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La mojigata
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Tiempo de lectura: 6 minutos

A mis 19 años estudiaba en la ciudad de Puebla, venía de una ciudad mediana de la costa del Golfo de México y me enviaron mis padres a estudiar. Me costó un poco adaptarme al ambiente conservador de la ciudad en aquellos años. Mi carácter abierto, despreocupado y festivo a muchos les resultaba refrescante, pero no a todos. Cuando esta con los compañeros de la escuela en algún café o restaurant y yo festejaba a carcajadas cualquier ocurrencia, notaba las miradas de reojo de algunas mesas que les parecía poco adecuado mi comportamiento.

Empezaba a tener más seguridad en mí mismo y no me importaba, prefería divertirme abiertamente.

Estaba en muy buena forma, con mi 1.86 de estatura y practicante de artes marciales, cada vez era más consciente que tenía cierto atractivo. Había pasado la etapa de inseguridad que tuve poco tiempo antes que me producía el hecho de que al caminar por la calle notaba las miradas que me tiraban las mujeres y también de algunos hombres, que hacían que instintivamente comprobara si llevaba la bragueta abierta y llegando a casa me revisara en el espejo para tratar de descubrir si había algo mal en mí. Entendí que les atraía y en realidad me estaba sabroseando.

Pero no era un conquistador, a pesar de mi carácter extrovertido era algo tímido con las mujeres. Y en aquel ambiente cogerse a una mujer era una verdadera hazaña, había que invertir meses de citas, cenas y gastos para que al final no se concretara o no faltaba la que quería antes la promesa de casamiento. Pero no cejaba en mis intentos. Mi desfogue era regresar en vacaciones a la ciudad de donde venía. Ahí era mucho más fácil.

La escuela me parecía fácil, me sobraba tiempo y mis padres me daban lo suficiente para vivir con holgura.

Así que tomaba cursos por la tarde, de cualquier cosa que me pareciera interesante dentro y fuera de la escuela. Siempre me ha gustado aprender cosas nuevas.

Me inscribí en un curso de superación personal por las tardes. Era el más joven del grupo. La mayoría empleados de gobierno, pequeños empresario y profesionistas, entre ellas una señora de unos 50 años que no me dejaba ni sol ni sombra.

Y también Gloria, una señora de unos 30 y tantos años, ama de casa, melena corta, de complexión regular de cara más o menos bonita y no sabía decir mucho más, porque siempre vestía con falda holgada abajo de media pantorrilla y blusa de manga larga con resorte en las muñecas y cerrada hasta el último botón del cuello, con un pequeño crucifijo por fuera de la blusa. Constantemente hacia pequeñas muecas de desagrado ante cualquier comentario que considerara inapropiado.

De no ser por el discreto maquillaje, las diminutas flores estampadas de su blusa y los tacones, habría jurado que era una monja en su día de salida del monasterio.

No intenté nunca durante el curso establecer comunicación. Todo en ella me decía ¡Aléjate! Solo las interacciones del curso, aunque a veces notaba su mirada en mí. Seguramente para desaprobarme, pensaba yo.

Faltando poco para terminar el curso, a la salida se acercó a mí.

-Hola, quedamos reunirnos con otros compañeros mañana para hacer el ejercicio que nos dejó el instructor- Dijo.

-Ah caray, ¿Cuál ejercicio?- Le contesté. Pensando que seguramente estaba distraído o lo pidió cuando me levanté al baño.

No te preocupes, yo tomé nota- me dijo, mientras escribía una dirección y me la entregaba. Nos vemos en mi casa mañana sábado a las 8 de la noche. ¿Puedes?

Sí, sí, ahí nos vemos sin falta- le contesté.

No era muy lejos de donde vivía, así que al día siguiente tome un baño, me cambie de ropa y fui caminando a la cita.

Me abrió la puerta ataviada con un vestido verde estampado, arriba de la rodilla, cuello en V y brazos descubierto. No era muy atrevido, pero me sorprendió que no anduviera vestida de hábito por su casa.

-Te doy algo de tomar- me dijo. Mientras me sentaba en la sala y la observaba servir una cuba de ron, con igual cantidad de alcohol que de refresco de cola. Se preparó otro un poco más ligero para ella.

Mientras yo observaba discretamente aquella casa de clase media baja, casi sin lujos, un altar de la virgen en la estancia y algunas imágenes religiosas más.

Y mis ojos se posaron en un título de médico con la foto de un hombre delgado. No había ninguna señal de que hubiera niños en esa casa.

Me entregó la bebida y empezamos a platicar, a los pocos tragos empecé a sentir cómo esa distancia que yo había puesto en mi mente hacia ella se desvanecía y ella también estaba mucho menos lejana y sin ese aire de custodia de la buenas costumbres.

-Es doctor algún familiar tuyo- Pregunté. Caminó hacia mí y extendiéndome otro vaso de bebida, se sentó junto a mí.

-Es mi marido- Contestó. Es doctor. Hoy no está, los sábados acude a un pueblo a una hora de aquí y se queda a dormir en la parroquia donde da consultas gratuitas. Regresa mañana a las 7 de la mañana en el primer autobús que sale de allá.

Por cierto, no invite a ningún compañero, no dejaron ningún ejercicio- dijo, sentándose junto a mí.

Empezó a besarme y respondí metiendo la mano bajo su falda, le apreté las nalgas macizas. Abrí su escote, le saqué un pecho chupándole el pezón, busqué con mi mano su sexo y enterré los dedos en él. Estaba tibia, mojada. Tenía la mirada acuosa, las mejillas sonrosadas y respiraba con pequeños jadeos.

De pronto se levantó, me tomo de la mano y me llevó de prisa a la habitación de la planta alta que estaba presidida por un enorme crucifijo, ahí empezó a quitarme la ropa con desesperación, la arrojó de cualquier manera junto a la cama y se desnudó. Tenía buen cuerpo con una pequeña barriguita bajo el ombligo donde le empezaba una linda pelusa que llegaba hasta el vello lacio y suave de su sexo.

Se arrodilló y empezó a chupármela con más desesperación que pericia.

La acosté en la cama y empecé a recorrerla de arriba a abajo succionando los pechos y entonces me tomó la cabeza entre sus manos, me dirigió a su sexo. Me daba indicaciones entre pequeños gemidos ¡Así! ¡Más fuerte! e iba ordenándome cómo hacerlo hasta que empezó a tener espasmos de orgasmo, seguí chupándola mientras se retorcía.

Me puse entre sus piernas y la penetré sin ningún esfuerzo, estaba inundada, caliente y empecé a bombearla cada vez más rápido y no tardó en volver a ponerse en su punto, con sus talones empujaba mis nalgas marcando el ritmo cada vez mas rápido y terminamos en un orgasmo simultáneo que terminó de inundar su coño.

Pero aún no estaba satisfecha, nada de la paz que embarga a otras mujeres, seguía empujando con los talones exigiendo que continuara.

Y seguí, a mis 19 años y con esa calentura que teníamos, eso no era problema. Cuando sintió que podía seguir, cambio de posición poniéndose en cuatro patas. A esas alturas cada embestida, cada bombeo se escuchaba un chapoteo, puso su cara en el colchón para dejarme más expuesto el coño y yo parado a la orilla de la cama abrí sus nalgas y podía ver mi verga chorreante que entraba y salía y el rosado anillo de su culo. Mordía la colcha, gemía y me pedía más y más. Volvió a terminar en un orgasmo prolongado.

Enseguida me tiró en la cama y se montó sobre mí y siguió moviéndose. A esas alturas yo ya no sentía la verga, tenía que enderezarme y bajo sus nalgas me la tocaba para saber si seguía erecta mientras ella continuaba con su movimiento de caderas.

Yo intentaba terminar pero no podía, no sentía, estaba congestionado, tumefacto. Se acostó de espaldas en la cama y puse una almohada bajo sus caderas levanté sus piernas y al ver que era bastante flexible se las doblé como en posición de loto de yoga y las oprimí contra su pecho y la penetré hasta el fondo, empecé a bombearla cada vez más rápido y el ruido del chapoteo se intensifico, no sentía la verga pero podía sentir los calientes hilos viscosos que corrían por mis pierna y se puso más frenética mientras me gritaba: ¡Préñame! ¡Préñame!, ¡Hazme lo que el imbécil de mi marido no puede!! Mientras se venía con otro orgasmo trepidante.

Me levanté para ir al baño a tratar de orinar, no pude, la congestión apenas me permitió algunas gotas. Cuando regresé a la habitación, al ver que seguía con la erección se me arrojo a mamármela, pero yo traía otra cosa en mente. Necesitaba urgentemente terminar, ya tenía una punzada de dolor justo bajo los testículos.

La puse en cuatro patas sobre la cama, me arrodillé tras ella y mojé mi verga en su coño con unas cuantas embestidas que recibió con gemidos de placer. Con una mano presioné su espalda para pegar su cara a la cama y dejó a mí merced el anillo rosado de su culo y apunté a él.

¡No! ¡No! ¡Por ahí no! Empezó a gritar, mientras yo trataba infructuosamente de clavarla. Trató de escapar hacia adelante pero no llegó muy lejos, su cara se estrelló contra la cabecera de la cama y empezó a mover el culo de un lado a otro para que no la penetrara.

Vi mi pantalón en el buró junto a la cama y lo tomé, le quité el cinto, lo doblé. Me eché hacia atrás y le di un cintarazo con todas mis fuerzas en las nalgas. Sonó como un disparo.

¡¡Quieres que te coja como el santurrón de tu marido o como la puta que eres!! Le grité.

Se quedo quieta, y puse mi verga en la puerta de su culo y comencé a empujar. Me veía de lado, con la cara contra la cabecera. Los ojos muy abiertos de sorpresa y miedo.

Apretaba el culo para que no pudiera meterla, pero estaba quieta. Tome mi verga por la base con la mano y empecé a presionar con el peso de mi cuerpo, hasta que cedió.

¡Virgen santa! ¡Perdóname señor! gritaba. No tuve piedad. Se la deje ir a fondo lentamente mientras ella pujaba y jadeaba.

Mientras bombeaba lentamente los pujidos se fueron convirtiendo paulatinamente en gemidos, aumenté el ritmo y terminé con una explosión aliviadora.

Me derrumbé sobre ella aún enchufado y sentí cómo iba perdiendo la erección dentro de su culo. Se volteó y empezó a besarme suavemente la cara y así nos quedamos dormidos.

De pronto escuche un ruido en la puerta de acceso. Pegué un salto de la cama y me asomé por la ventana pero no logre ver a nadie. Ya había amanecido.

¡Puta madre el santurrón!- Pensé. Empecé a vestirme rápidamente pensando que ya estaba dentro de la casa, pero ella -Que también había despertado con el ruido- me jaló de un brazo gritándome ¡No te vayas! ¡Quédate! Entré en pánico, bajé a medio vestir dispuesto a huir y pasar sobre el marido. Mientras ella seguía tratando de detenerme.

Falsa alarma, el marido no estaba, pero el pánico que sentía seguía ahí.

Salí a la calle, logre zafarme de ella con un tirón y caminé rápidamente.

Unos metros adelante voltee a mirar y estaba ahí desnuda, parada en la acera mientras musitaba -No te vayas, no te vayas- Y podía ver los discretos movimientos de las cortinas en las casas vecinas.

No regresé al curso, no la volví a ver hasta muchos años después fortuitamente. Pocas noches de tanto sexo como ese en mi vida. Pero a esa loca mojigata no quería volverla a ver jamás.

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