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Una maestra que me enseñó mucho
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Tiempo de lectura: 5 minutos

A la edad de 24 años decidí prepararme para unas oposiciones. Busqué una academia y me informé de cómo es el temario y del horario de las clases. El temario se dividía en tres materias, que las impartían tres docentes, una maestra y dos maestros, para ser exactos. A la maestra la llamaremos Julia, para proteger su intimidad.

En clase éramos veinte alumnos. Pero cuando Julia daba sus clases posaba su mirada en mí continuamente, como si yo fuera el único alumno de la clase. Estaba claro que me estaba haciendo ojitos. Pero, ¿cómo abordarla? En el despacho de profesores era imposible pillarla sola, siempre había algún maestro pululando por allí.

Julia era toda una señora. Yo nunca la vi en vaqueros y camiseta. Siempre iba con blusas, falda-pantalón, faldas plisadas, pantalones de tela cara, etc. O sea, nada que ver conmigo. Yo era y sigo siendo más de sport, estilo informal. Por eso mismo me sorprendió su interés en mí.

Sus continuas miradas hacia mi persona curiosamente no me ponían nervioso, más bien me sentía alagado.

Tenía que planear la forma de comunicarme con ella a solas para poder aclarar el asunto. Entonces tomé la decisión de, como una vez por semana nos hacían un examen de seguimiento, pues cuando nos lo pusiera Julia, yo entre las preguntas 7 y 8 (para que pasara desapercibido y no se notara tanto por si algún fisgón se fijaba), anoté mi número de teléfono con esta pequeña nota “Tu mirada me derrite, Julia. Llámame y hablamos de nuestros respectivos sentimientos”.

En 1997, que fue cuando ocurrió esto, aun no existía el WhatsApp y los teléfonos móviles eran auténticos zapatófonos como los que utilizaba Mortadelo.

Fueron días de espera insufribles. Sentía taquicardias. Por momentos me arrepentía de lo que había hecho. ¿Y si todo era fruto de mi imaginación? ¡Qué vergüenza! Si no me llamaba estaba dispuesto a cambiar de academia. No había más remedio. ¿Cómo presentarme en clase después de hacer este ridículo tan espantoso?

¿Ya había corregido mi examen o todavía lo tenía en el montón de “Pendientes”? Un mar de dudas me invadía. Temía que me fuera a dar un infarto en cualquier momento de lo nervioso que estaba.

Al tercer día de espera suena el teléfono. Era un número desconocido. Un sudor frío me empezó a recorrer por la frente. ¿Era ella? ¿Me llamaba para decirme lo guapo que soy o para echarme la mayor bronca de mi vida?

Con manos temblorosas descolgué el teléfono y contesté con un tímido “¿Diga?”. Era ella.

–Hola Jonathan, ¿cómo estás? Tuviste una buena idea con lo de apuntar tu teléfono en el examen. Yo soy una mujer casada y esta ciudad es demasiado pequeña. Los chismes corren como la pólvora y yo tengo una reputación que cuidar. ¿Cómo hacemos para quedar y hablar tranquilamente?

–¿Conoces la cafetería Siracusa? –le comenté–. Está en las afueras de la ciudad y no es muy concurrida. No creo que haya riesgo de que nos vea algún conocido.

Ella accedió a quedar en ese lugar al día siguiente a las 11 de la mañana.

Después de pasarme casi la noche en vela, me puse en marcha y llegué a la susodicha cafetería a las 10:45 h. Es un local de dos pisos. Le pedí un café al camarero y subí al piso de arriba, que era más reservado y nos protegería del bullicio. Había un ventanal que daba a la calle por el cual podría observar la llegada de Julia.

A los pocos minutos la veo cruzar la calle. Iba con abrigo, blusa azul, falda-pantalón color caqui y zapatos de tacón de aguja. Llevaba el pelo suelto que le llegaba hasta cerca de la mitad de la cintura. Rubia y con los labios pintados de un rojo intenso era toda una Freyja de lo hermosa que estaba.

Yo iba con tenis, vaqueros rotos y camiseta. No pegábamos ni con cola ¿Qué podría haber visto en mí? Yo a su lado parecía más un gigoló.

La llamé al móvil para avisarle de que estaba en el segundo piso, que subiera. La oí en la barra pedir su consumición y después escuché el taconeo de sus zapatos en las escaleras. Aparece en el rellano, se me acerca, nos damos dos besos e intento romper el hielo diciéndole:

–¿Qué tal mi examen? ¿Saqué buena nota?

Ella suelta una carcajada y me contesta:

–Fue el mejor examen que corregí nunca. Me alegró la vida.

Después de este comienzo todo fluyó como el agua.

Hablamos de diferentes temas, pero sobre todo de nosotros, de nuestros sentimientos.

Ideamos un lugar de encuentros porque lo de vernos en el coche podría valer como solución circunstancial, pero había que indagar otra forma de vernos.

Entonces pensé en un motel que hay a 15 km de la ciudad, que prácticamente es un picadero para amantes. Los empleados son la discreción personificada.

Quedé en recogerla al día siguiente sobre las 10 de la mañana para luego ir juntos al motel.

Al despedirnos le pedí un piquito aprovechando que no había nadie en el segundo piso. Se me acercó y noté el contacto de sus labios con los míos. Un escalofrío me recorrió todo el cuerpo. Del piquito pasamos a un beso con lengua y de este a un beso de tornillo. Su lengua jugueteó con la mía durante un inolvidable espacio de tiempo.

Hasta ese momento nunca había tenido una relación con una mujer casada y debo reconocer que es mucho más emocionante. No puedes lucirte en público con ella, pasear tan tranquilo a su lado, ir al cine o a bailar. Hay que verse a escondidas, caminar unos metros por detrás de ella para no levantar sospechas, besarla solo en privado. Es una experiencia que da mucho más morbo. La fruta prohibida incita y empuja a quebrantar la norma.

Yo no soy alto, 1,67m. Ella con tacones me saca unos centímetros, pero yo no entiendo a los hombres que rechazan a una mujer por ser más alta que ellos. Será un problema de autoestima.

A veces quedamos en una ciudad cercana y allí actuamos con más libertad. Nos abrazamos por la calle y comemos en restaurantes.

De noche estuve ansioso esperando la hora de ir a recogerla.

“¡Qué mañana tan agradable pasé a su lado en aquella cafetería!”, pensaba.

Por fin llegó el alba. Me ducho y salgo disparado a buscarla.

Ya de camino al motel, los dos tortolitos íbamos expectantes y felices. De vez en cuando poso mi mano sobre sus muslos y se los acaricio. Ella me mira de soslayo y sonríe.

El motel era un conjunto de barracones adosados al estilo del de la película de Psicosis de Alfred Hitchcock. Menos mal que eran las 11 de la mañana y no las 11 de la noche, que si no, allí no me quedo. La recepcionista nos dio el compartimento nº 13. Yo no soy supersticioso y nada me iba a estropear el encuentro.

Nada más entrar en la habitación comenzamos a besarnos con locura al mismo tiempo que nos desnudamos mutuamente.

Julia tenía unos pechos preciosos, como quesos de tetilla. No les di ni un segundo de descanso hasta tenerlos bien relamidos y chupeteados.

Ella llevaba unas medias de cristal a juego con unos ligueros negros que me encendieron tanto la libido, que no le permití que se los sacara.

A Julia le encanta la postura a cuatro patas, pero antes decidimos practicar la tradicional, la del misionero. Empecé a un ritmo muy lento, un mete-saca cada dos segundos. Para ir poco a poco acelerando a un mete-saca por segundo, dos mete-sacas por segundo… hasta por fin llegar a tres mete-sacas por segundo. En alguna ocasión aceleré a cuatro mete-sacas por segundo, pero tuve que volver al ritmo precedente por lo agotador del esfuerzo.

Julia tenía los ojos entornados y la boca entreabierta. Jadeaba sin descanso. Yo, mientras, le besaba todo el rostro y el cuello, el cual mordía a modo de vampiro.

Pronto le invadió un orgasmo enloquecedor y entonces fue ella la que me mordió el cuello a mí, como si quisiera arrancarme un pedazo de carne.

Decidimos pasar a su postura preferida.

Julia se colocó a cuatro patas y yo, agarrándola bien por la cintura, le di la caña que se merecía y que su marido no le daba (según me contó después). En algunas ocasiones la sujetaba por sus hombros para entrar con más ímpetu en sus entrañas. Como Julia llevaba el pelo suelto y no podía ver la cara de vicio que ponía, a veces se lo recogía con mis manos a modo de coleta y como si fueran las riendas de un caballo tiraba hacia atrás, con delicadeza. Ella me miraba sonriente y me decía:

–Dame duro, cariño, sin compasión. Esta yegua necesita que la monten bien. Sin cortesías.

Intenté aguantar todo lo que pude, manteniendo la mente en blanco o repasando la tabla de multiplicar, para no correrme aún. Pero al fin, me corrí dentro de su coño hasta dejarla bien saciada de lefa. Ella tuvo casi al mismo tiempo que yo una explosión de éxtasis, que la dejó tumbada boca abajo en la cama por espacio de un minuto, sin decir palabra y resoplando.

Fue el primero de tantos encuentros que tuvimos a lo largo del año y medio que duró el curso.

El examen lo aprobé, pero como era concurso-oposición no saqué plaza al no llegar al corte necesario. Pero no fue un tiempo perdido.

Sin embargo, al terminar el curso la cosa se fue enfriando poco a poco.

Lo que la motivaba era el tenerme como alumno y ella hacer de maestra mala. Pero al dejar yo la academia, esa situación provocativa y morbosa terminó.

Seguro que conquistó el corazón de otro alumno en el siguiente curso. El cual tendría el privilegio de aprender las maravillas que me enseñó a mí.

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Autor
El Manso Embravecido
El Manso Embravecido
Soy un humilde discípulo del Marqués de Sade. Los relatos eróticos y pornográficos me gusta sazonarlos con crítica social, política y religiosa. El sexo muy guarro, el fetichismo y la dominación son algo que me activan la libido y encienden mis instintos más salvajes. Una imagen no siempre vale más que mil palabras. Soy un gran amante de la lectura. iiSaludos y buen sexo!!

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