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El collar de mi sumisa (parte 1)
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Me gustaba Julia, todo en ella me caía bien. Se mantenía en estado y, a sus 50 años, su figura era delgada, tenía lindas tetas y un culito hermoso. Pensé que había encontrado mi pareja perfecta. Coincidíamos en los gustos, compartíamos viajes, comidas, salidas y charlas. Pasar con ella tardes enteras era placentero. Antes de salir conmigo, había pasado años sin sexo, dedicada a ser empresaria, ama de casa y madre, como si la mujer, la hembra sexual no existiese.

Conmigo esa hembra se soltó y apareció con fuerza arrolladora. Teníamos un sexo exquisito y cada fin de semana cogíamos cinco o seis veces, con todo el repertorio posible. Le encantaban los chirlos, que la llame putita, que le bese la conchita hasta que acababa, tragar mi leche o que le haga la cola. La noche del viernes teníamos sexo y a la mañana, me despertaba sintiendo como me la estaba mamando, para empezar el día con un mañanero y si me despertaba antes, el que se metía entre las sábanas, era yo.

Y, de repente, ese fuego se extinguió… el sexo con ella, cada vez era menos deseable. Esa pasión arrolladora de los primeros tiempos, había terminado en movimientos toscos, duros. Era como si se hubiese vuelto a encerrar en la monja que era, antes que yo la lleve por los caminos de la lujuria. Y no encontraba la manera de sacarla de allí. Se lo dije en forma clara y abierta. Fue a hacer terapia. Todo en vano. Un año después, nos separamos.

Repasando nuestra relación, tiempo después, empecé a recordar que, cuando vimos “La secretaria” o “Cincuenta sombras de Grey”, se había calentado mucho en las escenas de dominación. También que, una noche que volvimos los dos con bastante ingesta alcohólica, la até con una sábana a la cabecera de la cama y le había dado muchos chirlos en la cola. No solo no le habían molestado, si no que se había puesto muy caliente. Lamenté no haber experimentado más por ese camino cuando se fue apagando su apertura al sexo.

Seis años más tarde la encontré casualmente. Yo estaba paseando por un enorme parque que está cerca de su casa, realizando mi caminata diaria de una hora. Siempre cambio de lugar y busco, de preferencia, lugares verdes y amplios. Caminaba escuchando música y contemplando a mi alrededor, cuando la vi. Nos saludamos y la invité a tomar un café.

Su cara estaba seria y contraída como era cuando nos vimos por primera vez, antes de estar juntos. Charlamos de nuestras vidas, y de temas generales y me fui dando cuenta cuanto quería tener de vuelta la fogosa mujer que ella había sido conmigo. Yo había terminado de remodelar mi casa y, con esa excusa, la invité a cenar, para que vea como había quedado.

Dijo que no, pero insistí. Puso excusas cada vez menos convincentes. La ruptura le había dolido y tenía miedo de volver a sufrir. Se veía que quería y no quería. Después de tanto insistir, aceptó, no sin hacer muchas e inútiles aclaraciones que solo era para cenar y punto.

El viernes a la tardecita llamó a mi puerta, la hice pasar. Estaba dura y distante. Me dio un beso rapidísimo de saludo. Tenía un vestido recto, lo menos llamativo posible, no llevaba maquillaje y en los primeros instantes contestó con monosílabos.

Le mostré las reformas y le encantó como había quedado la casa. Nos sentamos a tomar un vino con una picada de quesos en el living-comedor. Yo había puesto el hogar a leña con fuego pleno y el ambiente estaba como para pasearse sin ropa. Cenamos. Había cocinado su plato favorito y un postre, todo regado con dos botellas de su vino preferido.

Con el paso del tiempo, la tensión inicial se había suavizado y la charla era amena y su actitud mucho más cordial. A las diez, miró el reloj y dijo, como si tuviese una reunión de trabajo a la que no podía faltar, que se iba. Accedí sin chistar, pero le dije que antes quería mostrarle una sorpresa.

Le pedí que cerrara los ojos. Me miró intrigada y con dudas, pero terminó aceptando. Cuando lo hizo, le puse una máscara ciega. Se removió inquieta y preguntó que estaba haciendo.

– “Nada. Sólo es para que no espíes. No quiero estropear la sorpresa”, le dije mientras la llevaba al dormitorio.

Ella se dejó llevar, inquieta pero intrigada. Cuando llegamos, le dije que pusiera las manos adelante y juntas y lo hizo, pensando recibir algo, algún regalo. Pero yo aproveché para colocarle unas esposas de cuero con cierre de velcro. Intentó sacar sus manos, pero ya las había sujetado y la arrastré hacia una pared, donde había colocado un gancho al cual sujeté la soga que tenían las esposas. Quedó amarrada, con las manos hacia arriba y sin poder ver.

– “¿Qué estás haciendo? ¿Te volviste loco?, preguntó inquieta.

– “No, para nada”, le contesté, mientras le pegaba un chirlo en las nalgas. “Solamente quiero de nuevo a mi mujercita y la voy a sacar como sea de adentro tuyo” “Extraño a la putita que eras conmigo”.

– “Estás loco”, respondió, firme pero sin gritar

– “No lo sé”, le dije, aplicándole otro chirlo. “No querés más ser mi putita. Antes te encantaba”.

– “Déjame ir, por favor”, pidió sin mucho entusiasmo

– “No. Tenés que hacerme caso en todo lo que te pida y después te dejo ir”, le dije mientras acariciaba su cuerpo, sus tetas, su cola.

– Sergio, por favor. Lo nuestro no funcionó”, dijo en tono de súplica. “No quiero volver a pasar por lo mismo”

– “Si, tenés razón. Por eso quiero cambiarlo. Quiero que seas mi sumisa. Quiero atarte y que me obedezcas. Quiero que seas mi hembra. A cambio te prometo mucho placer”, le aclaré aplicándole otro chirlo.

– “Bueno, puede ser. Soltame y lo hablamos. Pero así no.”

– “Ni lo sueñes”, le dije mientras le metía la mano en la entrepierna. Ella contorsionó el cuerpo como intentando evitar mis caricias. Pero la tenía sujeta mientras la acariciaba. Hizo suaves y no muy convencidos intentos de evitar que mi mano baje hasta su sexo, pero la abracé y le acaricié su conchita. Se retorció, protestando, pero sin gritar y fui notando que cada vez su resistencia era menos intensa.

– “Vas a ser mi putita”, le dije al oído “y yo te voy a hacer acabar muchas veces. Me vas a hacer caso. Si te doy chirlos y me pedís que pare o que te duele o me suplicas, voy a seguir. Tenés que acordarte de una sola palabra = chocolate. Choco es “hasta ahí, no más fuerte”, es un tope que vos pones. Si decís chocolate, se para todo, te desato, nos vestimos y charlamos. ¿Entendiste putita?”, le pregunté acompañando la pregunta con otro chirlo.

– “Si, entendí”

– Si, entendí, papi, o mi amo, o mi dueño”, y un nuevo chirlo.

– “Si papi”, dijo con voz entrecortada. Todavía estaba entre querer y dudar. Aceptaba el juego para ver como zafar pero con una mezcla de estar disfrutándolo, sin querer hacerlo.

– ¿Cuál es tu palabra de control?

– “Chocolate”, dijo entre susurros.

La solté del gancho, la acosté en la cama boca arriba y até las esposas al respaldo. Le levanté el vestido y empecé a besar desde su ombligo para abajo. Sabía que eso le encantaba. Todavía hizo algunos intentos de resistir, pero cada vez menos convincentes. Cuando llegué a su conchita, estaba empapada y poco tiempo de lamidas y masajearla por dentro con mi dedo, la llevó a un orgasmo intenso.

Me acosté al lado de ella, la bese dulcemente mientras le sacaba el antifaz y las esposas y le dije:

– “Ahora empezamos de nuevo. Sos libre de hacer lo que quieras. Podes irte o quedarte, nada te detiene. Pero si te quedas, aceptás ser mi putita y te garantizo orgasmos como éste. Si paseamos o salimos o vamos a reuniones, somos una pareja normal. Pero te voy a comprar un collar de cuero, muy cómodo. Cada vez que entres a esta casa, te lo ponés y pasas a ser enteramente mía. Sólo si te lo ponés. Siempre vas a tener vos el control, hasta que voluntariamente me lo cedas. Cuando lo hagas, te entregás a mi y sos mi esclava sexual. ¿Entendiste?”

– “Sí”, dijo con voz de enorme vergüenza y deseo.

– “Si ¿qué?”, le dije con un nuevo chirlo.

– “Si, mi amo” susurró, mientras se levantaba

. “Bien. La puerta está abierta. Andá al comedor. Tomá tus cosas y andate, si querés, nada te lo impide. Volvé a tu casa y no te llamo ni te molesto más”, le dije mientras me miraba, seria. “O, si preferías, andá a mi escritorio. Arriba de él hay una caja donde está el collar. Te lo colocas al cuello, te desnudas completa y te ponés lo que allí vas a encontrar : una tanguita, una pollerita a cuadros muy cortita, una camisa mía que no abrochas sino que atas por delate con un nudo suelto y unas medias tres cuartos. Y volvés acá. ¿entendiste?

– “Si papi”, dijo sin ninguna expresión que me delate cual era su decisión.

– “Vos elegís, siempre tenes el poder de elegir. Podes elegir volver a tu vida o volver a este cuarto como mi putita”, le reiteré mientras se vestía.

Lentamente se acomodó la ropa, alisando la falda, emprolijando la camisa y la chaqueta, se calzó los zapatos, se colocó un aro que se había caído y tomó la cartera. Todo como para volver a su casa sin vestigios de lo que había pasado. Salió del cuarto sin decir nada, cerrando cuidadosamente la puerta tras ella. Pasaron varios minutos, yo intentaba escuchar o la puerta y el coche de ella yéndose o algún sonido en mi escritorio que me indicara que se estaba vistiendo. Pero no podía distinguir nada.

Hasta que se abrió la puerta y se asomó una cabeza, preguntando – “Papi, ¿le das permiso de pasar a tu putita?”, mientras entraba con la ropita que elegí, un collar de cuero en su cuello y una mirada de hembra caliente que me hizo poner al palo.

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