mi papichulo”, “En los colegios de monjas nos enseñan que una mujer debe ser una dama en la calle, una señora en su casa y una puta en la cama”.
Esta última frase activó mi volcán interno. Ya no pude más y comencé a expulsar mi particular lava y a eyacular por todo su rostro.
Dirigí unas descargas sobre su pelo y el resto se lo fui repartiendo por toda la cara y cuello. Llevaba una semana sin descargar porque estuve muy liado con el trabajo y la cantidad de lefa fue tan grande, que le dejé toda la cara embadurnada. Estaba irreconocible.
–Joder, ¡vaya plasta me has dejado por la cara y en la ropa! Voy a oler a semen toda la mañana –comentó, excitada.
Mientras se lavaba la cara y se arreglaba un poco me dio las gracias por ayudarle a poner en práctica una de sus fantasías. Pero tenía más y quería darles vida conmigo.
El tiempo que duró nuestra relación extramatrimonial, pues los dos teníamos pareja, fuimos haciendo realidad algunas de sus fantasías y también de las mías.